Stasis peruana

Es útil distinguir las variantes económicas y políticas del antifujimorismo. Los antifujimoristas económicos ven el modelo neoliberal de Perú, y la constitución de 1993 que lo engendró, como el principal problema que enfrenta el país. Su objetivo es cambiar la constitución para que Perú pueda desarrollar formas de crecimiento más equitativas y sostenibles, aflojando a la vez el cepo del mercado. Los antifujimoristas políticos están menos preocupados por el modelo económico-constitucional del país que por sus estructuras institucionales, arruinadas por la prevalencia de la corrupción. A grandes rasgos, los actuales grupos de centroizquierda e izquierda (Frente Amplio, Juntos por el Perú, Perú Libre) son antifujimoristas económicos, mientras que los de centroderecha (Partido Morado, sectores de Acción Popular) son antifujimoristas políticos.

por Paulo Drinot

Traducción de Luis Thielemann H. / Texto original publicado Sidecar (New Left Review), 17 de marzo de 2022.

Imagen / Reunión entre Pedro Castillo y Jair Bolsonaro, 3 de febrero 2022, Brasilia, Brasil. Fuente.


A comienzos de febrero de 2022, el presidente peruano Pedro Castillo se reunió con Jair Bolsonaro en el estado brasileño de Acre. Una oportunidad fotográfica para ambos, la reunión tenía como propósito avanzar en las conversaciones sobre una carretera transfronteriza que una ambos países. Las imágenes del encuentro fueron compartidas ampliamente en redes sociales. Los líderes, sin mascarillas sanitarias, se abrazaron y bromearon entre ellos. Bolsonaro tomó el distintivo sombrero de ala ancha de Castillo y lo colocó en su cabeza. Aquel acto pareció marcar un punto de inflexión. Desde su campaña electoral de 2021, Castillo, un antiguo profesor rural de una empobrecida parte de Perú que alcanzó relevancia durante una huelga en 2017, siempre apareció en público usando ese sombrero. Motivo de burla para sus oponentes, ese objeto, típico del campesinado del departamento de Cajamarca, representa los orígenes humildes del presidente. Junto a su característico lápiz, símbolo de su trayectoria como maestro, ese sombrero ha probado ser una imagen potente. Al igual que el lema electoral de Castillo, “no más pobres en un país rico”, el sombrero señalaba un proyecto transformador que levantaría a los pobres y excluidos. Cuando Bolsonaro se lo puso en la cabeza, ese proyecto parecía haber sido tirado por la borda.

Luego de reunirse con Bolsonaro, Castillo abandonó el sombrero como señal de un nuevo rumbo en su presidencia. Un nuevo ajuste ministerial –el cuarto desde que asumió el mando– pareció confirmar este giro a la derecha. La primera reorganización del gobierno tuvo lugar en octubre de 2021, cuando reemplazó a un gabinete encabezado por Guido Bellido de Perú Libre, el partido marxista-leninista y mariateguista que apoyó la candidatura presidencial de Castillo. Ministros controvertidos como Iber Maraví, que se creía tenía vínculos con Sendero Luminoso, fueron reemplazados por figuras “moderadas”, asociadas con la centro-izquierda y vinculadas a partidos como Frente Amplio y Juntos por el Perú, en un intento de calmar los mercados y apaciguar a un congreso hostil. El más reciente remezón en los equipos de Castillo partió con la destitución de los ministros de centroizquierda y desembocó en el nombramiento de Héctor Valer, un católico conservador, como primer ministro, y Óscar Graham, un tecnócrata, como ministro de Finanzas. Valer se vio obligado a renunciar unos días después en medio de denuncias de violencia doméstica y fue reemplazado por Aníbal Torres, un jurista que anteriormente había apoyado la candidatura de Yohny Lescano del partido de centro derecha Acción Popular, antes de ocupar el cargo de ministro de Justicia.

