Hoy se cumplen dos décadas desde que fue asesinado Daniel Menco en el marco de una ofensiva represiva del Estado hacia las luchas sociales que cuestionaron las lógicas de la Transición. El trienio de 1997-99 se puede considerar el inicio de la crítica popular al modelo neoliberal en Chile. A pesar de su derrota, la lucha social originada en esos años y pagada con derrotas, cesantía y expulsiones, pero también con sangre y prisión, abrió un ciclo que no se ha detenido hasta el presente. Lejos de los discursos que en los años noventa dijeron que se había acabado la historia –cuyo relato local era el fin de la lucha popular, y que se trataron de reforzar con escopetazos a jóvenes estudiantes, mineros, estibadores y mapuches–, la estabilidad política de los noventa se sostenía en varios muertos. Menco fue el último de la década, pero solo uno más en la historia.
por Luis Thielemann H.
imagen / Foto de Daniel Menco en el memorial en la Universidad de Tarapacá, Arica. Fuente: Urbatorium.
Los últimos años de la década de 1990 estuvieron marcados por la puesta en tensión de los límites políticos del Estado neoliberal fundado en la Dictadura. Desde distintos y caldeados relieves no reconocidos se forzaron los consensos llanos del pacto de la Transición. En un país que rechazaba todo lo que oliese a pasado y que por entonces se convencía de que lo único valioso estaba en su presente y su futuro, los problemas sociales se presentaban como un pasado permanente que amenazaba con desviar un camino que entonces lucía recto y sin baches hacia la utopía del desarrollo. Los espectros pretéritos del campo popular rechazaron irse con el siglo.
En abril de 1997 fueron cerradas las minas en la cuenca del carbón, en la región del Biobío, luego de una penosa pero estéril resistencia de sus obreros; con ello se ponía la lápida a uno de los focos de lucha obrera determinantes en la construcción histórica de la izquierda y la identidad popular en Chile. Luego, a fines de ese año, el ascenso del movimiento por la autodeterminación nacional mapuche tuvo su hito de cristalización –como ha sido indicado por Fernando Pairicán– en la quema de camiones en Lumaco, en el sur del país. Estos hechos anunciaron la existencia un conflicto para el que la Transición no estaba preparada, y que hasta el presente sigue siendo la “pata coja” de la autocomplaciente historia de construcción nacional y democrática de Chile. También desde noviembre de 1997, una parte del país mantuvo importantes movilizaciones contra la llegada del ex dictador Augusto Pinochet al congreso en tanto “senador designado”. En marzo de 1998 alcanzó a jurar, pero en octubre de ese año fue detenido en Londres, generando una situación crítica para la política de la Transición y los políticos de la Concertación en el gobierno. En esos mismos años, se terminó la tarea de las privatizaciones de empresas públicas iniciada en Dictadura, y le tocó el turno a los puertos. En 1997 comenzó una nueva legislación, que implicó la licitación de los puertos desde 1999 y la precarización de los trabajadores portuarios de inmediato, que fue resistida con protestas ese año y con una lucha permanente desde entonces.
Cuando en 1998 golpeó en Chile la crisis asiática, esta sirvió como argumento para explicar los límites del crecimiento económico espectacular de la década que terminaba. No solo terminó por reventar los bolsones de pequeña y mediana empresa que habían sobrevivido el despliegue neoliberal de las décadas de 1970 y 1980, también facilitó el rechazo a cualquier interés por resolver con democracia y redistribución el creciente malestar social de entonces. Así, allí donde no llegó el bienestar de los noventa, se creó una frontera, la cual, como cualquiera que separa el sitio de la riqueza de aquellos que no la tienen, se aprestó a defenderse con todo el poder de fuego del Estado. Mapuches, mineros del carbón, estudiantes pobres, portuarios precarizados, pobladores sin casa, representaban en toda su diversidad a los perdedores del modelo, o, mejor dicho, a aquellos que no cabían en la fiesta del bono social focalizado y no lograban captar algunas de las gotas de la promesa noventera del chorreo de la ganancia capitalista. La crisis asiática se presentó como justificación de la violencia hacia ese afuera. Para el país del adentro de la frontera neoliberal, la barbarie de las protestas era el fantasma de un pasado pobre que se negaba a pasar y que ponía en peligro todo lo que sentían conquistado en una década.
