[ROSA #03] Repensar el Estado en el proceso constituyente

El proceso constituyente nos presenta el desafío de repensar la relación entre el conflicto social expresado en las movilizaciones sociales de las últimas décadas, la organización de la política y el Estado. Una relación compleja que desde las fuerzas de cambio no podemos evadir. Para ello, revisar las experiencias de diferentes procesos políticos del pasado nos pueden dar luces para dilucidar el desafío al que nos enfrentamos y servirnos de puntos de referencia para el proceso que el pueblo movilizado ha abierto. Sin embargo, es preciso reconocer las condiciones institucionales a las que nos enfrentamos.

por Fernando Carvallo A.

Imagen / De la serie Memorias de Chile, 2020, Magdalena Jordán.


El proceso constituyente nos presenta el desafío de repensar la relación entre el conflicto social expresado en las movilizaciones sociales de las últimas décadas, la organización de la política y el Estado. Una relación compleja que desde las fuerzas de cambio no podemos evadir.  Para ello, revisar las experiencias de diferentes procesos políticos del pasado nos pueden dar luces para dilucidar el desafío al que nos enfrentamos y servirnos de puntos de referencia para el proceso que el pueblo movilizado ha abierto. Sin embargo, es preciso reconocer las condiciones institucionales a las que nos enfrentamos.

Para ello, en la primera parte se revisan dos momentos de la historia del movimiento popular del siglo XX en las que se puede observar la tensa relación entre el Estado y las luchas sociales. En primer lugar, se revisan los inicios del movimiento sindical del siglo XX y el rol que ocupó la regulación e intervención estatal en el proceso de conformación, maduración y politización de este movimiento. Luego, revisamos la forma en que la Unidad Popular sorteó las restricciones institucionales impuestas por las condiciones políticas del momento.

En la segunda parte se desarrolla la transformación del Estado en el neoliberalismo, atendiendo a la especificidad del desarrollo de esta transformación en nuestro país. Una revisión que resulta fundamental para dar cuenta de las condiciones con las que entramos a la disputa constituyente y sobre las que hay que realizar los esfuerzos de creatividad e imaginación que permitan superar el orden heredado.

Finalmente, se plantea la necesidad de repensar el carácter del Estado y la institucionalidad política, de tal modo de contribuir a la organización de la sociedad movilizada, dando cabida a los intereses que han sido históricamente excluidos. Una discusión que exige conciencia de las condiciones con las que iniciamos este proceso pero de toda la creatividad posible para superar las restricciones que esas condiciones imponen.

Antecedentes del movimiento popular del siglo XX

El Estado, los partidos y el movimiento obrero de inicios del siglo XX

La relación entre la política, el Estado, el Derecho y las luchas sociales ha sido muy compleja a lo largo de la historia de nuestro país. El rol del Estado en el conflicto entre el capital y el trabajo ha tenido diferentes etapas que se pueden observar en el desarrollo de la legislación laboral y su rol en el movimiento obrero chileno.

A comienzos del siglo XX, frente a la llamada “cuestión social”, las primeras respuestas desde el Estado se caracterizaron por el componente represivo. Tanto el partido conservador como la alianza liberal apostaron por establecer una regulación de carácter autoritaria y restrictiva donde la diferencia principal radicaba en el agente que debía poseer el control de los sindicatos, si correspondía a los  patrones o al gobierno. Por otra parte, había un circuito de intelectuales cuya preocupación por el problema social se concentraba en el temor al radicalismo del movimiento social existente. Y fueron estas ideas políticas que estuvieron a la base del código legal redactado durante los años 20 (Angell, 1974). De este modo, las leyes sociales y de regulación del trabajo respondían a la preocupación de contención y orden social de la élite política (Grez Toso, 2002).

Las ideas anarquistas y maximalistas que rechazaban la intervención del Estado en los conflictos capital-trabajo encontraron terreno fértil en los trabajadores en la medida en que las respuestas por parte del Estado eran de represivas frente a la movilización social. Sin embargo, a medida que se comenzaron a implementar políticas de contención, por medio de mecanismos de arbitraje y mediación, el movimiento obrero tendió a fragmentarse, dado que si bien un sector mantuvo un rechazo categórico a la idea de intervención de los agentes del Estado, este tendió a ser minoritario frente a otro sector que percibía la intervención de la autoridad estatal como una posibilidad para la defensa de la clase trabajadora. Ello, dado que tanto las leyes sociales como los mecanismos de conciliación respondían al reclamo de protección latente por parte del mundo del trabajo, que ya para los años 20 había alcanzado una mayor maduración (Grez Toso, 2002). De este modo, gran parte del movimiento obrero se sintió atraído por la posibilidad de que la protección del Estado permitiera extender la influencia en zonas donde las organizaciones sindicales no habían tenido aceptación. Sin embargo, esta opinión no se generalizó hasta que existió un cambio de actitud por parte del partido comunista, al iniciarse el periodo del Frente Popular (Angell, 1974).

