¿Cómo se procesan estos eventos? Los informes oficiales cuentan los muertos, identifican su protección institucional y su sexo, señalan la región y el sector laboral al que pertenecían, y reparan en la participación de vehículos, pero no se entregan más detalles. De hecho, ni siquiera se precisan las partes del cuerpo afectadas, como ocurre con las lesiones, ni la “forma” del accidente. Tampoco las consecuencias, como ocurre con los accidentes graves, incluyendo la amputación traumática o la desaparición del cuerpo.
por Camilo Santibáñez Rebolledo
Imagen / Factor de acumulación económica II. Fotografía de Claudia Moreno Pastenes.
“[Los esclavos son] aquellos cuya obra es el uso del cuerpo”. – Aristóteles, Política, 330-323 A.C.
“Nuestra sentencia no suena muy dura. Al condenado se le escribe en el cuerpo, con la ‘grada’, el mandato que ha infringido”. – Franz Kafka, En la colonia penitenciaria, 1914.
“Con frecuencia, las ciencias han despreciado la ‘carne humana’ (…), olvidando que las ideas atraviesan los cuerpos y están insertas dentro de complejos sistemas de apropiación y negación, donde conviven, a diario, sentimientos que fundan y gobiernan el acto de comprender y de actuar.” – Arlette Farge, Efusión y tormento, 2006.
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Hace algunos meses, la Dirección del Trabajo (DT) publicó un libro conmemorativo por su centenario, compuesto por dieciocho escritos sobre los orígenes, las funciones y los desafíos de la institución.[1] Se trata de textos inteligentes y rigurosos, que abordan diferentes tópicos, a partir de distintos enfoques. Sin embargo, hay un leitmotiv histórico de la DT que no recibió atención, del que quisiera ocuparme. Este es: el problema del cuerpo. Particularmente, de “[los cuerpos] en el esfuerzo de trabajo”[2].
Mi principal preocupación es que esta prescindencia del cuerpo -en el libro- exprese un desplazamiento más profundo en los basamentos que direccionan el actuar de la institución; un desplazamiento enajenante, desde el cuerpo a su abstracción disciplinaria: en el derecho, por supuesto (el “cuerpo legal”, el “cuerpo normativo”, el “cuerpo del dictámen”, para citar el volumen), pero también en otras disciplinas afines, como la historiografía y la sociología del trabajo (léase: los sindicatos como “cuerpos”); cuyo efecto más preocupante sería -o está siendo- una enajenación semejante en la labor fiscalizadora. Me inquieta, por tanto, que la ética de fiscalización esté regida por el cumplimiento de la normativa laboral, más que por el desgaste de la explotación sobre los cuerpos (cuestión que debería producir y ajustar la normativa laboral).
No quiero decir con esto que la ética del cumplimiento normativo sea improcedente. Todo lo contrario: es absolutamente necesaria. Pero también es insuficiente para contener el creciente “goce de [soportar] la repetición de lo mismo”[3] al que están sometidos los cuerpos en las actuales condiciones de trabajo, cuyo límite son los accidentes fatales.
Para esto resumiré y comentaré mis apuntes sobre algunos accidentes que acontecieron el 2024 -es decir: a los cuerpos muertos en y por el trabajo-, y luego me permitiré sugerir un par de lecturas no convencionales, que podrían ser de interés para quienes diseñan y ejercen las labores inspectivas en la DT. Pues, si mi preocupación es cierta, dichas lecturas podrían servir para reconsiderar la centralidad del cuerpo en la nueva Política Nacional Inspectiva, ampliando la literatura ergonómica tradicional.
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Según el informe oficial[4], en el 2023 ocurrieron casi 150 mil accidentes laborales, de los cuales 184 fueron fatales (176 hombres y 8 mujeres). Mis registros del 2024 -tomados de la prensa- cuentan cerca de sesenta, y sin duda están incompletos.
