En un ensayo escrito poco antes de su muerte, David Graeber señaló que después de la pandemia no podemos permitirnos volver a una realidad donde la forma en que nuestra sociedad ha estado organizada –para servir los caprichos de un pequeño puñado de ricos mientras se degrada y envilece al resto de nosotros– sea vista como sensata o razonable.
por David Graeber
Traducción por Luis Thielemann H. / Texto original publicado en Jacobin Magazine.
Imagen / David Graeber en la ocupación del Maagdenhuis de la Universidad de Ámsterdam, marzo 2015, Ámsterdam, Países Bajos. Fuente: Wikimedia.
En algún punto en los próximos meses, se declarará superada la crisis y tendremos permitido volver a nuestros trabajos “no esenciales”. Para muchos, esto será como despertar de un sueño.
Los medios de prensa y las clases políticas definitivamente nos animarán a pensarlo de esta forma. Esto es lo que pasó después de la crisis financiera de 2008. Hubo un breve pasaje de cuestionamiento. ¿Qué son en realidad “las finanzas”? ¿No son solo las deudas de otras personas? ¿Qué es el dinero? ¿También es simplemente deuda? ¿Qué es deuda? ¿No es solo una promesa? Si el dinero y la deuda son solo una colección de promesas que hacemos a otros, entonces ¿por qué no simplemente hacer otro tipo de promesas? La ventana fue casi instantáneamente cerrada por aquellos que insistieron en que nos calláramos, dejáramos de pensar y volviéramos al trabajo, o al menos empezáramos a buscar uno.
La última vez, la mayoría de nosotros cayó en la trampa. Esta vez, es crucial que no lo hagamos.
Porque, en realidad, la crisis que recién experimentamos fue el despertar de un sueño, una confrontación con la realidad última de la vida humana, que es que somos una colección de seres frágiles cuidando unos de otros, y que aquellos que realizan la mayor parte de ese trabajo de cuidado que nos mantiene con vida, están sobrecargados de impuestos, mal pagados, cotidianamente humillados, y que una proporción muy grande de la población no hace nada salvo fantasear, extraer rentas y generalmente poner trabas y estorbar a quienes fabrican, reparan, mueven y transportan cosas, o atienden las necesidades de otros seres vivos. Es urgente que no volvamos a caer en una realidad en que todo esto adquiere una forma de sentido inexplicable, tal y como en los sueños las cosas sin sentido adquieren uno.
Qué tal esto: ¿por qué no dejamos de hacer como que fuera normal que mientras nuestro trabajo más beneficie a otros, menos nos pagan por él? ¿Por qué no dejamos de insistir en que los mercados financieros son la mejor forma de conducir inversiones de largo plazo, incluso si ellas nos empujan a destruir la mayoría de la vida en la Tierra?
Por qué no recordar, en cambio, una vez que la actual emergencia se declare superada, lo que hemos aprendido en este tiempo: que si “la economía” significa algo, ella es la forma en que nos proveemos mutuamente de aquello que necesitamos para estar vivos (en todos los sentidos del término); que aquello que llamamos “el mercado” no es más que la forma de tabular el agregado de deseos de la personas ricas, que en su mayoría es levemente psicópata, y cuyos integrantes más poderosos ya están completando los diseños de los bunkers a los que planean escapar, si es que continuamos siendo tan tontos como para creer los sermones de sus esbirros, según los cuales todos nosotros, colectivamente, carecíamos del mínimo sentido común para hacer algo respecto a las catástrofes que se avecinan.
¿Podemos esta vez simplemente ignorarlos?
La mayor parte del trabajo que hacemos es “trabajo de ensueño”. Solo existe por su propio beneficio, o para hacer que los ricos se sientan bien con ellos mismos, o para hacer que los pobres se sientan mal con ellos mismos. Y si simplemente nos detuviéramos, sería posible hacernos una serie de promesas mucho más razonables: por ejemplo, crear una “economía” que nos permita realmente cuidar de las personas que cuidan de nosotros.