Si bien es importante destacar el clasismo en atribuir esta falencia de la dimensión técnica únicamente a la candidatura de Oliva, lo cierto es que casi todas las candidaturas de izquierda en las diversas elecciones han mostrado soberbia respecto del programa, que apenas esconde su ausencia y lo poco que avanza en el desenvolvimiento de las campañas. El estado del debate en términos de propuestas y diagnósticos sistémicos es paupérrimo, y las formas de la reflexión prefieren el duelo verbal antes que la construcción de ideas. Este es un problema generalizado a casi todas las vocerías de la izquierda. Mientras este sector discute sobre las reglas de la Convención Constituyente y lo asume como centralidad en sus debates -incluso más que la liberación de las y los presos políticos de la revuelta-, no parece tener idea de para qué quiere la mayoría que reclama. Los acuerdos amplios sobre contenidos que la CC debe tener, así como las ideas sobre la sociedad que debe expresar -o sea, el país que se buscará promover- están aún ausentes. Hay un océano de documentos construidos por movimientos sociales y partidos en décadas de lucha en múltiples trincheras, pero no hay un debate que fragüe una síntesis capaz de imponerse en la CC.
por Comité Editorial Revista ROSA
Imagen / Tres notas al cierre de una elección. Imagen editorial.
El infierno de la clase media progresista se llama Santiago
En esta elección, no solo Orrego se ha mostrado sensiblemente extranjero frente a las nuevas franjas de votantes y sus aspiraciones para la Gobernación de Santiago. Es algo más profundo. Las continuas muestras de falta de preparación, así como las críticas a las verdades a medias o imprecisiones de la candidata de izquierda, han producido un profundo malestar en los sectores más proclives a la afirmación meritocrática. Franjas que siguen imaginando que una candidatura digna de representarlos debiese ser no solo la más popular, sino además la más “preparada”, aun cuando no tiene noción precisa de lo que ello significa. Se trata de una situación terriblemente incómoda para buena parte de las clases medias progresistas: no quieren votar por el partido de sus padres y guías de catequesis (la DC), o bien necesitan con urgencia reventar las últimas trincheras falangistas en el Estado, hoy diques de sus ansias de herencia. A pesar de este apremio, no quieren votar por alguien que no esté en el radar de las dos grandes universidades de la capital, o no exhiba credenciales de especialista en alguna materia, expedidas por alguna institución euronorteamericana. En resumidas cuentas, no se entusiasma por una candidatura que domine la hechicería de la política real al mismo nivel que los viejos baluartes, pero que al final del día no les rinda cuentas.
No la conocen, y eso provoca inmediata desconfianza entre quienes habitan los barrios de profesionales de los Distritos 10 y 11. Unos cuantos sectores apenas numerosos, pero que son las bases activas de varios partidos de la izquierda nueva y tradicional. ¿Qué hacer ante ese dilema? Aún no lo saben, pero como una buena corte de un país estamental, se gastan en los salones de las redes sociales discutiendo en la virtualidad qué es peor, si la reacción conservadora o la aventura de seguir vanguardias de relieves toscos y plebeyos. Es un infierno, y la fascistización mesocrática suele nacer en ese tipo de brasas. Al final del día, los privilegios de la mesocracia se derivan de la meritocracia realmente existente. Pueden criticarla, e incluso impulsar reformas estructurales a su funcionamiento. Pero si ven que dicho orden es amenazado por una revuelta popular, no dudarán en apoyar su restauración autoritaria. Quizás a regañadientes, señalando que no es la forma, pero siempre mostrando lo frívolo que es su discurso democrático cuando la democracia popular pone en jaque sus privilegios.
La razón política del voto
En ese sentido, cualquiera que reconozca trinchera entre las clases populares, también -en ese resentimiento, contra la frivolidad altanera de los profesionales de clases medias- debe asumir que se trata de una elección de mayor densidad histórica que una mera gobernación. Es un hecho importante el liquidar a la Democracia Cristiana como vanguardia histórica, desarmarla, y que ello instale un cambio profundo en la correlación de fuerzas en la ciudad más poblada del país y su capital. Es incluso más relevante que si la candidata de la izquierda tuviera que enfrentar a la derecha, y no a la DC encarnada en la piel de un “buen tipo” cristiano que estudió y vive en los mismos barrios mesocráticos, y que comparte parte del pasado mítico reivindicado aún con ahínco por una parte importante de la izquierda. Contra la derecha, los sectores medios se permiten la exageración de cualquier elemento subalterno, incluso aquellos acusados hoy como populistas, y perdonar indulgentemente las falencias o ripios en la trayectoria de la candidata de izquierda a la gobernación. Pero esta es una elección que corta a la mitad el precario consenso de fuerzas contra la derecha, promovido desde el ideal progresista de la “unidad de la oposición”.