En enero un trabajador subcontratado por ESVAL murió ahogado al interior de una matriz de agua potable que se encontraba reparando en uno de los cerros de Valparaíso. El mismo mes murió un trabajador agrícola, atrapado en el sistema hidráulico de un tractor cerca de Osorno, y un tercero falleció aplastado por un árbol en las faenas de tala, cerca de Purranque. También en enero, un eléctrico cayó al vacío en una de las bodegas de la planta de Agrosuper en la comuna de La Estrella; mientras que, en febrero, otro falleció por la misma causa en una planta pesquera en Chonchi. En mayo le ocurrió algo similar a una trabajadora de la viña Concha y Toro, en Ovalle; y, en junio, a un trabajador de la Sociedad Iberoamericana de Reparaciones Navales, en Valparaíso. También en mayo murió el conductor de un camión en la ruta Curiñanco-Torobayo, tras conducir más de 14 horas y volcarse. Luego murió una cocinera, debido al fallo de un ascensor de carga en Las Condes. En marzo falleció un minero, aplastado por el desprendimiento de un planchón cerca de Tocopilla, y luego una operaria de CODELCO, producto del incendio de su máquina; este último fue el tercer accidente fatal del año en la cuprífera (y pronto hubo un cuarto): el número 28 en la minería desde el 2022 (y el número 53 desde el 2020); un índice sólo equiparable a los 22 trabajadores muertos en las salmoneras durante los últimos tres años y a los siete fallecidos en los puertos durante el año anterior, embestidos por grúas y tractos, aplastados por containers, precipitados e intoxicados en las bodegas de los buques. A mediados de abril, en tanto, murió un trabajador en Los Sauces, tras volcar el tractor que conducía. Y en mayo se electrocutó otro, mientras reparaba una tapia en las cercanías de Río Negro. A mediados de junio, el choque de trenes en San Bernardo implicó el fallecimiento de dos obreros ferroviarios, y, al terminar el mes, otro trabajador murió luego de electrocutarse instalando un cartel publicitario en Quillota.
Eso durante el primer semestre.
A principios de julio nuevamente murió un minero, tras quedar sepultado por toneladas de material en un buzón de descarga, en La Higuera. También murió el chofer de un microbús al estrellar su máquina en un camino en mal estado, en Pupuya. A mediados del mismo mes murió un agricultor angolino tras desbarrancarse y quedar aplastado por el cargador frontal que conducía; luego murió un obrero de la construcción en Copiapó -del que no tengo más detalles-; y a fines del mismo mes murió un buzo recolector de erizos, en Magallanes, porque falló su manguera de oxigenación (era el tercero de cuatro hermanos fallecido de la misma forma). Unos días más tarde, al comenzar agosto, un trabajador pereció tras precipitarse de cabeza al fondo de una noria en San Clemente, y nuevamente un leñador murió aplastado por un árbol en Pichil, cerca de Osorno. Además, falleció otro trabajador de la construcción, en Mariquina, aplastado por el derrumbamiento de un muro; y luego dos más: el primero cayó de un andamio, desde el piso 11 al 2, en un edificio en Concepción; y el segundo se electrocutó mientras operaba una grúa pluma en el Parque Padre Hurtado. No tengo todos los casos registrados, pero, cuando falleció el gásfiter de La Moneda, a fines de septiembre, los sindicatos de la construcción ya contaban diez decesos durante el año.
