Luego de 4 años de revuelta, pandemia, un sinnúmero de campañas, elecciones y plebiscitos, convenciones y consejos constitucionales, la multiplicación del padrón electoral y el agotamiento institucional, las debilidades estructurales del modelo chileno no fueron resueltas y se mantienen, aunque sea de manera disimulada.
por Comité Editorial ROSA
Imagen / Editorial 18.
El alivio de toda la militancia que se identifica con la izquierda –ya sea en el ámbito social o en el partidario– al finalizar este último hito electoral no puede ocultar los enormes vacíos estratégicos y políticos que lastran nuestro proyecto desde hace varios años, quizás desde los momentos inmediatamente previos a la revuelta, cuando nuestros partidos enredaban sus reflexiones estratégicas con las urgencias emanadas del calendario electoral. En ese sentido, pareciera que, a pesar del paso de un año, el diagnóstico que propusimos en un editorial que titulamos “¿Cómo llegamos a esto?” se mantiene más o menos sin cambios: más allá de los esfuerzos del gobierno y de sus partidos, hemos seguido dejando de lado “lo que se había hecho antes y había funcionado, es decir, levantar una política que fuese expresión de las luchas sociales y los anhelos de las masas populares del país”. No hemos dejado de estar subordinados a una visión de la política como administración neutral del aparato estatal e intimidados por la derecha, desconfiados de la lucha social y el conflicto, la única palanca que nos había resultado exitosa. Por lo mismo, ante esta nueva oportunidad, obtenida más por la inercia y hasta la suerte que por nuestra agudeza política, llega el momento de comenzar de nuevo.
I
El plebiscito del domingo 17 de diciembre y la derrota de la propuesta constitucional elaborada por la derecha representa el cierre de un ciclo político, uno en el que ya habíamos sido derrotados en el 4S de 2022 luego del incuestionable triunfo del Rechazo. Más allá de las lecturas que se puedan realizar del resultado mismo, este no es un cierre menor, ya que representa el fin de una estrategia o al menos de una parte fundamental de la estrategia desplegada por la izquierda desde por lo menos 2014 con el paso al parlamento de los líderes del movimiento estudiantil. Se trata del esfuerzo político y social por cambiar la Constitución, la principal herencia de la Dictadura y la columna vertebral del orden neoliberal. Ese objetivo no se alcanzó y los medios para conquistarlo, ya sea un acuerdo político parlamentario o una Asamblea Constituyente, se encuentran hoy deslegitimados al menos en el corto plazo debido al hastío de la ciudadanía con una discusión que, a pesar del entusiasmo inicial visto en el primer plebiscito de entrada, se encapsuló rápidamente en instancias sentidas como “ajenas” y propias de la política tradicional. Pendiente queda una reflexión más profunda sobre un problema preocupante: la falla de la democracia como mecanismo de resolución de las crisis que enfrenta la sociedad. Luego de 4 años de revuelta, pandemia, un sinnúmero de campañas, elecciones y plebiscitos, convenciones y consejos constitucionales, la multiplicación del padrón electoral y el agotamiento institucional, las debilidades estructurales del modelo chileno no fueron resueltas y se mantienen, aunque sea de manera disimulada.
II
A pesar de esa derrota estratégica, el resultado electoral del 17 de diciembre tiene un valor propio: es una derrota especialmente fuerte para la derecha. Si en septiembre de 2022 todas las distintas izquierdas debieron asumir la derrota casi total, en este diciembre le tocó a todo el arco de la derecha, incluyendo a los más blandos y advenedizos. Aunque la última caída es más estrepitosa y se sufre peor. En esta derrota, las derechas perdieron todo, incluso más de lo que acumularon desde el 4 de septiembre de 2022, pues, al ver negado en las urnas el programa propuesto por José Antonio Kast y el Partido Republicano, que en los hechos es la imagen de país más honesta que alguna vez han presentado a evaluación popular, el argumento del “Chile conservador” se desplomó. En el camino dejaron fuertemente dañadas, además de sus ideas, a sus candidaturas presidenciales y sus relaciones políticas. Perdieron también la iniciativa para poner límites en temas que la derecha considera centrales, retrocediendo en los frentes del aborto, de las ISAPRES, de los impuestos. Su caída fue atronadora: teniendo todos los medios de comunicación a su favor, han puesto una y otra vez al gobierno contra las cuerdas, abusando de los temas de seguridad, migración y tradicionalismo. Y, aun así, perdieron. Sus “nuevas” estrategias trumpistas, su manipulación de la rebeldía –”que se vayan al carajo”, decían, emulando a Milei– se les fue por el desagüe y, aunque al día posterior aparentan tranquilidad, están desconcertados, reniegan de sus posiciones y se suman a su fiereza en contra de un gobierno débil pero todavía en pie. No tuvieron apoyo popular en el testeo de su programa al estilo de la motosierra y perdieron solos con todo a su favor.
