Incluso el año 2011, con la multiplicidad de intensas movilizaciones sectoriales, la capacidad del Estado para redirigir la crisis no había sido dañada. Las grietas del modelo no eran suficiente para cuestionar su legitimidad, los aparatos de seguridad contaban con amplio margen de maniobra, y la crisis se expresaba sobre todo en cuanto a representatividad. Todo ello cambió de manera radical hace un año y fracción. En otras palabras: las condiciones objetivas en el país se modificaron.
por Felipe Ramírez
Imagen / Equipamiento de guerra después de la batalla de Normandía. Fuente.
A medida que las diversas elecciones que se realizarán en abril de este año se acercan, y se comienzan a perfilar las ansiedades asociadas a la cita de noviembre, el panorama político de nuestro país se agita cada vez más: el doble proceso de disputa de la institucionalidad estatal y de la Convención Constitucional concentra la preocupación de las fuerzas transformadoras en la izquierda política y la social.
Lamentablemente, el panorama de dispersión que existe sobre todo para el organismo constitucional hace prever un avance de la derecha justo cuando en términos “objetivos” ésta se encuentra más golpeada, luego de una clara y dura impugnación a partir del 18 de octubre de 2019, a los postulados centrales del modelo neoliberal que defiende.
La izquierda tampoco ha sido capaz de revertir la profunda y transversal desconfianza que existe hacia los partidos políticos, siendo arrastrada por una lectura simplista que incluso es sostenida por sectores del movimiento social, que iguala a todos los partidos como si fueran “lo mismo”, sin distinguir entre los intereses de clase que cada uno defiende.
Ante ese difícil panorama, las alternativas que se están barajando para enfrentar este intenso año electoral, y previsiblemente, los desafíos que vendrán en los años inmediatos parecieran no hacerse cargo ni de la claridad en la crítica al modelo, ni tampoco de la radicalidad planteada en la crítica al Chile existente.
En este sentido, tanto la posibilidad planteada por sectores del Frente Amplio de llegar directamente a la papeleta de la primera vuelta en noviembre con Gabriel Boric como candidato presidencial, como la de la realización de una “primaria amplia” de la oposición como lo ha expresado el virtual abanderado del Partido Comunista, Daniel Jadue, nos sitúan en escenarios en que la izquierda se debilita o corre el riesgo serio de subordinarse a los sectores tradicionales de la Concertación.
Ambas posibilidades, además, darían cuenta que el actual pacto de “Apruebo Dignidad” -que reunió al FA y a Chile Digno para la constituyente pero no para las listas a municipios y concejalías- representaría sólo una maniobra de corte electoralista de última hora. No habría existido una vocación de unidad política y programática -mucho menos estratégica- en la reflexión que llevó a ese acuerdo, con ánimos de articular una propuesta robusta para Chile hacia los próximos años, sino un mero cálculo forzado por la dureza de la posible derrota augurada por la dispersión.
Contrario a ambas posiciones, sostenidas la primera en la intuición expresada por sectores del FA de la necesidad no sólo de defender la “marca” del Frente Amplio sino también de recoger un supuesto anhelo de diferenciarse de lo que algunos llaman pero no definen como la “vieja política”, como también de la idea de que cualquier proyecto transformador en nuestro país debe ser realizado en conjunto con las fuerzas políticas de la “centroizquierda”, creo que lo que hoy demanda la realidad es una apuesta unitaria y sólida desde la izquierda.
Para ello resulta indispensable no sólo superar las viejas rivalidades y desconfianzas generadas entre organizaciones y militantes durante los últimos 10 o 15 años, sino también hacerse cargo de al menos dos niveles del análisis, de manera de arribar a ciertos acuerdos que permitan estructurar una propuesta política conjunta.
El primero, me parece que tiene relación con el análisis que realizamos de las condiciones políticas del país, y, por ende, del carácter de los desafíos que se plantean a los partidos de la izquierda. Al respecto me parece que el 18 de octubre y la crisis económica producida por la pandemia de COVID-19 han generado un escenario que permite modificar la lectura que se mantenía respecto a la correlación de fuerzas entre clases sociales que existía en Chile hasta el 2019.
Si desde la década de los 2000 veíamos que existía un progresivo despliegue de luchas sociales ascendentes que permitían ver una rearticulación política y orgánica del campo popular de la mano de las luchas de masas -estudiantiles, sindicales, medioambientales, feministas-, lo cierto este que hasta la revuelta no había señales de que hubiera una crisis que pudiéramos catalogar como “de hegemonía”.
Incluso el año 2011, con la multiplicidad de intensas movilizaciones sectoriales, la capacidad del Estado para redirigir la crisis no había sido dañada. Las grietas del modelo no eran suficiente para cuestionar su legitimidad, los aparatos de seguridad contaban con amplio margen de maniobra, y la crisis se expresaba sobre todo en cuanto a representatividad. Todo ello cambió de manera radical hace un año y fracción. En otras palabras: las condiciones objetivas en el país se modificaron.
Es hora entonces de reclamar sin complejos la finalidad socialista, con un proyecto sólido y concreto a partir de la realidad de nuestro país. Esto implica recuperar la idea de que el clivaje central de nuestro análisis no se entronca ni en elementos identitarios o generacionales -la “nueva política” contra la “vieja”-, ni tampoco en hechos coyunturales -quienes estuvieron a favor o contra del acuerdo de noviembre, por ejemplo-, sino que, en términos de clase, lo que requiere un análisis más profundo y a un plazo más largo. Aferrarse a criterios simples y cortoplacistas como los indicados resulta irresponsable, y pareciera obedecer a revanchismos pequeños o a inmadurez política antes que a otra cosa.
