por Juan Cristóbal Marinello
En la España de 2019 coexisten, entonces, dos mundos paralelos y virtuales. Por un lado, una Catalunya dominada por un independentismo supremacista y totalitario, que aprovecha su control del Gobierno autonómico para perseguir a los disidentes y lavar el cerebro a la población; y, por otro lado, una España inquisitorial y cuasi-franquista, empecinada en destruir Catalunya y encarcelar a los dirigentes independentistas por sus ideas y voluntad democrática. Poco importa que estas caricaturas no tengan prácticamente ningún asidero en la realidad, ya que los hechos han dejado de importar. La política se ha transformado en un ejercicio de construcción de enemigos —sean los catalanes, los españoles, los inmigrantes o el feminismo—, para utilizarles como un mito movilizador del electorado. De este modo, no sólo se está dando carta de naturaleza a los instintos más bajos y egoístas de la ciudadanía, sino que también se han desterrado las políticas concretas del debate público, desarticulando, en consecuencia, la identificación de los electores con el tradicional eje izquierda-derecha.
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