La suerte de Benedict Anderson. Reseña a “Una vida más allá de las fronteras”, de Benedict Anderson

La idea de suerte o buena fortuna es también la forma en que Anderson busca atenuar el golpe que su propia biografía puede asestar a las futuras generaciones de académicos esperanzados. Porque todo en su relato tiene la sombra de una lápida insoportable según la cual el mundo que lo educó y el sistema universitario que posibilitó su carrera dejaron ya de existir. Tampoco se trata de inventarnos que el de Anderson era el estándar de vida intelectual corriente de cualquier investigador de la segunda mitad del siglo XX, pero si hay algo de utilidad en las escenas académicas de esta memoria, es mostrar el daño que las formas neoliberales de administración han hecho en las instituciones educativas. Tal como el autor desliza hacia el final, aquello solo ha redundado en lo que hoy nos asfixia: precarización del saber y negación de las posibilidades emancipatorias del conocimiento.

por Andrés Estefane

Imagen / Una vida más allá de las fronteras


Comunidades imaginadas, del politólogo irlandés Benedict Anderson (1936-2015), fue para los universitarios de mi generación uno de esos libros casi ineludibles. Quien no se lo topó en el canon disciplinar, debió consumirlo en citas o referencias de terceros. Es que el nacionalismo era uno de los problemas formativos centrales de nuestro tiempo, ese “algo” que a uno lo aproximaba a los grandes debates, el material con que aprendíamos a pensar. También usamos este libro para entrenarnos en la sospecha latinoamericanista frente a todas esas grandes teorías que hablaban del continente con un descuido que por entonces nos parecía insultante. Anderson había propuesto una idea halagadora, el nacionalismo moderno tenía su origen no en Europa, sino entre los “pioneros criollos” de la América española, pero pronto los popes regionales nos advirtieron que la ocurrencia no era más que un entusiasmo mal informado. Leímos esas críticas con placer, de seguro sobredimensionando el talante decolonial del ajuste de cuentas. Todavía recuerdo esos verdaderos lanzallamas que fueron las críticas de historiadores como François-Xavier Guerra y Juan Carlos Chiaramonte, aunque ninguno superó al antropólogo Claudio Lomnitz. Lo del Lomnitz fue simplemente demoledor.

Como es de esperar, ni esas críticas ni esos nombres aparecen en Una vida más allá de las fronteras (2020), las memorias afectivo-intelectuales que Anderson publicó en japonés en 2009, tradujo al inglés poco antes de su muerte y que desde 2020 leemos en español en traducción de Horacio Pons. No aparecen, decía, porque Anderson fue respetuoso de su memoria y confirió a Comunidades imaginadas el lugar concreto que tuvo en su biografía, el de un libro que alguna vez escribió para intervenir en un debate específico, que fue pensado para una audiencia acotada, y que tuvo mucha suerte. Sí, un libro que tuvo mucha suerte. De ahí que las versiones posteriores fueran incapaces de maquillar los visos de euro-centrismo y los errores incrustados en las generalizaciones sobre el resto del mundo. Anderson no lo dice así, pero queda la impresión de que el fenómeno editorial, en definitiva, se fue de las manos. Si uno lo piensa bien, dicha relativización pudo ser incluso un acto de justicia dada la forma en que ese libro y su éxito destinaron a la opacidad al resto de su investigación.

Una vida más allá de las fronteras sigue el guion usual de cualquier memoria, pero con algunos desvíos que imponen un tono amigable a la regularidad de la vida académica. En rigor, solo el primer capítulo es químicamente íntimo, y está dedicado al imaginario de su infancia, la historia de la familia, los años de formación en Cambridge y el arribo a Estados Unidos en 1958. De ahí en adelante los recuerdos de Anderson se mueven en un archipiélago generoso: la historia del sistema universitario estadounidense; la Guerra Fría y su impacto en la producción de conocimiento; la relación con amigos, colegas, mentores y gobiernos; la estrecha determinación que los procesos políticos del Sudeste Asiático ejercieron en sus investigaciones; reflexiones sustantivas sobre el lenguaje, el trabajo interdisciplinario y el método comparativo; y algunas ideas sobre el significado de la jubilación para un académico que no quiere dejar de serlo. Al final comparte preocupaciones generales sobre la globalización desde la perspectiva de alguien que entiende el valor de los contextos nacionales, o que los mira sin esa displicencia tan propia de los intelectuales atrapados en la pose cosmopolita.

