El feminismo le plantea una situación crítica, pero a la vez una gran oportunidad a la izquierda: la posibilidad de reanclarse a la lucha real contra el trabajo en el capitalismo. Su estado de derrota desde el último tercio del siglo pasado se sostiene en la separación entre la política y la cotidianeidad de las clases trabajadoras. La lucha feminista, y su veloz tránsito a la cuestión del trabajo, le permite a una izquierda anidada allí el volver a colocar en el centro de la política la lucha por el orden social de la producción. Desmintiendo a aquellas voces que llamaban a abandonar el análisis con el foco en la lucha de clases, la bandera roja como afirmación de parcialidad y, en el fondo, el comunismo como idea rectora, sin más argumento que “lo anticuado” de esas formas; el feminismo vuelve a establecer que es en la apropiación privativa del trabajo social donde nacen las desigualdades y las injusticias. Que lejos de cualquier nostalgia, la disputa por el control de la producción es lucha por el futuro. El feminismo es subjetividad anticapitalista del presente, incontrolable, y por ende, base material de la izquierda por excelencia: la furia de que esta existencia es insoportable.
por Comité Editorial Revista ROSA
Imagen / Huelga de mujeres, 8 de marzo 2018, Montevideo. Fuente: MediaReduy (Flickr).
El feminismo no es un movimiento social. Puede que, para muchos académicos y otros rentistas del hacer social, sea eso y lo sometan a sus reglas de escrutinio. Pero eso tiene que ver con negocios y no con la conspiración y la lucha emancipatoria. El feminismo, en cambio, si se le quiere tomar en serio, hay que mirarlo según lo que produjo: un espacio de la crisis del orden. El feminismo es una de las formas concretas de la lucha de clases en el presente, y, por lejos, la más a la ofensiva de esas formas. La definición por la forma huelga como principal práctica de la lucha de las mujeres este 8 de marzo, vuelve a situar este punto con claridad: no se trata solo de las demandas de las mujeres, sino, al volver a situar la centralidad política en el proceso de trabajo, una lucha por el reorden total de la sociedad. Una revista como la nuestra necesita extenderse un poco en esta toma de partido.
La izquierda no puede ser insensible a la diferencia feminista. Tampoco puede tener compromisos tácticos, como la tolerancia en pos de la supervivencia orgánica, reduciéndolo en el mejor de los casos a un frente más, o como el apoyo en tanto evasión cómoda reducida a la disputa cultural de capas medias. Menos aún puede optar por limitarse a los procedimientos institucionales en vez del conflicto desbordante que llama a su puerta. No puede sino compenetrarse, precisamente porque la izquierda es un acto posterior y no anterior a la historia real de las luchas anticapitalistas. La idea de una política propia, sometida al interés de la clase trabajadora, fue un avance tecnológico emancipatorio cuyo peso no se suele tomar en serio. La izquierda fue producida por la clase obrera para ser instrumento de liberación. Fue creada como el carpintero creó al serrucho: un instrumento específico para una tarea específica. Se trató de un doble desarrollo en la inteligencia subalterna, en que la política se dejó de asumir en su versión pequeñoburguesa de tertulia o en su versión proletaria de insurrección impotente. Un momento en que se dejaron de contar libros y balas, y se empezó a medir el campo en relaciones de fuerza. Se desarrolló, así, de muchas formas, una ciencia política propia, de los subalternos, la cual requería especialistas y organizaciones específicas, la izquierda. Primero, constatar la lucha, después la teoría y la estrategia, todos momentos que los sujetos experimentan una y otra vez, porfiadamente. Recién cuando ya se ha construido todo eso, la táctica deja de ser delirio de generalillos de bar y pasa a ser una especificidad que requiere un partido para la política de liberación. Es ciego aquel que no ve que ese proceso histórico es el que constituye actualmente a importantes franjas del movimiento feminista.
El feminismo le plantea una situación crítica, pero a la vez una gran oportunidad a la izquierda: La posibilidad de reanclarse a la lucha real contra el trabajo en el capitalismo. Su estado de derrota desde el último tercio del siglo pasado se sostiene en la separación entre la política y la cotidianeidad de las clases trabajadoras. La lucha feminista, y su veloz tránsito a la cuestión del trabajo, le permite a una izquierda anidada allí el volver a colocar en el centro de la política la lucha por el orden social de la producción. Desmintiendo a aquellas voces que llamaban a abandonar el análisis con el foco en la lucha de clases, la bandera roja como afirmación de parcialidad y, en el fondo, el comunismo como idea rectora, sin más argumento que “lo anticuado” de esas formas; el feminismo vuelve a establecer que es en la apropiación privativa del trabajo social donde nacen las desigualdades y las injusticias. Que lejos de cualquier nostalgia, la disputa por el control de la producción es lucha por el futuro. El feminismo es subjetividad anticapitalista del presente, incontrolable, y por ende, base material de la izquierda por excelencia: la furia de que esta existencia es insoportable.