En esa situación, o como parte determinante de la misma, desde 1997 el movimiento estudiantil había vuelto a la pelea. Luego de su crisis en el primer lustro de la década, cuando varias federaciones –entre ellas la FECh– desaparecieron por crisis orgánicas o de corrupción, el movimiento se había ido rearmando con direcciones ligadas al PC y a la izquierda radical que velozmente desplazaban a la DC de la hegemonía que gozaron casi toda la segunda mitad del siglo XX. Más aun, su lucha, constituida por la inestabilidad que miles de jóvenes experimentaban cada año por los insuficientes préstamos estatales para cubrir el costo de la matrícula y el arancel, se había convertido en la vocería de las crecientes sombras que dejaba el éxito neoliberal. Miles de estudiantes pobres debiendo realizar paros, marchas, tomas y montar enfrentamientos violentos con la policía para, luego de arduas negociaciones de sus dirigentes con el Ministerio de Educación, conseguir el derecho a endeudarse para estudiar. En 1997 el movimiento agrupado en la CONFECh había derrotado la Ley Marco de universidades, que según los estudiantes apuntaba a privatizar y precarizar aún más los planteles estatales. Esta protesta, cuya agitación en las bases confundía la falta de recursos institucionales con la necesidad directa de un crédito estatal, comenzó desde entonces a discutir la lógica mercantil que regía, desde la Dictadura, el sistema educacional.
De todo esto tomó nota el Estado de la Transición. El partido del presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle, la DC, lanzó su último ataque para derribar al nuevo movimiento estudiantil, antes de pasar a la inexistencia política y cultural en las universidades; y en 1998 quebró el Congreso Nacional Estudiantil (CNE). Este inédito encuentro nacional de los estudiantes organizados en la CONFECh tuvo la participación de todo el arco político del movimiento, pero cuando terminaba, el ala concertacionista de los estudiantes abandonó el Congreso ante la evidente hegemonía de la izquierda, principalmente de las Juventudes del PC. Este hecho marcó la definitiva separación de la Concertación con el Movimiento Estudiantil, así como para la nueva izquierda radical, supuso la prueba final de desconfianza hacia el pacto de la Transición. Pero a pesar de estos costos políticos de mediano y largo plazo, a fines de 1998 el movimiento estudiantil cargaba con varias derrotas en poco tiempo: las luchas de 1997 habían dividido al movimiento (pues solo la U. de Chile había conseguido algunas victorias relativas a su estatuto, mientras que la mayoría de las federaciones fue derrotada en sus universidades), no habían podido impedir la llegada de Pinochet al senado en marzo de 1998 y su intento de institucionalizar el movimiento en el CNE fue abortado por el boicot de las juventudes políticas del gobierno.
Así se llegó a las protestas de 1999. Ese año marcó la victoria del gobierno sobre las protestas de fines de la década. En tanto las protestas configuraban un arco de malestar que era tan amplio como fragmentado, y por lo mismo aislado, el gobierno ordenó a su mayoría social detrás de la defensa de “los logros de la Transición”. Los estudiantes fueron acusados, primero, de traidores a la Concertación (y, por ende, sin decirlo, “pinochetistas”), y luego, de egoístas por pedir derecho a la deuda. Los mapuches fueron obligados por la Concertación a servir de pintorescos personajes de la postal multiétnica del éxito neoliberal (y su industria turística); los que desde entonces se resisten y crecen, fueron ubicados en la abominable casilla del terrorismo. Los portuarios, reprimidos, se han convertido desde entonces en un ejemplo de resistencia obrera. De los mineros del sur ya no supimos nada, salvo que, en la zona carbonífera, luego de casi un siglo de votar masivamente por los comunistas, emergió de allí una post-clase, con sus pilares constituyentes destruidos por el avance capitalista, en la que crece el apoyo a la ultraderecha y el fundamentalismo cristiano. Pero, huelga aclarar, esta defensa estatal del orden de la Transición no fue solo ideológica, no fue solo un dispositivo discursivo.
