Cuando las discursividades políticas se sitúan desde el conservadurismo más temeroso, ya sea de izquierda o derecha, se apunta siempre a la categoría biologicista de “adolescencia”. La amenaza de la “inmadurez adolescente”, la irresponsabilidad e irracionalidad contagiosa de una “tiranía adolescente” de la que hablaba cierta psicología norteamericana y que se resumía en el clásico: “hasta dónde vamos a llegar”.
por Víctor Muñoz Tamayo
Imagen / Secundarios en protestas, Concepción, 5 de septiembre, 2013. Fuente: Sin Fronteras
Se le denomina “grooming” a las prácticas orientadas a ganar la confianza de menores de edad con fines de acoso y abuso sexual. Ese término ocupó Pablo Ortuzar en su columna titulada “Grooming político” para referirse a la propuesta del Partido Comunista de bajar la edad de sufragio en el plebiscito de salida de la nueva Constitución.
Para el columnista, eventuales electores menores de 18 años serían adolescentes. Prefiere usar ese término en vez de jóvenes y juventud. La adolescencia, según la columna, sería la edad en torno a los 10 y los 20 años que se caracterizaría por inmadurez, irresponsabilidad, y en el mejor de los casos tránsito de preparación para una vida adulta donde sí se asentaría la más madura y responsable condición humana. Como si fuera poco, le echa la culpa del descontrol de la pandemia a esa gente adolescente propensa a las conductas de riesgo, fundamentando con ello lo que considera sería el grave error de entregarle poder político electoral. De alguna manera, considera que la política nacional requiere atributos diferentes a los de la adolescencia: lejos de los riesgos y asentada en una determinada adultez que sería el punto de llegada del humano inmaduro cuando deja de serlo. El sujeto pleno es el adulto, el otro sólo es sujeto en formación, cúmulo de tensiones psicológicas y biológicas de una edad difícil que la sociedad adulta debe formar y encauzar.
Con un tono dramático y grandilocuente nos dice que bajar la edad del ciudadano electoral significaría borronear las etapas del ciclo vital con sus ritos de paso. Dicha estructura evolutiva, entendida como permanente, esencial, de matriz biológica más que social, se menciona, ni más ni menos, como una de las principales herramientas de la civilización para luchar contra las fuerzas corrosivas del poder político y económico.
Aparece aquí una noción bastante rígida de las edades y las relaciones intergeneracionales. Distante de aquellas sociedades que categorizó Margaret Mead en que los más viejos aprendían de los más jóvenes, pues la citada antropóloga entendía que las edades no eran esencialidad inmutable sino construcción histórica y social. Lejos también de las ideas de Karl Mannheim, para quien la juventud constituía ese momento en torno a los 17 años “a menudo antes, frecuentemente después” en que se “constituirían aquellos estratos de los contenidos de la conciencia y aquellas disposiciones que –debido a la nueva posición histórico social– han pasado a ser problemáticos”. Es decir, la juventud irrumpía cuando aparecía el sujeto crítico que entendía su contemporaneidad desde marcas socio históricas diferentes a las de las generaciones precedentes, disponiéndose a incorporar conscientemente, como primera imagen de mundo, cuestiones que estaban siendo debatidas y puestas en cuestión en un presente que sería cualitativamente diferente al presente que asumían los más viejos (el tiempo interior, incorporado a la conciencia, era diferente entre sujetos de distintas edades, porque la experiencia histórica vivida los diferenciaba). Por lo mismo, consideraba Mannheim, una democracia requería de aprendizaje mutuo entre generaciones y no de sistemas rígidos en que la juventud fuese considerada sólo un sujeto en espera incapaz de intervenir constructivamente en la sociedad.
Quizás el punto central de la columna de Ortuzar es que prefiera hablar de adolescencia y no de juventud para analizar participación en democracia de jóvenes menores de 18. Porque cuando se han ocupado estas categorías en análisis y discursos políticos los contenidos han sido radicalmente opuestos. En general, cuando se tiene como referencia la impronta propositiva y o simbólica de nuevas generaciones para promover cambios, se suele hablar de “juventud”. Eso ha ocurrido con el progresismo, en la izquierda, pero también en la derecha y la extrema derecha. Frei Montalva habló de la transformación de la sociedad de la mano de una patria joven, Allende asoció juventud con revolución, aunque advirtiendo que la revolución la harían los trabajadores y no los estudiantes (aquello de “ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica” del discurso de Guadalajara 1972 pretendía ser un “cable a tierra” a la juventud estudiantil más “voluntarista”) y Pinochet de la mano de Guzmán puso a marchar a cientos con antorchas y cantando “Chile eres tú, Chile es bandera y juventud” mientras le imponía al país un nuevo modelo económico y otra Constitución. Los tres, con sentidos diferentes, estaban impulsando cambios. Los dos primeros, cambios democráticos. El último, un cambio autoritario que echaba mano simbólica a la estética y culto a la juventud de tipo fascista que Vittorio Di Girólamo recomendó para los actos de Chacarillas.
En cambio, cuando las discursividades políticas se sitúan desde el conservadurismo más temeroso, ya sea de izquierda o derecha, se apunta siempre a la categoría biologicista de “adolescencia”. La amenaza de la “inmadurez adolescente”, la irresponsabilidad e irracionalidad contagiosa de una “tiranía adolescente” de la que hablaba cierta psicología norteamericana y que los republicanos de los años 50 y 60 hicieron propia con la misma actitud con que Dean Martin criticó horrorizado las melenas de los Rollings Stone, el clásico: “hasta dónde vamos a llegar”. La columna de Ortuzar expresa cierto temor conservador, destemplado, que llega a la desubicación de asimilar una propuesta de reforma política al delito de acosar a un menor para abusar sexualmente de él. Desde ese temor, bajar la edad para votar no es más que oportunidad para que los adversarios manipulen a los débiles. Porque desde esa perspectiva, los adolescentes sólo debieran recibir formación para incorporarse a una sociedad adulta construida por otros, formación según su capacidad de pago, y siempre, con obediencia. Pero hay un detalle, los que empezaron todo esto saltando los torniquetes fueron justamente los más pequeños, los liceanos y liceanas que no se conforman con la etiqueta adultocentrista de “adolescentes problemáticos”. Quieren ser escuchados, como poder joven, como juventud. Y vaya que ya lo han hecho.
Víctor Muñoz Tamayo
Historiador, académico e investigador de la Universidad Católica Silva Henríquez. Autor de "Historia de la UDI. Generaciones y cultura política" y "Generaciones. Juventud universitaria e izquierdas políticas en Chile y México".