Y es que si bien la consigna principal de la movilización era sectorial -la educación continuó siendo el eje de las manifestaciones y del petitorio- el tema constitucional ya se instalaba en las asambleas y en las organizaciones de masas. Al poco andar los sindicatos aparecieron protagonizando la lucha en contra de las AFP y las pensiones de miseria que entregaban a los/as trabajadores al jubilar, y después la ola feminista impactaría con fuerza a la sociedad, dando cuenta de que el cuestionamiento al orden establecido era imparable, y que nuevamente, el modelo no estaba dispuesto a ceder en los puntos centrales, no a menos que se lo obligara.
por Felipe Ramírez
Imagen / Portugal esquina Alameda, 4 de agosto 2011. Fotografía de Simenon.
Han pasado 10 años desde el 4 de agosto del 2011, y me parece que es una fecha que bien merece que nos detengamos un poco a recordar y a reflexionar en lo que fue, y en lo que significa para los desafíos que estamos enfrentando en la actualidad.
Esa jornada comenzó en un contexto marcado por la creciente represión que el gobierno de Sebastián Piñera estaba ejerciendo en contra de las masivas movilizaciones estudiantiles que desde el mes de abril sometían a una intensa presión a su administración. Las tomas y manifestaciones se sucedían en todo el país, no había ninguna señal de que el desgaste estuviera afectando la determinación de quienes protagonizábamos esas luchas, y el apoyo ciudadano se mantenía firme, incluso con la adhesión activa de organizaciones sindicales específicas como la Unión Portuaria.
La consigna por una educación pública, gratuita y de calidad había logrado instalarse con fuerza haciendo eco del agobio que miles de familias del país sufrían debido al endeudamiento, eslabón clave del modelo económico y social chileno, en un momento en el que la primera generación de universitarios que había estudiado con Crédito con Aval del Estado se preparaba para egresar y comenzar a pagar.
Las protestas habían logrado hasta ese momento combinar de manera virtuosa la fuerza de las masas en marchas multitudinarias, con el despliegue creativo de cientos de iniciativas impulsadas por grupos autoconvocados/as de estudiantes, difundiendo las demandas y concitando el apoyo y la solidaridad de miles de personas. Sin embargo, el eterno debate sobre la violencia se agitaba como telón de fondo por parte de los representantes del Bloque en el Poder y su intelectualidad -políticos, académicos, periodistas, opinólogos- en un intento por restarle legitimidad, un esfuerzo vano hasta ese minuto.
El 4 de agosto vino a condensar de forma brutal las tensiones de la sociedad chilena, entre una generación que pugnaba por cambiar unas reglas del juego que le había hecho sentido a sus padres para cerrar el capítulo de la dictadura, pero que se sentía cada vez más como una camisa de fuerza que le entregaba beneficios a una minoría mientras condenaba al resto a mirar cómo el producto del “desarrollo” no le alcanzaba, o le chorreaba en cantidades mínimas.
Julio había sido un mes cargado de marchas. Al menos dos veces el centro de Santiago había sido invadido por los estudiantes a pesar de la negativa de la Intendencia por autorizar manifestaciones, e incluso Carabineros llegó a dejar avanzar las columnas de manifestantes por la Alameda en un intento por desactivar la posibilidad de disturbios masivos en la zona, contra el discurso desplegado por las autoridades de gobierno.
El nuevo mes había traído un endurecimiento de la actitud de la administración Piñera, que no lograba a pesar de sus intentos, desmovilizar a los universitarios. Al contrario, cada vez más universidades privadas se sumaban, peleando por el derecho a contar con centros de estudiantes y federaciones, e incluso Centros de Formación Técnica e Institutos Profesionales se organizaron, realizaron paros, y salieron a marchar.
Así, esa mañana se inició con un despliegue masivo de personal policial en toda la zona de Plaza Italia, buscando disuadir a cualquiera que quisiera responder a la convocatoria a movilización que se había realizado, en la mañana por parte de los secundarios, y en la tarde por la CONFECH. Las imágenes de adolescentes siendo golpeados –que evocaron aquellos otros golpes que habíamos recibido el 2006 durante el gobierno de Bachelet I- generaron amplia indignación, y un inédito llamado a cacerolazo y movilización realizado en conferencia de prensa por las vocerías de la CONFECH.
