Señales de alarma

Políticas que buscan censurar el negacionismo no hacen otra cosa que crear, con el tiempo, esa ficción. No es algo inmediato, por supuesto: se censura precisamente porque se sabe que existen y se les quiere acallar. Pero con el tiempo ocurre que a esos discursos se les toma como una desviación, una excepción, cuando no pueden constituir más sustantivamente a la sociedad capitalista. El problema está en que, si no se les deja decir lo que dicen, si se les acalla con leyes penales, no hay oportunidad para disputar la palabra, no hay oportunidad para identificarlos. No hay, en definitiva, espacios donde poner en evidencia las contradicciones de sus discursos. La actitud de la izquierda debe ser más la de un ejército de avanzada que el de una persona que se siente ofendida. Ofenderse, escandalizarse, no sirve de nada. Lo que sirve es desarmar esos discursos y explicitar sus argumentos.

por Marcelo Ortiz Lara

Imagen / Concentración pro nazi en La Alameda, 20 de agosto 1944, Santiago, Chile. Fuente: Pedro Encina.


El que se escandaliza cae siempre en la banalidad;
pero añado ahora: también siempre está mal informado
Pier Paolo Pasolini

 

Las peores tragedias no son las que llegan de repente. Las peores son las que, avizorando su llegada, distinguiendo sus señales, se opta por ignorarlas. O peor aún: se opta por esconderlas. En el argot de izquierda la frase “no lo vimos venir” (o cualquier otra que apele a la absoluta sorpresa) debería desaparecer. Es una gran excusa para no hacerse cargo de la falta de análisis político que requiere toda táctica a corto y mediano plazo. Es un gran desmarque cuyas consecuencias, cuando ya revienta la tragedia, pueden ser irreversibles.

Un peligro similar a este se ve en tiempos como los que corren. El discurso neofascista en Chile no es que ya esté instalado, haya proliferado en los últimos años o se haya consolidado: es que nunca se fue. Siempre ha estado. Que ocurrieran acontecimientos sociales como los movimientos estudiantiles de los años 2006 y 2011, movimientos medioambientales o la ya conocida Revuelta Social del 2019, no quiere decir que el discurso neofascista haya sido expulsado de la sociedad; más bien se replegó, guardó prudente silencio. Pero lo hizo sólo a condición de encontrar las circunstancias necesarias para que, en un país cada vez más crispado por diversos factores, pudiera salir a ocupar un lugar en la disputa por la palabra.

Sostener que el discurso neofascista no ha desaparecido de la sociedad chilena es fácil de demostrar. No hace falta más que poner dos ejemplos: los linchamientos públicos que semana a semana ocurren en el país (muchos de ellos con resultado de muerte) y la aprobación que alcanza en la sociedad chilena la pena capital (un 65% aproximadamente). Y así como estos, una serie de otras señales de alarma que han sido puestas sobre el campo minado. No sería extraño, incluso, que a la pregunta por la militarización de la Araucanía nos encontremos con números preocupantes. Por eso, el advenimiento de J. A. Kast como figura relevante en la política actual no debería, no puede, ser tomada como sorpresa. A nadie tendría escandalizar, al menos en la izquierda. Abrir los ojos como si nunca se nos hubiese pasado por la cabeza algo como esto es un mal síntoma. Da cuenta de una preocupante falta de rigurosidad para analizar la realidad.

Ante esto, digo, ante algunas manifestaciones discursivas que rozan o incluso constituyen el relato neofascista, la solución que muchos izquierdistas han encontrado es la de la sanción. No hablo sólo de un ímpetu, sino de algo ya más serio: sanciones penales. Así, por ejemplo, en septiembre del año 2020, una buena parte de la bancada de izquierda presentó en el Congreso (no con poca aprobación de la población de izquierda) una ley que, entre otras cosas, buscaba sancionar el negacionismo. ¿Buenas intenciones? Claro que sí. De eso no hay duda. Pero la pregunta es: ¿qué se logra con una ley como esa? En Europa, a pesar de que varios países cuentan con leyes que sancionan el negacionismo o figuras afines, como República Checa, Suiza, Austria o Alemania, ello no impide que discursos neofascistas se constituyan como una fuerza central en la política interna, hayan formado parte de los gobiernos recientes o incluso lleguen al poder.