En 1999, en medio de los cortes de luz producto del racionamiento eléctrico de aquel año, los estudiantes volvieron a salir a las calles. Esta vez la Universidad de Chile perdió protagonismo, aunque las tomas de campus y facultades volvieron a ser la punta más visible del enfrentamiento. Así sucedió en la USACh y otras universidades como la UBB, la de Concepción, UTEM, Federico Santa María, etc. La impotencia política se mezcló con la herencia práctica de la resistencia a la Dictadura, y en general la protesta estudiantil contenía importantes grados de violencia que se habían vuelto comunes durante la segunda mitad de la década. Al mismo tiempo que reprimía con dureza todo lo que tuviese que ver con piedras y barricadas; la Concertación alegó “razones humanitarias” para evitar que Pinochet fuese juzgado en Londres e hizo lo imposible por traerlo sano y salvo a Chile. Fueron los años en que la ilusión de la democracia de 1990 terminó por desvanecerse en las razones de estado y los sacrosantos equilibrios macroeconómicos. En ese marco, el Gobierno desató una oleada represiva sobre el movimiento estudiantil.
El Movimiento Estudiantil contó a su primer mártir de la post-Dictadura el 19 de mayo de 1999, hace veinte años. Ese día, Daniel Menco Prieto, estudiante de la Universidad de Tarapacá en Arica, y que protestaba fuera de su campus en la noche de esa jornada, fue asesinado por el mayor de Carabineros Norman Vargas, con un balín de acero percutado desde su escopeta Winchester calibre 12 y que impactó la cabeza del estudiante. Daniel Menco tenía 23 años, era punk, vendía gas en un carro a pedales para ayudar a su familia y pagar la parte del arancel que no cubría el crédito universitario. No era la primera vez ni la última que la policía asesinaba a un manifestante, y menos que lo hacía con tal violencia. Un año antes, Claudia López había sido asesinada de un tiro en su espalda, acusada de atacar un retén el 11 de septiembre de 1998 en la noche, en una acción que nunca se aclaró. Ese mismo día, Cristián Varela había muerto por un derrame cerebral debido a los gases lacrimógenos lanzados por Carabineros y que lo asfixiaron en una marcha en Santiago. Tampoco hubo culpables.
Como hemos planteado, el gobierno de entonces no estaba dispuesto a conceder nada en un momento en que su tarea política se centraba en sincerar los límites de la fiesta neoliberal. Apenas 8 días después de que Menco fuese asesinado, el Gobierno mandó a reprimir las protestas de los portuarios contra la nueva ley del ramo, con una violencia y un desprecio que solo podían explicarse en el elevado grado de relevancia que la Concertación concedía a la misión empresarial. La violencia estatal como expresión de la frontera de la democracia neoliberal era la única respuesta que vino del Estado. En el asesinato de Daniel Menco se operó así: no fue nombrado ningún ministro en visita para investigar el caso, Carabineros rechazó la acusación y el Gobierno respaldó a la institución. Los dirigentes estudiantiles militantes de partidos de gobierno, intentaron vergonzosamente boicotear las protestas que surgieron de la CONFECh. El crimen, además, fue investigado negligentemente por la justicia militar, cuya jurisdicción en casos de civiles era otro resabio dictatorial. Su resolución ante el actuar de la policía en la muerte de Menco fue simplemente trasladar de región al oficial acusado de disparar sobre el estudiante. Todo esto mientras de fondo el retorno de Pinochet se presentaba desde la Concertación como una trágica causa nacional. Probablemente 1999 fue el año más sincero de la forma política de la Transición.
Así vegetó por años el crimen. Si no fuese por el movimiento estudiantil y la familia de Menco, ninguna institución hubiese reparado en que el Estado había matado a un joven por reclamar su derecho a endeudarse para estudiar en la universidad. Recién en 2010, tras once años de impunidad y amparo estatal a su asesino, Tribunales reconoció el crimen de Menco por parte de Carabineros, y el Estado fue obligado a pagar una millonaria indemnización a la familia. De todas formas, ni Vargas ni Carabineros jamás recibieron castigo al nivel de los hechos, tampoco emitieron perdón o explicación alguna por el crimen. Al final de todo, el mensaje no solo era que cualquier estudiante podía morir en las protestas –Menco no era ni dirigente ni militante–, sino que además esto ocurriría con el permanente respaldo de Gobierno. En una situación definitoria, la Concertación optó por la razón de Estado y cerró las puertas a la razón de las luchas sociales.