III
También, y es probablemente lo que más le cuesta asumir a los analistas del mainstream político preocupados siempre de no provocar pánico, la desigualdad social todavía es la experiencia definitiva. Aunque intelectuales y agitadores de la plaza por fin descubrieron que la mayoría del país tiene una actitud destituyente hace por lo menos un quinquenio, y ese es su principal afecto electoral, no se atreven a ir más allá. Lejos, en terrenos que los intimidan, queda el hecho maldito: las elecciones dibujan para quien está dispuesto a mirar, un escenario definido de lucha de clases. El sesgo primario pero clasista en el voto de millones de personas queda nuevamente demostrado. La opción En Contra triunfa con un arrollador apoyo en las comunas populares urbanas y cuestiona a numerosos alcaldes de derecha que salieron a hacer campaña por la propuesta extremista, mientras los baluartes del A Favor se redujeron a las comunas más privilegiadas del país y a bolsones específicos de la ruralidad más precarizada de regiones del centro sur. La opción En Contra saca sus mejores resultados allí donde hace poco más de un año el derrotado Apruebo también se mostró fuerte a pesar de su derrota.
No es un rechazo a todo lo que sea política; esa es la respuesta fácil, la mentada desafección de la política que acusan los liberales diciendo que donde pierden ellos, también pierde Chile. Sin embargo, no se trata solo de las comunas más ricas del país votando lo obvio, porque el respaldo de masas a las alternativas progresistas y de izquierda es evidente y estable cuando se observa el desempeño electoral en las periferias urbanas donde se acumulan trabajadores pobres, personas precarias de todo tipo, jóvenes estudiantes, mujeres jóvenes precarizadas. Si sectores en la izquierda dudaban del peso de la estructura de clase en las definiciones políticas, tal vez deberían volver a mirar los números electorales y comparar las diferencias socioespaciales. Sobre todo, deberían confiar en la inteligencia de las personas que habitan las clases populares y que, a pesar de los errores, retrocesos y traiciones de las izquierdas, en su inmensa mayoría han sido leales a una idea, a un proyecto o, por lo menos, a la consciencia plena de que basta saber a quién apoyan los más ricos, para apoyar la alternativa que se le opone. Cabe nuevamente preguntarse, a reglón seguido, qué fue entonces lo que pasó en ese primer proceso que la propuesta constitucional propuesta por la Convención fue rechazada también. ¿En qué falló la izquierda? ¿Cómo se alejó tanto del sentir popular que no fue capaz de atraer más que a una fracción mínima del nuevo electorado que se incorporó al proceso político con el voto obligatorio y que se decantó por el Rechazo en septiembre de 2022, pero que poco más de un año después votó contra la propuesta extremista de los Republicanos?
IV
Por esto es que podemos saber también que nadie ganó en este plebiscito: el resultado no representa un triunfo o un avance de las posiciones de la izquierda ni tampoco del Gobierno. Esta derrota de la derecha no viene a resolver la crisis política de la izquierda y el progresismo. Aún se mantiene la desorientación y la carencia de estrategia que han lastrado a nuestro sector desde la derrota electoral de la primera vuelta presidencial, y, en realidad, desde que no pudimos entregar una orientación política práctica a la explosión producida en la revuelta de 2019.
En el mejor de los casos, es sólo la negación de las posiciones más obtusamente ideológicas planteadas por la derecha, por lo que sería solo una victoria en potencia. Convertir la derrota conservadora en una oportunidad de avance dependerá de si el gobierno y la izquierda están dispuestos o no a una arremetida populista, a transformar esa potencia en una nueva realidad que sea capaz de alterar la actual correlación de fuerzas sociales hablando desde los problemas más acuciantes y sentidos por esos sectores sociales populares y urbanos que le dieron el triunfo al En Contra. Si se considera las dificultades, estas son las mismas: vienen dos años electorales y el Congreso es dominado por partidos reaccionarios –Republicanos, ChileVamos, PDG, Demócratas– y el “centro”, la alicaída DC, continúa en una situación ambigua. Sólo desde fuera se puede alterar ese equilibrio. Este plebiscito ayuda, pero se necesita sobre todo política de masas, organizaciones de masas, y estas no cuentan por el momento con un programa ni un liderazgo capaz de reunirlas y movilizarlas. La situación se mantiene terrible. Pero, por lo menos, ya no es agónica.