A mediados de agosto falleció un mecánico, en Villa Alemana, al ceder la gata hidráulica que soportaba el bus que estaba reparando -el segundo accidente de este tipo en menos de dos años en el mismo lugar-; y también murió un obrero que realizaba reparaciones eléctricas, en Coquimbo, luego de electrocutarse. Unos días después murió un recolector de basura en Los Vilos, luego de caer en la máquina de compactación del camión y ser aplastado por la pala principal; y en los días siguientes murió el conductor de un camión, aplastado por la misma máquina, mientras revisaba un desperfecto, cerca de Coyhaique. A fines del mismo mes murió un trabajador en la Viña Concha y Toro, en Ovalle, al quedar atrapado entre un tractor y una segadora de maleza; unos días más tarde ocurrió un accidente similar en El Colorado, al caer una trabajadora de una máquina de nieve y ser atrapada por la fresadora. A mediados de septiembre, falleció un técnico subcontratado de Movistar que se encontraba instalando cables, al caer de una escalera, en Coquimbo. Luego murió electrocutado el conductor de un camión en Rupanco, cuando operaba el brazo articulado de la máquina. A finales de septiembre falleció un trabajador en Puerto Haro, porque la vía no soportó al camión tolva que conducía y la máquina se desbarrancó. A inicios de octubre murió otro trabajador electrocutado, esta vez en una de las plantas de Ariztía, en Cartagena; y luego otro más, en el Hospital de la Asociación Chilena de Seguridad de Melipilla. Sobre la misma fecha murió un trabajador agrícola en Purranque, atrapado por una máquina sembradora; y algo semejante le ocurrió a otro obrero, en Cuncumén. A mediados del mismo mes fallecieron dos mineros más en Copiapó -pero no dispongo de las causas-. Y, con apenas días de diferencia, murieron dos pescadores en naufragios: el primero en Caleta Maitencillo y el segundo en Caleta Tumbes. En la misma fecha falleció el trabajador a cargo de reparar los techos de los galpones de almacenamiento de cobre en la División Ventanas de Codelco -aunque tampoco tengo más detalles-; y un operario murió al caer 14 metros mientras desarmaba una estructura en el Estadio Nacional. Al comenzar diciembre, por último, murió un minero en Collahuasi, del que tampoco se han entregado detalles; y dos semanas más tarde, otros tres murieron luego de una explosión de monóxido de carbono en una mina ilegal en Hijuelas.
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Cuerpos asfixiados, triturados, aplastados, precipitados, ahogados, sepultados, desbarrancados, electrocutados, carbonizados, infartados, atropellados y colisionados. Y antes sumergidos, torcidos, atrapados, extenuados y sudados, agitados y presas del desequilibrio y de la imprecisión, recluidos en cubículos, en cabinas, en cocinas y en camiones; acelerados, apresurados y desvanecidos, sobre rieles y muelles, en máquinas y bosques, bajo la tierra y el mar.
Lo que quiero subrayar, sin embargo, es que, en el grueso de los accidentes (incluso en los más impresionantes), lo que persiste es el referido “agotamiento [de soportar] la repetición de lo mismo”: son accidentes ocurridos en el marco de la rutina, suscitados a partir del proceso mismo de trabajo y no de alguna audacia excepcional. Se trata de una “fatiga de material” expresada en los cuerpos -y en las máquinas, aunque este es otro tema-. Se trata, en estricto rigor, del límite que la producción y la fuerza de trabajo se imponen recíprocamente. Se trata, en suma, de los restos que deja el normal funcionamiento de la explotación.
¿Cómo se procesan estos eventos? Los informes oficiales cuentan los muertos, identifican su protección institucional y su sexo, señalan la región y el sector laboral al que pertenecían, y reparan en la participación de vehículos, pero no se entregan más detalles. De hecho, ni siquiera se precisan las partes del cuerpo afectadas, como ocurre con las lesiones, ni la “forma” del accidente. Tampoco las consecuencias, como ocurre con los accidentes graves, incluyendo la amputación traumática o la desaparición del cuerpo.[5] Lo que sería de gran utilidad para el desarrollo apropiado de una ergonomía de la muerte, acorde a la vulnerabilidad del cuerpo en el trabajo; sobre todo en términos preventivos.
No estoy sugiriendo con esto que se expongan los cuerpos como en la morgue de París durante la segunda mitad del siglo XIX -cadáveres que “carecían de brazo, pierna o cabeza”[6]-. Pero sí sugerir la utilidad de graficar el agotamiento, la lesión laboral y la fatalidad en el imaginario del cuerpo. Pues, si el trabajador muerto es el indicio semiológico -es decir, la relación real, la huella física- que señala el fenómeno de la explotación, la representación gráfica de la causa (de muerte) es el signo, ese “algo que está en el lugar de otra cosa para alguien”[7]. En este caso, para los trabajadores no-muertos que soportan a diario la extracción de plusvalía.