La idea que explica esto no es mía, es de Karl Kraus, uno que sí sabía de censuras: “al fin y al cabo, no habría antros de corrupción si no se los desalojara, ya que hasta el momento en que se los desaloja no han sido más que un asilo de la paz burguesa” (Kraus 95)[1]. Antros de corrupción o cualquier otra idea que creamos socava la democracia es, en nuestro caso, el discurso neofascista. La paz burguesa se instala cuando en el campo de la disputa política, en la batalla por la palabra pública, se crea una ficción: la de que no existen tales discursos o sujetos que adoptan y hacen suyas ideas nocivas para el pueblo. Esa paz burguesa puede ser creada por la dominación (es lo más común), pero también por las mismas fuerzas de cambio. Políticas que buscan censurar el negacionismo no hacen otra cosa que crear, con el tiempo, esa ficción. No es algo inmediato, por supuesto: se censura precisamente porque se sabe que existen y se les quiere acallar. Pero con el tiempo ocurre que a esos discursos se les toma como una desviación, una excepción, cuando no pueden constituir más sustantivamente a la sociedad capitalista. El problema está en que, si no se les deja decir lo que dicen, si se les acalla con leyes penales, no hay oportunidad para disputar la palabra, no hay oportunidad para identificarlos. No hay, en definitiva, espacios donde poner en evidencia las contradicciones de sus discursos. La actitud de la izquierda debe ser más la de un ejército de avanzada que el de una persona que se siente ofendida. Ofenderse, escandalizarse, no sirve de nada. Lo que sirve es desarmar esos discursos y explicitar sus argumentos.

Los neofascistas no desaparecerán con una ley que los censure. Seguirán juntándose, seguirán pensando lo mismo, e incluso seguirán creciendo porque, entre otras cosas, un discurso que no se combate en lo público hace mella en las conciencias más incautas. Ya lo decía Valentín Volóshinov, lingüista marxista de inicios del siglo XX: “un signo ‒lingüístico‒ sustraído de la tensa lucha social, un signo que permanece fuera de la lucha de clases inevitablemente viene a menos, degenera en una alegoría, se convierte en el objeto de la interpretación filológica, dejando de ser centro de un vivo proceso social de comprensión” (Volóshinov 51)[2]. El discurso neofascista cuando no encuentra espacios públicos donde ser interpelado, refutado, combatido, se cristaliza, aun cuando viva en la clandestinidad. Desde todo punto de vista conviene que haya gente que pueda proferir las barbaridades del neofascismo, porque es una oportunidad de mostrar sus contradicciones. Acallarlos mediante leyes sancionatorias lo único que asegura es que en público no dirán lo que creen, pero en el interior de sus casas seguirá la imagen del dictador colgada en una pared, esperando el momento adecuado para salir allá afuera y tomar la palabra. Y mucho más fuerte de lo que creíamos.

Si la sorpresa por el discurso neofascista existe incluso habiendo múltiples señales de alarma que podrían haber sido leídas con antelación, si el ímpetu con el que se le enfrenta es el del acallamiento o el del espíritu ofendido, se renuncia al análisis y a la disputa política. No es que toda táctica de izquierda esté exenta de improvisación; como dice René Zavaleta Mercado, ella es a la vez una síntesis de toda una historia y de todo un pensamiento anteriores, y también “un hecho emergente que no puede evitar un grado de improvisación” (Mercado 33)[3]. Pero la sorpresa por la figura de J. A. Kast es síntoma de una izquierda con problemas para leer las señales de alarma, que por lo bajo actúa en este asunto casi eminentemente por improvisación. Es preciso enfrentar el discurso neofascista en todos los espacios públicos donde se encuentre, desmantelarlos y ponerlos en evidencia. Al final del día, tratar estos relatos como una desviación de la “norma” habla de un fenómeno que no ha sido bien comprendido por las fuerzas de cambio. Habla, por encima de las buenas intenciones, de una impotencia intelectual evidente.