Si bien Castillo realizó una campaña electoral efectiva, su victoria se debió más al rechazo que concitaba su contrincante en segunda vuelta, Keiko Fujimori. Hija del expresidente Alberto Fujimori (1990-2000), quien fue encarcelado por corrupción y violaciones a los Derechos Humanos, Keiko Fujimori había postulado sin éxito para el cargo en tres oportunidades: 2011, 2016 y 2021. A lo largo de los años y sin darse cuenta, Keiko ha ayudado a construir el movimiento electoral más fuerte del Perú: el antifujimorismo. Este movimiento está sostenido por la memoria del régimen autoritario de su padre y alimentado por el papel disruptivo de la facción fujimorista en el Congreso. Sus adherentes, aunque política y geográficamente diversos, están unidos por su renuencia a regresar a los años de Fujimori. Sin embargo, el antifujimorismo presenta beneficios y peligros para los candidatos presidenciales. Por un lado, cuenta con el apoyo suficiente para poner a uno de sus candidatos en el cargo, como lo demostró el estrecho margen de 45.000 votos en el triunfo de Castillo. Por otro lado, los votantes antifujimoristas tienden a proyectar convicciones distintas e incompatibles sobre sus liderazgos, convicciones que él o la ungida no siempre podrá reconciliar. En este sentido, si bien el antifujimorismo constituye un poderoso bloque electoral, no constituye un proyecto político ni un programa de gobierno. Tampoco ha sido nunca una fuerza activa fuera de los ciclos electorales.

Es útil distinguir las variantes económicas y políticas del antifujimorismo. Los antifujimoristas económicos ven el modelo neoliberal de Perú, y la constitución de 1993 que lo engendró, como el principal problema que enfrenta el país. Su objetivo es cambiar la constitución para que Perú pueda desarrollar formas de crecimiento más equitativas y sostenibles, aflojando a la vez el cepo del mercado. Los antifujimoristas políticos están menos preocupados por el modelo económico-constitucional del país que por sus estructuras institucionales, arruinadas por la prevalencia de la corrupción. A grandes rasgos, los actuales grupos de centroizquierda e izquierda (Frente Amplio, Juntos por el Perú, Perú Libre) son antifujimoristas económicos, mientras que los de centroderecha (Partido Morado, sectores de Acción Popular) son antifujimoristas políticos. Entre la población, el altiplano y el sur tienden a caer en el primer campo, mientras que partes de Lima y la costa se alinean con el segundo. Sin embargo, estas regiones urbanas han estado usualmente dominadas por fujimoristas, lo que significa que en el país como un todo, el antifujimorismo económico es la fuerza dominante.

El presidente Ollanta Humala ganó las elecciones de 2011 con una plataforma económica antifujimorista, lo que incitó temores de que gobernaría como un Chávez peruano. Sin embargo, cuando fue elegido, viró hacia un estrecho programa político antifujimorista que finalmente fracasó en fortalecer las instituciones democráticas de Perú. Su sucesor, Pedro Pablo Kuczynski, uno de los arquitectos del modelo neoliberal del país, ganó en 2016 haciéndose pasar por un antifujimorista político, ganando los votos tácticos de los antifujimoristas económicos del sur. Pero mientras Kuczynski estuvo en el cargo, también mostró un compromiso mínimo para fortalecer la institucionalidad. Castillo, por supuesto, prometió una nueva constitución, justicia económica y reforma agraria, todo combinado con conservadurismo social y la promesa de derogar la supervisión regulatoria del transporte y la educación (en un intento por ganar votos de los afectados por tales medidas, incluidos los trabajadores informales del transporte). Esto le sirvió bien en la primera ronda, cuando arrasó con el voto sureño, superando a Verónika Mendoza de Juntos por el Perú (cuyo discurso progresista sobre temas como la protección ambiental y los derechos LGBT encontró un débil eco), y también a Yohny Lescano (quien se postuló como el líder de Acción Popular, pero instrumentalizó reivindicaciones económicas en su campaña).

El discurso inaugural de la presidencia de Castillo, probablemente escrito por su primer ministro de Relaciones Exteriores, Héctor Béjar, expuso una visión convincente de la historia peruana. El colonialismo había creado un país dividido y desigual, dijo. Esta división persistió a pesar del nacimiento de la República, hace exactamente 200 años, la que había oprimido y excluido al campesinado indígena. Su presidencia traería cambios en la forma de una nueva constitución. “Esta vez un gobierno del pueblo ha llegado para gobernar con el pueblo y para el pueblo, para construir de abajo hacia arriba. Es la primera vez que nuestro país será gobernado por un campesino, una persona que pertenece como muchos de los peruanos a los sectores oprimidos por tantos siglos”. Si bien el discurso contenía algunas propuestas sorprendentes –como un nuevo servicio militar y la expansión de las rondas campesinas como una fuerza de seguridad paralela– las reformas que presentó no fueron polémicas para gran parte del espectro político.