Lo más importante de entender al respecto, es que estas ventanas de oportunidad no son eternas. Por la misma naturaleza de la lucha de clases, las correlaciones de fuerza no pueden estar prolongadamente en un estadio de “equilibrio”, más temprano que tarde tienen que decantar hacia uno u otro lado. Sabemos además que la clase dominante cuenta con los recursos represivos y el control del capital como para buscar disciplinar de una u otra forma a las masas y proteger sus intereses y privilegios.
En su reverso, a la derrota o a la desorientación política en la izquierda en momentos clave como este, suele seguir el oportunismo. La ilusión burocrática de que “ser gobierno” -como sea, y con quien sea- solucionará las falencias, insuficiencias y errores que se arrastran, como si el problema fuera sólo de administración, es una receta segura para el desastre.
En segundo lugar, creo que es importante trabajar el alcance y el sentido de las alianzas que se deben construir para impulsar una agenda política transformadora a partir del análisis presentado recién.
Si en el momento del nacimiento del FA el elemento aglutinante era un “anti-neoliberalismo” de amplio espectro, el actual momento demanda propuestas más radicales, a tono con la impugnación realizada hacia el modelo y sus injusticias. De la misma forma, si en el gobierno anterior para el Partido Comunista tenía sentido una alianza con la vieja Concertación bajo la idea de configurar amplias bases de apoyo para una agenda reformista, la situación actual debería dejar en claro que aquellos esfuerzos requieren independencia de los sectores conservadores y neoliberales de dicha alianza.
Si hay algo que debería estar claro para cualquiera en la izquierda es que ni el “Frente Amplio” ni “Chile Digno” son suficientes para el enorme desafío que implica la constitución de un gran “Bloque histórico” popular en nuestro país capaz de doblarle la mano a la oligarquía local y superar el neoliberalismo. Para qué hablar de “ser gobierno”.
Es cierto que para el despegue del FA la idea de la renovación de la política resultó atractiva para muchas personas. Incluso algunos analistas leyeron desde afuera que ese habría sido precisamente el gran papel que estaba llamado a cumplir: renovar a la centroizquierda desgastada tras casi tres décadas de administración del país. Lo cierto es que ese nunca fue su norte, su objetivo era desmantelar el neoliberalismo, darle expresión política a sectores movilizados que no encontraban espacio en el sistema de partidos en ese minuto, y también rebasar lo que se entendía como el límite de la “política posible” en Chile. Hoy esos objetivos fueron superados por las luchas sociales y se requiere un ajuste de acuerdo con el nuevo escenario.
¿Implica esto que se le debe negar todo espacio de conversación a los partidos políticos de la antigua Concertación, como si fueran un bloque monolítico? Por supuesto que no. Pero el necesario diálogo e incluso acuerdos específicos en materias legislativas o constituyentes entre la izquierda y la centro-izquierda no pueden pasar por una subordinación de la primera a la segunda en pactos o acuerdos electorales, como implicaría necesariamente una primaria conjunta.
Las elecciones presidenciales y parlamentarias de noviembre próximo son la oportunidad para plantear sin complejos ni nostalgias una alternativa de izquierda. Es cierto que existe una fuerte desconfianza por parte de varios sectores movilizados hacia los partidos por el acuerdo de noviembre y por diversos errores legislativos, pero nada de ello debería ser un obstáculo insalvable para que, con autocrítica y humildad, se pueda articular de manera conjunta un proyecto a escala nacional. La alternativa es la atomización, el fortalecimiento de nociones anti-partido propias de corrientes de extrema derecha, y de agendas personalistas y caudillistas que hacen mucho más daño que bien a los intereses del campo popular.
Por lo mismo el actual pacto de “Apruebo Dignidad” representa, a mi parecer, un primer paso en la dirección correcta. Por supuesto se requieren muchos más, en particular fortalecer el diálogo y la relación con las organizaciones de masas y con el amplio espectro de sectores sociales que participaron de las diferentes movilizaciones en octubre y noviembre de 2019, esfuerzo que debe ir de la mano con la elaboración de una propuesta política transformadora.
Los puntos generales de este programa a mi parecer están más o menos claros: un Estado director que pueda orientar las líneas gruesas de la economía nacional con orientaciones y preferencias estratégicas, con organizaciones sindicales con capacidad de negociación por rama de manera de profundizar la redistribución de la riqueza, un nuevo sistema de seguridad social, autonomía para los Pueblos Originarios, una reforma profunda al sistema de seguridad, la defensa irrestricta de los derechos, la igualdad y sobre todo de la vida de mujeres, disidencias sexuales y niños, niñas y adolescentes, deberían ser algunos de sus puntos centrales.
Como un impenitente defensor de la unidad política de la izquierda desde mis tiempos de dirigente estudiantil -y hoy desde mi posición como dirigente sindical-, veo con preocupación la incapacidad sistemática de las dirigencias de nuestros partidos para recorrer este camino, y la facilidad que muchos/as militantes sociales muestran para adoptar discursos anti-partidos que en los hechos desarman políticamente al campo popular. El incomprensible retraso para acordar la apuesta unitaria de “Apruebo Dignidad” ya abrió el camino a la existencia de cientos de candidaturas independientes que dispersarán el voto y le harán un daño difícil de remontar al proceso constitucional. Reiterar el error hacia el futuro inmediato sería un indicador de una bancarrota política e ideológica difícil de corregir.
Activista sindical, militante de Convergencia Social, e integrante del Comité Editorial de Revista ROSA. Periodista especialista en temas internacionales, y miembro del Grupo de Estudio sobre Seguridad, Defensa y RR.II. (GESDRI).