Estoy proponiendo, entonces, complementar la creciente abstracción normativa del cuerpo con la representación gráfica de su máxima vulneración (la muerte). Ello, con el objeto de instaurar una pedagogía del riesgo a partir de la identificación obrera con la imagen especular del cadáver accidentado.[8]
Ahora bien: si mis presunciones son reales, este acto de alienación tendrá que lidiar con la soportabilidad del esfuerzo obrero que subyace al accidente fatal. Es decir: el problema de la “fatiga” y del “agotamiento [de] la repetición” que ya referí, en el que la fuerza de trabajo participa legal y consentidamente, e incluso incurre -de manera masiva- en horas extra, en dobles turnos y en el trabajo a destajo, generalmente prescindiendo, en este caso, de los implementos de seguridad para un mayor rendimiento.
El asunto, por tanto, es cómo confeccionar este imaginario del accidente fatal en estas circunstancias; ¿ateniéndose a qué consideraciones? ¿a partir de qué referencias? ¿tomando en cuenta cuáles problemas y enfocándolos de qué modo?
Llegado este punto voy a sugerir dos libros, remitiéndome a una cita en cada caso, por razones de espacio. Si bien pueden ser textos poco convencionales para la formación doctrinaria de la DT, tienen la gracia de remitir a otra serie de escritores para quienes el trabajo, el cuerpo y la ley son problemas centrales, desde Marx a Foucault, pasando por Bataille y Kafka, por aludir a los más connotados.[9]
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Mi primera sugerencia es el libro Corpus (2000), del filósofo Jean-Luc Nancy (1940-2021). En uno de los pasajes de esta obra -una indagación abismante y reveladora sobre el asunto de los cuerpos-, Nancy plantea que estos “están primeramente en el esfuerzo del trabajo”[10]. Y agrega:
Capital quiere decir: cuerpo traficado, transportado, desplazado, recolocado, reemplazado, en posta y en postura, hasta la usura, hasta el paro, hasta el hambre (…) De esta manera, capital quiere también decir: sistema de sobre-significación de los cuerpos. Nada es más significante/significado que la clase y el esfuerzo, y la lucha de clases. Nada escapa menos a la semiología que los esfuerzos padecidos por las fuerzas, la torsión de los músculos, de los huesos, de los nervios. Mirad las manos, los callos, la mugre, mirad los pulmones, las columnas vertebrales. Cuerpo asalariado sucio, suciedad y salario como un anillo enroscado de significación. Todo lo demás es literatura.[11]
Mi segunda sugerencia es el “libro diabólico” de Jean-Francois Lyotard (1924-1998): Economía libidinal (1974). En uno de los párrafos más polémicos de este texto agresivo y desconcertante, este filósofo, sociólogo y teórico literario propone lo siguiente sobre la formación de la clase obrera inglesa en el siglo XIX:
Los desocupados [se hicieron obreros porque] han gozado –agárrense fuerte y escúpanme encima– el agotamiento histérico, masoquista y no sé qué más, de aguantar en las minas, en las fundiciones, en los talleres, en el infierno, han gozado en y de la loca destrucción de su cuerpo orgánico, que les era ciertamente impuesta, han gozado de que se les impusiera (…), han gozado del nuevo anonimato monstruoso de los suburbios y de las cantinas […][12]
Al soportar este “goce de la repetición de lo mismo en el trabajo”, continúa Lyotard, (“el mismo gesto, las mismas idas y venidas en el taller”, “las mismas partes del cuerpo utilizadas, con exclusión total de las otras”), los obreros transformaron “[el cuerpo] que se consideraba humano” en función de los “ritmos y posturas” exigidas por el capital.[13]
La idea me parece fascinante en tanto liga el problema del goce masoquista con el trabajo, el agotamiento y la muerte. Y para las implicancias que todo aquello tiene sobre los esfuerzos del cuerpo, en distintos modos y de manera radical, está la obra de Nancy; especialmente en lo relativo a la sobre-significación.
Este tipo de textos, insisto, pueden ampliar la literatura ergonómica tradicional que constituye el basamento doctrinario de la DT y su Política Nacional Inspectiva, aunque sea como bibliografía complementaria. Ya que su principal contribución es ofrecer una perspectiva que habilite la reposición de la primacía del desgaste de los cuerpos en el trabajo, entendida como el origen de la ideación, la práctica y la ética fiscalizadora. Lo contrario es seguir contando cadáveres por el “goce de [soportar]”.