La represión del Estado no se detuvo allí. Ese año fueron detenidos por meses varios dirigentes de la Federación de Estudiantes de la Universidad Los Lagos, de Osorno, los que luego fueron procesados por jueces militares por “instigación al maltrato de obra a carabineros”, al haber convocado a marchas de estudiantes. Más tarde, en octubre de 1999, la FECh denunció que en el norte del país, en la Universidad de Atacama, un centenar de estudiantes fue llamado a declarar a la justicia militar con el objeto de conformar “listas” con los nombres de los principales dirigentes participantes en las movilizaciones del primer semestre. De la misma forma se operó en la Universidad de Concepción, obligando a estudiantes detenidos a nombrar a sus dirigentes; mientras que en la Universidad Técnica Federico Santa María, la rectoría entregó los nombres de los 4 representantes estudiantiles máximos al fiscal militar de Valparaíso. La violencia represiva del Estado y los enclaves dictatoriales –como la competencia civil autoasumida de los tribunales militares–, a veinte años, puede ser vista como un acuerdo no escrito ante los primeros signos de amenaza contra el pacto transicional en los últimos años de su década de oro. Los estudiantes de la FECh de 1999 indicaron que estas acciones, desde el asesinato de Menco hasta el ataque de la justicia militar contra estudiantes, demostraban: “una política coordinada de represión y hostigamiento hacia el movimiento estudiantil cuya única finalidad visible es amedrentar a quienes hoy son dirigentes e intentar desarticular, mediante el miedo, cualquier acción que en forma organizada y responsable emprendamos en defensa del derecho a una educación universitaria pública y de calidad”. En 2002, el joven Alex Lemún fue asesinado por Carabineros en una acción de recuperación de tierras en Ercilla, en el sur del país. Lemún fue muerto de un tiro en la cabeza con una escopeta Winchester calibre 12. Misma arma, misma muerte, que la de Menco. Si bien hoy el caso está reabierto por presión familiar, por dieciséis años el Estado protegió al asesino y se negó a dar justicia.
Hoy se cumplen dos décadas desde que fue asesinado Daniel Menco en el marco de una ofensiva represiva del Estado hacia las luchas sociales que cuestionaron las lógicas de la Transición. El trienio de 1997-99 se puede considerar el inicio de la crítica popular al modelo neoliberal en Chile. A pesar de su derrota, la lucha social originada en esos años y pagada con derrotas, cesantía y expulsiones, pero también con sangre y prisión, abrió un ciclo que no se ha detenido hasta el presente. Lejos de los discursos que en los años noventa dijeron que se había acabado la historia –cuyo relato local era el fin de la lucha popular, y que se trataron de reforzar con escopetazos a jóvenes estudiantes, mineros, estibadores y mapuches–, la estabilidad política de los noventa se sostenía en varios muertos. La utopía de la paz en el neoliberalismo y la leyenda de la Transición ejemplar de la década de 1990, tienen una faceta negada, marcada por hitos de violencia contra ciudadanos organizados y que empieza con Osmán Yeománs en junio de 1990, muerto por balas de Carabineros mientras pintaba un mural en memoria de Allende, y que cierra la década con Menco, muerto de un tiro policial en la cabeza. En ese sentido, su memoria nos permite hilvanar la historia de la impugnación al Chile de la Transición. Si en estos días el nombre de Arturo Prat y el recuerdo de su muerte sirve para activar los discursos nacionalistas y celebratorios del enriquecimiento rentista de la élite con el botín minero del norte; tal vez deberíamos responder con el nombre de Daniel Menco y la memoria de una deslavada crítica al capitalismo y su democracia mediocre, del reivindicar la vida digna, de todo lo que se expresó con simpleza pero claridad en la resistencia de Menco, allí afuera de un empobrecido campus público en donde lo mató la Transición.
Historiador, académico y parte del Comité Editor de revista ROSA.
Buena columna, hace falta rescatar la memoria de la transición sin lagunas.
Me encantó la revista