La respuesta fue masiva: la rabia desbordó completamente las estimaciones del gobierno y el centro fue copado por horas por una enorme cantidad de personas que no se dirigían a ningún punto en particular, que no se dirigían a ningún escenario, sino que buscaban disputar con la fuerza de sus cuerpos el control de la Alameda a un Estado acostumbrado a imponerse a punta de garrote.
Es posible aventurar que esa noche, más que cualquier otra, marcó el inicio del fin de la lógica transicional. La autodefensa de masas ejercida por miles en ese minuto destruyó la ilusión de que era posible ignorar el carácter de clase del Estado chileno y de su estructura profunda, y llegar a acuerdos generales como los alcanzados por los representantes políticos de la derecha y la Concertación durante la década de los 90. Las tensiones sociales eran demasiado grandes como para que los actores tradicionales pudieran encauzarlos por vías institucionales, y el Estado estaba demostrando en ese minuto que no estaba dispuesto a aceptar transformaciones estructurales, por más que quienes las demandaran demostraran contar con el respaldo de la mayoría del país. A tal punto esto fue una realidad, que la quema esa noche de un local de La Polar en el sector de San Diego, un hecho que en cualquier otro momento habría acaparado portadas y concitado la condena unánime del establishment, apenas tuvo relevancia en las noticias el 5 de agosto.
Las barricadas que poblaron la Alameda, Portugal, Vicuña Mackenna en toda su extensión, e innumerables puntos de la periferia santiaguina y de decenas de ciudades a lo largo y ancho del país dieron cuenta de un desafío más profundo al modelo neoliberal. Durante las semanas siguientes los debates sobre cómo continuar fueron numerosos, y quienes éramos dirigentes estudiantiles en ese momento -yo era presidente del centro de estudiantes de mi facultad- nos encontrábamos en un escenario inédito: teníamos al gobierno contra las cuerdas o al menos eso sentíamos, pero no teníamos las herramientas para derrotarlo.
El 24 y 25 de agosto había convocado un paro de 48 horas en conjunto con al CUT y otras organizaciones de trabajadores, que esa noche se saldó con el asesinato del joven Manuel Gutiérrez en la comuna de Macul. Durante el resto del año las movilizaciones continuaron, lográndose hitos como la enorme concentración en el Parque O’Higgins, pero ninguna otra jornada tuvo el impacto del 4 de agosto; algo había cambiado ese día.
Y es que si bien la consigna principal de la movilización era sectorial -la educación continuó siendo el eje de las manifestaciones y del petitorio- el tema constitucional ya se instalaba en las asambleas y en las organizaciones de masas. Al poco andar los sindicatos aparecieron protagonizando la lucha en contra de las AFP y las pensiones de miseria que entregaban a los/as trabajadores al jubilar, y después la ola feminista impactaría con fuerza a la sociedad, dando cuenta de que el cuestionamiento al orden establecido era imparable, y que nuevamente, el modelo no estaba dispuesto a ceder en los puntos centrales, no a menos que se lo obligara.
Una década ha pasado desde ese día, y un mes se cumple del establecimiento de la Convención Constituyente. Tuvo que haber una revuelta de la magnitud del 18 de octubre para que el sistema político se remeciera al grado de asumir que la sociedad, o al menos una parte amplia de ella, demanda un cambio profundo en la forma como se están haciendo las cosas en el país.
Si bien no podemos aún cantar victoria, porque nada se ha logrado concretamente todavía, podemos estar satisfechos de que los ecos del 4 de agosto del 2011 resuenan no sólo en el proceso constituyente, que con sus altos y bajos, conquistamos en la calle con innumerables sacrificios, sino que también en ese proceso amplio de transformación que ya se inició en el país.
Se requiere mucho trabajo aún: debemos lograr una bancada parlamentaria nutrida que permita cautelar el proceso constitucional, esforzarnos porque el próximo gobierno sea encabezado por las fuerzas transformadoras, pero por sobre todo debemos poner énfasis en que el protagonismo de los cambios resida en la ciudadanía organizada y no organizada, porque si algo nos demuestra la experiencia, es que es ahí, en la movilización y la organización, en donde reside la fuerza de la clase trabajadora y los pueblos oprimidos de Chile, y la posibilidad de que los cambios sean reales, y no sean capturados por los poderosos y privilegiados de siempre.
Activista sindical, militante de Convergencia Social, e integrante del Comité Editorial de Revista ROSA. Periodista especialista en temas internacionales, y miembro del Grupo de Estudio sobre Seguridad, Defensa y RR.II. (GESDRI).