V
Y es que, aunque el fin de un año que nos deja cansadísimos nunca es la mejor época, en un análisis de largo plazo hay que asumir cosas terribles: la estrategia de traducir en el abstracto constituyente lo que era la fuerza de la protesta social material –diluyendo el programa reivindicativo construido durante más de 15 años de lucha social– fue un craso error que ha develado problemas profundos. Primero, la inmensa lealtad de la izquierda a las instituciones, antes que a espacios que reunieran y proyectaran la fuerza social movilizada en fuerza política con una dirección centralizada. Y, segundo, expone una especial lealtad de los partidos a los pactos de clase del Estado pinochetista. En sus paredes imaginarias, la izquierda parece encerrada y sin creatividad. La izquierda juvenil se develó tempranamente envejecida.
La izquierda pudo y todavía puede optar por atacar esos pactos de clase para superarlos y poder producir reformas profundas. Pero realizar ello requiere un cambio importante en su práctica y en sus apuestas durante lo que queda de gobierno: revitalizar la movilización social para reimpulsar los proyectos clave del gobierno –las reformas previsional y tributaria– y preparar el terreno para generar una mejor correlación de fuerzas en la próxima parlamentaria. La división abierta en la derecha tras su derrota permite aumentar las tensiones entre los adversarios y unificar nuevamente a las fuerzas transformadoras con un horizonte concreto de acción. También, debemos asumir como prioridad la activación de esas masas urbanas y de clases populares que se han demostrado firmes con la izquierda a la hora del voto. Todo ello, en su conjunto, permitirá también demostrar los límites evidentes de la Constitución de 1980 y la necesidad de realizar cambios en su texto en el futuro. Nuevamente, como afirmamos en nuestro editorial del 15 de mayo de este año, no hay más camino que el conflicto. De no emprender este difícil camino, la izquierda deberá asumir que los mencionados pactos son su límite: la barrera que impide realizar nuestro programa transformador.
VI
Algo debe quedar más allá del vacío estratégico de la derrota constituyente. Debemos resistir esa enfermedad neoliberal de los tiempos que corren: el presentismo. La historia del último quinquenio, así como de la décadas de lucha precedentes, no pasa en vano. Probablemente cunda la sensación de que estamos donde mismo, pero eso es imposible y la pesada experiencia está ahí. Somos parte de un mundo que se transformó en todos sus rincones: guerras y pandemias, luchas derrotadas y otras exitosas. En Chile vivimos uno de los procesos más radicales que se han visto en décadas. Las conclusiones que se elaboren de toda esta historia son el capital más importante para la construcción de una izquierda, ahora sí, para cambiar el siglo XXI.
No estamos donde mismo. Del 2019 al 2024 aprendimos y descubrimos muchas verdades y razones. Que las masas aprendieron de la política, y en buena parte han decidido tomar bando, aunque sin avisar ni pedirle permiso a los partidos políticos. Que hay agentes del conservadurismo, e incluso otros que se denominan como “de centro” o “progresistas”, que están muy preocupados de producir una narrativa derrotista de la revuelta de 2019 como un error, lo que la enajena como experiencia de las clases populares, demoniza o ridiculiza los conocimientos y aprendizajes de las luchas sociales. Esta perspectiva sólo demuestra el pánico que sintieron ellos en esas jornadas de intensa lucha social, y el profundo ánimo de venganza que tienen ahora. Una narrativa así solo demuestra por contraste el valor de esa historia, el inmenso capital de la experiencia de luchas.
A ese proceso de enajenación del capital histórico de los aprendizajes populares hay que oponer una recuperación orgullosa y política de las experiencias de los últimos 4 años: una historia de la lucha popular que le asigne un lugar y una proyección, que la explique como un episodio de luchas en una batalla larga que empezó hace mucho y que seguimos dando. Una historia así es un acervo de las luchas sociales actuales y de las que vendrán. No obstante, esta historia no se puede contar sobre el vacío, sin sujetos que le den uso político. Una de las grandes preguntas que nos quedan cómo izquierda es dónde y cómo capitalizar estos aprendizajes. Dilucidar aquello es una tarea urgente, especialmente si consideramos el agotamiento de los sujetos y referentes del ciclo que se va cerrando.