El escenario abierto tras el plebiscito de octubre de 2020 es complejo: presenta procesos contradictorios donde coexisten intentos de cooptación neoliberal con lo que la movilización ha arrebatado por la fuerza. Sin embargo, el proceso constituyente tiene una diferencia fundamental con cualquier proceso político anterior ocurrido en la postdictadura: por primera vez se plantea la pregunta por la organización de la comunidad que desnaturaliza el orden social y se le evidencia como producto de conflictos entre fuerzas sociales. Nótese que incluso el plebiscito de 1988 clausuraba esta pregunta, imponiendo la continuidad del orden social, económico y político diseñado por la dictadura y aceptado tácitamente por el concertacionismo.
por Gabriel Astudillo
Imagen / Viernes en la Plaza Dignidad, 25 de septiembre 2020, Paulo Slachevsky. Fuente.
(…) el Imperativo categórico de echar por tierra todas las relacionas en las cuales las personas son humilladas, sojuzgadas, abandonadas, despreciadas. (Marx, C. Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, 1844)
Los análisis de la revuelta se han enfocado principalmente en la acumulación de malestar en la sociedad chilena de postdictadura, desentrañando tanto las injusticias del binomio neoliberalismo + democracia restringida, como las expresiones de conflictividad producto de ellas que se desarrollaron durante los últimos treinta años. Allí se han identificado las relaciones que existen entre las estructuras económicas e institucionales con las principales movilizaciones sociales[1]: estudiantiles, de trabajadores, zonas de sacrificio y mujeres, postulando la existencia de un ciclo histórico que comienza el 2006 y en 2019 vive su gran explosión.
Sin embargo, se ha prestado poca atención a cómo articular esos elementos en una interpretación teórica sistemática que permita comprender por qué aquellas estructuras e instituciones que cimentaron la estabilidad del régimen de transición hoy son juzgadas como injustas y se convierten en focos de conflictividad social. La proyección que se desprende de aquí no es el pronóstico de los posibles escenarios, ni las correlaciones de fuerzas de los actores. Lo que se propone aquí va por otro camino: poner sobre la mesa las exigencias de justicia que se han expresado y que podrían fundamentar estructuras sociales alternativas, y a partir de esa interpretación, proponer líneas muy generales de qué puede hacer la izquierda radical, aquella que sigue pensando en la superación del capitalismo, en el escenario constituyente.
Probablemente la oposición discursiva más importante que surgió en el momento de la explosión en octubre de 2019 fue entre los conceptos de abuso y dignidad. El primero condensa la experiencia de vivir en Chile y la juzga de manera crítica, como una acumulación de experiencias de injusticia, respecto de la cual se ha escrito largamente y no es necesario repetir una vez más. La pregunta es qué estructuras les subyacen a esas situaciones y cuál es el tipo de relación social que hay en juego.
Sostengo -cuestión que justificar no cabe en este espacio- que las principales estructuras son: clase, sexo/género, etnia/raza y la burocracia estatal, sin perjuicio de otras relaciones con efectos similares. Ellas constituyen diferentes mecanismos que producen desigualdad: donde los privilegios de unas categorías de personas se relacionan causalmente con la degradación de otras categorías a una condición subhumana.
La degradación a una condición subhumana implica no solo la existencia de transferencias de trabajo que produce el bienestar material de unos grupos a costa de la precariedad de otros -explotación- sino también la exclusión a nivel político de las demandas y sistemas de valores de los grupos subalternos. Rancière argumenta que esta degradación de determinadas categorías de personas es el fundamento del conflicto político.
“El hombre, dice Aristóteles, es político porque posee el lenguaje que pone en común lo justo y lo injusto, mientras que el animal solo tiene el grito para expresar placer o sufrimiento. Toda la cuestión reside entonces en saber quién posee el lenguaje y quién solamente el grito. El rechazo a considerar a determinadas categorías de personas como individuos políticos ha tenido que ver siempre con la negativa a escuchar los sonidos que salían de sus bocas como algo inteligible”[2]
De esta manera las relaciones de clase, sexo/género y etnia/raza prescinden de la voluntad, los sentimientos y el bienestar material de las categorías sociales subordinadas y por ello son tratadas como instrumentos de otras personas: como objetos, en lugar de sujetos.
Esta tesis no es precisamente nueva. Uno de los trabajos paradigmáticos en el diagnóstico de las fisuras que iban surgiendo en neoliberalismo chileno es Las paradojas de la modernización[3], donde se describía el malestar que empezaba a incubar en términos de un sentimiento de instrumentalización por parte de los sistemas funcionales. Sin embargo, es necesario discutir un matiz. Si bien es perfectamente posible esa haya sido la descripción más precisa del sentimiento de las personas, es equivocada la visión de que sean los sistemas los que instrumentalizan a las personas, como si esos sistemas no fueran relaciones sociales que sostienen el privilegio de determinadas posiciones sociales. Como si la semi-democracia de transición no hubiera estado cooptada el empresariado, su ideología y sus intereses materiales.
Es por ello que las estructuras que producen desigualdades son relaciones donde unas personas privilegiadas se alzan como sujetos, imponiendo su voluntad, su visión del mundo, y su bienestar material, a costa de la degradación de otras personas a una condición subhumana, de un mero instrumento cuyos pensamientos, sentimientos y bienestar material son irrelevantes. Eso es lo que designa la categoría de abuso.