Antes de cualquier anclaje, eso sí, la izquierda debe abandonar su relación con la teoría como si fueran fundamentos intocables, y asumirla como reflexión política materialista, sobre la historia realmente acontecida. A pesar de un siglo y medio de desastres megalomaníacos, todavía hay en la izquierda quienes creen que una buena teoría basta para forzar la realidad. Y no solo en su versión totalitaria radical, pues también están aquellos que acusan irrealidad en los más radicales, “esas almas tímidas”, a decir de Gramsci, “que esperan el socialismo de un decreto real refrendado por dos ministros”. Como sea, lejos ha estado siempre la izquierda de poder determinar cómo se desenvuelve en la historia la lucha de clases. Suele ser mejor en el análisis histórico que en la anticipación de los hechos. Aquellos que han jugado y juegan a prestidigitadores de masas suelen estar más cerca de los loqueros que de las direcciones de movimientos de masas. Por ende, es propio de su mejor tradición el comprender al feminismo como la expresión contemporánea de la única certeza indesmentible del marxismo: las personas no soportan el capitalismo y una y otra vez se levantan contra él. Dicha certeza comprendida como inteligencia política se traduce en la máxima según la cual es a las características concretas de la lucha de clases a las que debe sujetarse la construcción de una forma partido, forma “que nace espontáneamente, por doquier, de la sociedad moderna […] el partido en el gran sentido histórico del término” diría un ya cansado Marx en 1860. Esta relación que presentamos no es una propuesta teórica sino una constatación histórica. Ya se dijo que la teoría viene después. Si las mujeres van a la huelga contra el trabajo en el capitalismo, la izquierda debe ser su instrumento. O mejor que no sea nada.
Luego de las huelgas de mujeres de 2018 y 2019 nada volverá a ser como antes. El entusiasmo global y las nuevas fronteras de la política que dibuja el feminismo deben ser tomadas por la izquierda como signo del avance de las trabajadoras, como su movimiento real en el siglo XXI. Es el estudio y la participación activa, todo al mismo tiempo, en la lucha de clases realmente existente lo que le permite a la izquierda ser dirección legítima de un proceso. Ni los gabinetes de operadores alejados de los debates de asamblea de base, ni aquellos intelectuales demasiado preocupados de decretar inconsistencias en la lucha, pueden ofrecerse como especificidad política de un movimiento real de masas. Suele pasar que, contra todo deseo de documento partidario, es en las prácticas de lucha que la dirección se produce, no como proceso puro ni coherente, pero sí como acto de confianza. Quien busque expresar políticamente la fuerza feminista, debe estar presente en la construcción de esa lucha, debe ser realmente, y no solo nominalmente, una dirección política presente en los puntos de contacto del conflicto. La izquierda organizada en partidos que no son útiles a las luchas de trabajadores realmente existente, que no se apegan a ellas, que no viven en ellas, son, por descarte, simplemente la izquierda del régimen. Son uno u otro partido político más, de esos que, independiente de sus programas y colores, han sido aborrecidos por todas y cada una de las generaciones de luchadores anticapitalistas.
La huelga del 8M es eso también: un llamado a tomar partido. O se está con la huelga de las trabajadoras o en su contra. La lucha de clases es así, ocurre sin que sea necesaria tu voluntad. Una convocatoria a una huelga de inmediato parte aguas y establece variados clivajes. El establecimiento de fronteras de lo posible en sociedad es una de las formas de definir la política, y en muchas corrientes del feminismo actual la vocación parece estar fundamentalmente puesta en visibilizar el frente de guerra entre trabajadoras y explotadores. Enhorabuena, decimos los socialistas.
Si el feminismo viró a la huelga como su máxima construcción de frontalidad y diferencia, es porque su centralidad se ha vuelto el espacio de trabajo. La izquierda haría bien en asumir este proceso de la misma forma que Marx y Engels en el siglo XIX asumieron al movimiento proletario como la base constituyente del comunismo, y a éste, como su evolución política natural del primero. Alegra ver que, a pesar de porfías y resistencias, la mayoría de las fuerzas realmente existentes ha ido tomando ese camino. El Manifiesto no tenía dudas al respecto cuando declaró que “El movimiento proletario es el movimiento autónomo de una inmensa mayoría en interés de una mayoría inmensa. El proletariado, la capa más baja y oprimida de la sociedad actual, no puede levantarse, incorporarse, sin hacer saltar, hecho añicos desde los cimientos hasta el remate, todo ese edificio que forma la sociedad oficial”.
La más viva manifestación –y como tal, impura, no perfecta, contradictoria, es decir, histórica- de un movimiento proletario en el presente es el movimiento de mujeres trabajadoras. Su realización visible es la aventura de llamar a una huelga general en pleno siglo XXI. Y busca lo mismo que la clase obrera en todo momento: la demostración de que se posee suficiente fuerza política como para detener la producción, o por lo menos plantearla como amenaza creíble. No es cualquier cosa, es llamar a la lucha respecto de la actividad central en la vida de la mayoría en el mundo entero. La izquierda puede asumirlo como el renacer global de la lucha de trabajadores contra el capitalismo y volver a pensar la transformación total. O bien, puede ignorarlo y tomar distancia, para luego desaparecer en la intrascendencia, como un instrumento que nadie necesita para tareas del presente. Hoy, 8 de marzo, el movimiento feminista nos permite un día de lucha en el cual poner todo en cuestión, principalmente el capitalismo.