Pero volvamos al tema de la suerte. Aunque jamás renuncia al esfuerzo por explicar el peso de los determinantes de contexto y poner cada escena en perspectiva, Anderson reconoce en varias oportunidades haber sido un tipo afortunado o al menos con habilidad para sacar partido de circunstancias favorables. Es una idea que se repite en varios pasajes y que quizás deba entenderse como un atajo cariñoso para no exagerar el propio talento, agradecer la existencia de quienes fueron importantes en su vida y ahorrarse parte de la disertación que implicaría contar en serio cuánto de lo que nos pasa depende de la forma en que el mundo está ordenado.

La idea de suerte o buena fortuna es también la forma en que Anderson busca atenuar el golpe que su propia biografía puede asestar a las futuras generaciones de académicos esperanzados. Porque todo en su relato tiene la sombra de una lápida insoportable según la cual el mundo que lo educó y el sistema universitario que posibilitó su carrera dejaron ya de existir. Hay una frase de plomo que podría leerse como vanidad quintaesenciada, pero que es también una advertencia útil para quienes se inician en la academia y todavía preservan una imagen luminosa de la institución: “creo que fui muy afortunado al haber crecido en una época en que la vieja filosofía, a pesar de ser conservadora y relativamente impráctica, todavía era fuerte. Comunidades imaginadas tenía sus raíces en ella, pero hoy es mucho menos probable que un libro de ese tipo surja en las universidades contemporáneas”. Tampoco se trata de inventarnos que el de Anderson era el estándar de vida intelectual corriente de cualquier investigador de la segunda mitad del siglo XX, pero si hay algo de utilidad en las escenas académicas de esta memoria, es mostrar el daño que las formas neoliberales de administración han hecho en las instituciones educativas. Tal como el autor desliza hacia el final, aquello solo ha redundado en lo que hoy nos asfixia: precarización del saber y negación de las posibilidades emancipatorias del conocimiento.

Esto último, la preocupación genuina por el contexto en que se desenvuelve la propia biografía, es lo que salva a este libro de la fascinación estéril por el genio individual. Uno de los capítulos más ilustrativos y que representa con nitidez esa idea del “mundo que se fue”, es el que describe la emergencia y derivaciones de los “estudios de área”, ese campo insoportablemente gringo, insufriblemente reduccionista, pero que con todo corrió en varios metros las fronteras de lo conocido desafiando las descripciones arbitrarias del mundo que solía producir la burocracia colonial.

A estas alturas debo aclarar que no es exageración mía eso de que en sus memorias Anderson invoque reiteradamente a la suerte como atajo explicativo. Otra de sus fortunas declaradas fue haber sido hermano de Perry, conocido en la familia como Rory, el infatigable y admirado historiador marxista bajo cuya influencia Benedict devino fiel lector de la New Left Review. Menciono esto porque en mi generación teníamos una mala broma para precisar de qué Anderson se hablaba cuando aludíamos a ellos. Podía ser el bueno o el malo. Después de este libro deberíamos hablar del bueno y el suertudo.

 

Esta reseña fue realizada para el portal “Leemos porque sí”, sustentado por el Fondo de Cultura Económica como herramienta de difusión y estímulo a la lectura en Chile. Esta publicación realizada colaborativamente por Revista ROSA y el FCE se puede consultar también en dicho portal.

Andrés Estefane
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Editor de Cuando íbamos a ser libres e integrante del comité editor de ROSA.