El voto de izquierda no debiera, entonces, proyectarse desde “la política”, tampoco desde “el mérito” como medidor de lo bueno y lo malo. Debe situarse necesariamente en el polo popular de la lucha de clases, y desde ahí decidir trazar los aspectos beneficiosos para su avance, que dificulten la reorganización sin contrapesos de las fuerzas neoliberales. Es desde esta perspectiva que votar por Karina Oliva tiene sin duda sentido. La razón política de este voto es justamente liquidar los restos de la ex Concertación, sobre todo de sus amarres neoliberales, haciendo lo más extenso posible su periodo de confusión y desarme.
Desde ahí es necesario comprender, asimismo, que no va a desaparecer la necesidad política de una representación de las clases medias, las cuales buscan “administrar mejor el fundo” desde el desprecio profundo a los patrones, pero también a los peones. Esa clase media profesional, meritocracia orgullosa, todavía necesita un partido y, tarde o temprano, también superará esta crisis: el riesgo de que esta restauración mesocrática se de también al interior de los partidos de izquierda es enorme. Esto se evidencia en la ausencia total de una razón política subalterna en los discursos con que actualmente los pujantes partidos de la izquierda disputan el Estado a los partidos de la transición en decadencia. La lucha de clases sigue siendo, a la vez, el principal dique de contención contra las pretensiones de restaurar la meritocracia por la izquierda y, lamentablemente, la principal ausente en sus elaboraciones estratégicas.
Para una crítica de la brutalización
Con todo, no se debe esconder el hecho de que hay graves problemas de preparación de la candidatura de izquierda a la gobernación metropolitana. La irrelevancia administrativa de la gobernación contribuye a ofuscar, en parte, la falta de un programa sustancial. No obstante, en la medida en que la izquierda avanza en su disputa del Estado, esta banalización de lo técnico muestra una incapacidad izquierdista para discutir y darle agencia justamente a quienes dice representar. Las clases subalternas no son estúpidas: si algo les ha heredado el neoliberalismo es su desconfianza profunda y fundada a las ofertas políticas de mejoras sociales sin la intención o capacidad de ser cumplidas. Una apuesta que busque representar la posición de las y los subalternos en la arena política debe tomarle el peso a lo técnico dentro de la política; sin tornarlo un elemento hegemónico, pero sin dejarlo tampoco de lado, como un problema secundario y posterior al momento electoral.
Si bien es importante destacar el clasismo en atribuir esta falencia de la dimensión técnica únicamente a la candidatura de Oliva, lo cierto es que casi todas las candidaturas de izquierda en las diversas elecciones han mostrado soberbia respecto del programa, que apenas esconde su ausencia y lo poco que avanza en el desenvolvimiento de las campañas. El estado del debate en términos de propuestas y diagnósticos sistémicos es paupérrimo, y las formas de la reflexión prefieren el duelo verbal antes que la construcción de ideas. Este es un problema generalizado a casi todas las vocerías de la izquierda. Mientras este sector discute sobre las reglas de la Convención Constituyente y lo asume como centralidad en sus debates -incluso más que la liberación de las y los presos políticos de la revuelta-, no parece tener idea de para qué quiere la mayoría que reclama. Los acuerdos amplios sobre contenidos que la CC debe tener, así como las ideas sobre la sociedad que debe expresar -o sea, el país que se buscará promover- están aún ausentes. Hay un océano de documentos construidos por movimientos sociales y partidos en décadas de lucha en múltiples trincheras, pero no hay un debate que fragüe una síntesis capaz de imponerse en la CC. Para peor, el debate de contenidos burocráticos no es racional, sino violentísimo. Domina en él la forma cortesana, ofreciendo a actores enmascarados realizadores de piruetas en lugar de contenidos y propuestas.
Así las cosas, nos vamos acomodando en un electoralismo irreflexivo, banal, en el que la disputa del cargo y su proyección social no se cuestionan. Por el contrario, se pasa de una elección en otra buscando tribunas para acumular capital político, pero que sin embargo no hacen más que aumentar la irritación popular con la clase política en su conjunto. El debate estratégico pareciera estar reducido a un selecto grupo de mandarines, y se masifica verticalmente mediante el espectáculo cortesano. La brutalidad del Estado en crisis permea todo, y nadie parece abstraerse del desquicio del debate. La situación es tan frívola como alarmante, y la izquierda responde con el mismo cinismo, con la misma liviandad, adentrándose descuidada en la ciénaga.