 

Notas

[1] Karl Kraus, La Antorcha. Selección de artículos de “Die Fackel” (Barcelona: Acantilado, 2011), 95

[2] Valentín Nikoláievich Volóshinov, El marxismo y la filosofía del lenguaje (Buenos Aires: Godot, 2018), 51. El destacado es mío.

[3] René Zavaleta Mercado, Horizontes de visibilidad. Aportes latinoamericanos marxistas (Barcelona: Traficantes de sueños, 2012), 33.

Marcelo Ortiz Lara
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Estudiante de pedagogía en lenguaje y literatura. Quilicurano.

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3 repuestas a “Señales de alarma”

  1. Es cierto que enfrentar al fascismo, en cualquiera de sua formas, requiere una confrontación directa discursiva/ organizativa/ física que busque desmontar sus mentiras y atacar los cimientos en los que se sostiene. Lo contrario a lo que hizo Izka, por ejemplo, o Boric quien solo confronta a Kast como individuo (panamá papers, familia nazi) en lugar de develar la podredumbre moral de las ideas de la derecha y de la extrema derecha, así como sus consecuencias concretas para el pueblo y todos los grupos que le componen.

    Hasta ahí el acuerdo con el autor, porque su tesis de que el neofascismo siempre estuvo presente, usando como base la violencia popular contra la delincuencia o el apoyo a la pena de muerte no deja de ser una tesis plausible pero expuesta de lo más superficial. ¿La pena de muerte en sí misma es fascista? No. ¿El autoritarismo es en sí mismo fascista? No necesariamente, aunque todo fascista sí sea autoritario.
    ¿Qué rol cumple la lucha de clases en la propagación del discurso autoritario dentro de una sociedad burguesa?
    ¿Qué rol de clase cumplen los medios de desinformación al buscar crear opinión? El autor no lo considera, ni lo analiza. Para él “analizar la realidad” significa simplemente decir que “el discurso neofascista (…) siempre ha estado”. Y bueno, eso se llama metafísica.

    • Bastante de acuerdo con tu comentario, tanto en la objeción a Boric como en la separación del autoritarismo con el fascismo (al que yo, por cierto, no aludo en el texto). Ahora bien, respecto a la pena de muerte, por la forma que adopta el discurso en Chile (matar a los violadores, matar a los asaltantes, etc) me parece que se acopla bastante bien con el discurso NEOfascista. Ese discurso no actúa aisladamente; en general, son los mismos que no dudarían en dejar en el hospital a un lanza. Como digo, son señales de alarma, no elementos que aisladamente funcionan como discursos neofascistas. Hay algo en el razonamiento del que mata a un lanza, hay algo en el razonamiento del que quiere restituir la pena de muerte, que lo hace proclive a adoptar discursos neofascistas. Exponer todo eso no era ni es dominio del texto. Pero me parece valorable que lo saques a colación.

    • Completamente de acuerdo con el comentario anterior. El autor cae en la misma trampa que él cuestiona : denunciar sin analizar las condiciones historicas y sociales de la constante neonazi en Chile, ni los factores politicos que alimentan este discurso.

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Amelia Peterson

On the other hand, we denounce with righteous indignation and dislike men who are so beguiled and demoralized by the charms of pleasure of the moment, so blinded by desire, that they cannot foresee the pain and trouble that are bound to ensue; and equal blame belongs to those who fail in their duty through weakness of will, which is.