Sin embargo, desde entonces se ha avanzado poco. La presidencia de Castillo es all hat and no cattle, como dicen en Texas [mucho ruido y pocas nueces]. Esto se debe en parte a la pandemia, que afectó particularmente a Perú debido a la incapacidad de los sucesivos gobiernos para formular una adecuada estrategia de salud pública. En sus primeros meses en el cargo, Castillo congeló sus reformas legislativas y continuó implementando el programa de vacunación desarrollado por la administración anterior (que ahora parece estar en peligro tras el nombramiento del nuevo ministro de Salud, Hernán Condori, un hombre que parece creer en “curas alternativas” para el COVID-19). Recientemente, la economía ha comenzado a recuperarse, impulsada por los fuertes precios de las materias primas, y la moneda peruana ha incrementado su valor en relación con el dólar, lo que puede dar a Castillo algo de espacio para continuar con su agenda. Pero que la recuperación pueda sostenerse depende de varios factores, incluida la resolución de conflictos sociales vinculados a las concesiones mineras –utilizadas por gobiernos anteriores para estimular el importante sector minero exportador de Perú. Las comunidades rurales afectadas por estas concesiones han adoptado tácticas de acción directa contra las empresas del rubro, como el bloqueo de carreteras, en un intento por obtener compensaciones.

La stasis de Castillo se debe en parte a la fuerza de la oposición de derecha, que en 2021 llevó a cabo una de las campañas más sucias que se recuerden, combinando tácticas de abierto racismo y anticomunismo en un intento por deslegitimar el proceso electoral. Desde que Castillo asumió el cargo, sus rivales en el Congreso –particularmente su presidenta Maricarmen Alva– han impulsado en varias ocasiones iniciativas de “vacancia” o destitución en su contra. Sus tácticas obstruccionistas ya han obligado a la renuncia y censura de varios ministros, comenzando por Héctor Béjar. El Congreso votará sobre el último intento de destitución a Castillo el 28 de marzo. Mientras tanto, grupos neofascistas como La Resistencia, con estrechos vínculos con el movimiento fujimorista, han buscado intimidar a ministros de gobierno, periodistas independientes y activistas feministas. Sus esfuerzos han sido en parte contraproducentes, dando al gobierno de Castillo un salvavidas al desacreditar aún más a la derecha. Sin embargo, también han demostrado que la administración es demasiado débil para impulsar reformas sustantivas. El sombrero y el lápiz de Castillo podrán haber sido suficiente para darle una victoria el año pasado, pero son de poca utilidad ahora que debe lidiar con un Congreso en el que su partido, siendo el bloque más grande, sigue siendo una minoría.

Castillo estaría mejor posicionado para combatir esta embestida reaccionaria si no fuera por problemas dentro del gobierno. Una serie de nombramientos ministeriales aparentemente poco idóneos –resultado tanto de la presión de Perú Libre como del mal juicio del presidente– han socavado la confianza y han proporcionado a la oposición blancos fáciles. Esta tendencia se ha visto agravada recientemente por acusaciones de corrupción contra el propio Castillo, que, aunque no probadas, han dañado la imagen del maestro de escuela rural supuestamente apartado de la venal clase política. Castillo, quien admitió en una entrevista que no estaba preparado para convertirse en presidente, claramente carece de la competencia y la destreza necesarias para capear las tormentas políticas que se avecinan. Las propuestas legislativas para abordar las deficiencias en educación, salud pública, infraestructura y seguridad han sido relegadas a un segundo plano, junto con el paquete prometido de reformas constitucionales. En cambio, el conservadurismo social del gobierno ha pasado a primer plano, con medidas dirigidas contra los trabajadores sexuales trans y migrantes venezolanos. Es poco probable que la próxima votación de destitución tenga éxito. La derecha actualmente no tiene suficiente apoyo en el Congreso y Castillo puede mantenerse a flote por un tiempo todavía. Pero sin un realineamiento político dramático, ni sus reformas económicas y constitucionales, ni la impostergable lucha contra la corrupción avanzarán mucho en Perú.

Paulo Drinot

Historiador especialista en la historia de Perú. Trabaja en University College, London.

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Historiador, académico y parte del Comité Editor de revista ROSA.