Creo que para profundizar la interpretación de lo que subyace aquí es relevante recordar uno de los planteamientos de Axel Honneth[4]. Propone que los grupos sociales subalternos han vivido un proceso de expropiación de los medios lingüísticos para manifestar sus propias concepciones morales en una argumentación sistemática sobre lo justo y lo injusto, pero que no por eso no existen. Los criterios de reprobación e indignación contienen el negativo de una moral propia, la cual en la medida en que sea elaborada en forma de valores generalizables, puede ser aportada a los procesos políticos como el fundamento normativo de estructuras sociales alternativas.
Esto implica que describir la experiencia de vivir en la sociedad chilena como abuso lleva implícito un cuestionamiento a las relaciones de cosificación que existen en las estructuras fundamentales del país. Pero con la revuelta no solo aparece la crítica, sino que hay una categoría que bosqueja entre sombras alternativa en el horizonte: dignidad.
Aunque no es claro cuál es el contenido concreto de este concepto, voy a proponer una hipótesis por oposición. Si el abuso consiste en relaciones donde categorías de personas son relegadas a una condición subhumana de existencia, dignidad sería relaciones donde las personas son reconocidas como iguales.
Un argumento similar presenta Honneth[5] en su tesis de las luchas por el reconocimiento, como aquellos conflictos sociales que expanden las categorías sociales que son sujetos de derechos, y los derechos considerados. Sin embargo, me distancio de esa interpretación. Dado que las relaciones de cosificación son estructuras sociales, el reconocimiento no se produce solo en el nivel de los derechos fijados institucionalmente, sino que necesariamente debe tener un componente estructural mediante el reemplazo de aquellas relaciones fundamentales que distribuyen a las personas en la polaridad humano/subhumano, por otras basadas en la reciprocidad entre humanos.
Esto implica que en la revuelta subyacen demandas de reemplazo de aquellas estructuras que se describen mediante la noción de abuso por estructuras alternativas, cuyos sus contornos se designan con el concepto de dignidad. Se propone como hipótesis que el contenido moral implícito de este concepto se define como estructuras igualitarias por oposición a las relaciones de cosificación que encarnan las estructuras de clase, género, identidades étnicas y la burocracia estatal.
Evidentemente no existe aquí un proyecto radical elaborado, sino la intuición de que lo correcto es algo diferente a lo existente. Esa intuición puede canalizarse en versiones corregidas de lo actualmente existente -degradación atenuada-, pero también puede tener afinidad recíproca con proyectos de transformación radical que conviertan esas siluetas en borradores para ensayar otras posibilidades de organizar la comunidad.
En este contexto, el escenario abierto tras el plebiscito de octubre de 2020 es complejo: presenta procesos contradictorios donde coexisten intentos de cooptación neoliberal con lo que la movilización ha arrebatado por la fuerza. Sin embargo, el proceso constituyente tiene una diferencia fundamental con cualquier proceso político anterior ocurrido en la postdictadura: por primera vez se plantea la pregunta por la organización de la comunidad que desnaturaliza el orden social y se le evidencia como producto de conflictos entre fuerzas sociales. Nótese que incluso el plebiscito de 1988 clausuraba esta pregunta, imponiendo la continuidad del orden social, económico y político diseñado por la dictadura y aceptado tácitamente por el concertacionismo.
De esta manera el consenso neoliberal era transversal a todos los partidos con efectiva presencia institucional y el campo político se vacía del debate de proyectos políticos. Se reduce a la disputa del poder por el poder, lo cual no solamente era excluyente de las categorías sociales subordinadas, sino que también clausuraba las disputas de redefinición las líneas de exclusión e inclusión dentro de la comunidad.
Al contrario, el proceso constituyente, al poner la pregunta por orden social es el acontecimiento político por antonomasia. Esto no quiere decir que el proceso no pueda ser cooptado y clausurado, como tampoco implica que el nivel institucional sea el único por el cual se desarrolla el cuestionamiento sobre el orden social, sino que lo desborda.
Este desborde tiene la consecuencia de que los sectores radicales tiene una posibilidad de avance que trasciende las estrategias -institucionales o extrainstitucionales- que desarrollen, en el planteamiento de un proyecto de sociedad alternativo al capitalismo que elabore sistemáticamente el principio de dignidad en la propuesta de estructuras alternativas y se arraigue y movilice los sentimientos de injusticia que explotaron en la revuelta popular.
Este proyecto debe contener una propuesta alternativa con la cual reemplazar cada una de las estructuras de cosificación mencionadas: feminismo en el caso de la relación sexo/género; socialismo en el caso de las relaciones de clase, antirracismo entre identidades étnicas y democracia radical respecto de la burocracia estatal.
El nivel de desarrollo teórico que tienen actualmente las diferentes dimensiones de este proyecto, así como el grado de consenso concitan es muy heterogéneo. Sin embargo, la revuelta y el proceso constituyente ponen urgencia a estas discusiones y comenzar a ensayar borradores de cómo serían, en concreto, las estructuras e instituciones socialistas, feministas, democráticas y no racistas.
[1] La diversidad sexual también ha sido una fuente de organización y movilización. Sin embargo, por absoluto desconocimiento de interpretaciones, no me atrevo a plantear argumentos a favor ni en contra de la hipótesis de que pudiera corresponder al mismo proceso sociopolítico.
[2] Jacques Rancière, Sobre políticas estéticas (Barcelona: Museu d’Art Contermporani de Barcelona, 2005), 14.
[3] PNUD, Desarrollo humano en Chile – 1998, las paradojas de la modernización (Santiago: PNUD, 1998).
[4] Axel Honneth, La sociedad del desprecio (Madrid: Editorial TROTT, 2011).
[5] Axel Honneth, La lucha por el reconocimiento. Por una gramática moral de los conflictos sociales (Barcelona: Crítica, 1997).
Gabriel Astudillo
Sociólogo y magíster en Ciencias Sociales por la Universidad de Chile.