Notas
[1] Dirección del Trabajo, Centenario Dirección del Trabajo de Chile, 1924-2024. Trayectoria, perspectivas y desafíos, Santiago: Dirección del Trabajo, 2024. El libro puede consultarse en: https://www.dt.gob.cl/portal/1629/w3-article-126717.html
[2] Jean-Luc Nancy, Corpus, Madrid, Arena Libros, 2016 [2000], p. 78.
[3] Jean-François Lyotard, Economía libidinal, México, FCE, 1990 [1974], p. 127.
[4] Superintendencia de Seguridad Social, Informe anual de Seguridad y Salud en el Trabajo 2023, publicada en abril de 2024.
[5] Ver la nota al pie número 5.
[6] “A Description of the Paris Morgue”, The Harvard Crimson, 25 de febrero de 1888. La nota se puede consultar en: https://www.thecrimson.com/article/1885/2/25/a-description-of-the-paris-morgue/ Sobre el contexto y el aumento de las muertes por “explosiones de máquinas, accidentes de trenes y asfixias por humo de carbón”, ver: Amelia Soth, “The Paris Morgue Provided Ghoulish Entertainment”, JSTOR Daily, 10 de septiembre de 2020.
[7] Charles Sanders Peirce, La ciencia de la semiótica, Buenos Aires: Nueva Visión, 1986, p. 228.
[8] Los formatos de esta representación no son objeto de esta columna y corresponden, más bien, a las y los trabajadores de la imagen. Pero debo reconocer que, al margen de la folletería típica, me cautiva la idea de una obra de arte (con la imagen especular del cadáver accidentado) en el contrato de trabajo. Al respecto: Didier Anzieu, El cuerpo de la obra. Ensayos psicoanalíticos sobre el trabajo creador, México: Siglo XXI editores 1993 [1981]; especialmente la conclusión sobre la obra de Jorge Luis Borges, al final de la p. 351. Sobre la referencia teórica del párrafo, ver: Jaques Lacan, Seminario 9: La identificación (versión crítica), 1961-1962, sin más datos editoriales.
[9] No sugeriré trabajos historiográficos. Sin embargo, a quien le interese la misma relación, con especial énfasis en el cuerpo, debe considerar como referencias obligatorias los tres tomos de la Historia del cuerpo, coordinados por Alain Corbin, Georges Vigarello y Jean-Jacques Courtine (Madrid: Taurus 2005-2006) y la “Historia del cuerpo revisada” de Roy Porter, en Peter Burke (ed.), Formas de hacer Historia, Madrid: Alianza, segunda edición, 271-299.
[10] Jean-Luc Nancy, op. cit.
[11] Jean-Luc Nancy, op. cit., 77-78. La edición más recomendable de Corpus -cabe precisar- es la tercera, “corregida y aumentada”, porque trae los 58 indicios sobre el cuerpo; un texto, que, por lo breve e imprescindible, puede considerarse la mejor entrada al autor y a la temática.
[12] Lyotard, op. cit., p. 127.
[13] Ibídem (también me he apoyado en Jean-François Lyotard, Duchamp’s Trans/formers, sin más datos editoriales, pp. 14-19). Un libro que trata el mismo asunto, de manera menos estrambótica, es Trabajo y sufrimiento (1998), del psicoanalista y psiquiatra Christophe Dejours (1949-). Su principal preocupación es comprender por qué, en los regímenes liberales, las y los trabajadores consienten una relación productiva que les implica un creciente sufrimiento -colectivo e individual-, cuyos efectos psíquicos son devastadores. Basado en la clínica, el texto propone que “[este] sufrimiento crece porque quienes trabajan van perdiendo progresivamente la esperanza de que las condiciones puedan mejorar”; “un problema -dice el autor- enteramente político”. Dejours tiene una serie de textos que bien podrían ser del interés del lector/a, el más relevante de los cuales -en mi opinión-, es Trabajo y suicidio, coescrito con Florence Bégue (Madrid: Modus Laborandi, 2009).
Camilo Santibáñez R.
Historiador y docente del Departamento de Historia de la Universidad de Santiago de Chile.