De este modo, la legislación laboral y la intervención estatal en el conflicto entre trabajadores y propietarios se fue abriendo paso  frente a las reticencias y resistencias tanto de algunos sectores de los trabajadores como, principalmente, de la clase empresarial. Se fue configurando una predisposición a la mediación estatal que devendría en una tendencia histórica de largo aliento que iría cobrando mayor desarrollo durante el resto del siglo XX (Garcés, 1985; Grez Toso, 2002). A partir de estas regulaciones se comienza a configurar y consolidar un sindicalismo, alcanzando importantes grados de institucionalización que va encontrando una doble respuesta a la lógica estatal. Por un lado, una respuesta de aceptación de la regulación dado que favorece a la conformación del movimiento y consagra derechos de los trabajadores. Pero, por otra parte, existía una fuerte resistencia a las normativas, en tanto buscaban modificarlas. Una lucha con un componente económico-reivindicativo para conseguir mejores condiciones de vida y acceso a bienestar, pero también que abogaba por mayor autonomía por parte del Estado (Garcés, 1985).

La particularidad de la regulación y alta intervención estatal sobre los sindicatos recayó en las consecuencias no previstas ni deseadas por parte de sus redactores. El extremo de reglamentación al nivel de regular exhaustivamente el funcionamiento interno de las organizaciones sindicales, junto a los límites al poder económico que estas podrían tener, tanto a nivel presupuestario como de incidencia en la disputa económica, se tradujo en que el movimiento de trabajadores debiese buscar otras vías para alcanzar sus objetivos. La debilidad económica de los sindicatos tendió a aumentar la influencia de los partidos políticos y del compromiso político de los sindicatos. Es decir, la debilidad se tradujo en la búsqueda de aliados políticos que permitieran la defensa de causas donde el éxito era más probable que con la acción autónoma en el frente industrial o económico(Angell, 1974).

La necesidad de los sindicatos de configurar alianzas con los partidos políticos, explicadas tanto por la falta de recursos económicos como de debilidad institucional dada las restricciones gubernamentales, fue contribuyendo a una articulación cada vez más orgánica entre el movimiento sindical y los partidos. A modo de ejemplo, los problemas asociados a la falta de financiamiento a dirigentes sindicales en sus labores propiamente sindicales tenía como contracara  el interés de los partidos comunista, socialista, radical y demócrata cristiano de liderar los sindicatos de diferentes sectores de la economía. Ya sea promoviendo candidatos o poniendo a disposición militantes para trabajar en la campaña de alguno, el rol de los partidos políticos era determinante. Mientras los socialistas y comunistas concentraban su actividad en el movimiento obrero industrial, el partido radical se ocupaba de contribuir a la organización de sindicatos profesionales, cuyos miembros tenían un estatuto legal distinto en razón de ser obreros especializados o empleados de oficinas. Por otra parte, los demócratas cristianos concentraban sus influencias en las organizaciones de trabajadores del campo (Angell, 1974).

Uno de los aspectos relevantes de la vinculación de los sindicatos y los partidos políticos, desde la perspectiva de los sindicatos, radicó en la búsqueda de intervención estatal en el conflicto laboral. En los procesos de contratación colectiva, para poder enfrentar la resistencia de los empleadores a mejorar las condiciones laborales, los sindicatos buscaban que el Estado jugara un papel en este proceso. Y en esa búsqueda era necesario contrapesar la alianza entre el Estado y los patrones, donde los sindicatos se presentaban débiles y necesitados de aliados políticos en sus reivindicaciones (Angell, 1974; Garcés, 1985).

Si bien no fueron reguladas legalmente, también se fueron desarrollando tanto importantes federaciones de trabajadores como sindicatos de trabajadores del sector público. Sobre estos últimos, el código laboral los dejaba fuera de la regulación, prohibiendo expresamente su organización. Una prohibición absoluta en lo formal, de la que en la práctica constituía una verdadera letra muerta. Y en ello, tanto los partidos políticos como los mismos gobiernos jugaron un rol fundamental dado que alentaron la conformación y crecimiento de estas organizaciones. Tanto socialistas, comunistas como radicales buscaron fortalecer la organización del sector público del mismo modo que había ocurrido con la empresa privada. Un sector del sindicalismo de mayoría radical en virtud de su composición de clase media, que tenía la ventaja de negociar directamente con el Estado, empleador menos preocupado por la rentabilidad en virtud de su disposición a endeudarse (Angell, 1974).

De este modo, de la mano de una institucionalización se va desarrollando una creciente politización de la demanda obrera, donde las dificultades orgánicas y políticas se van superando al mismo tiempo que se va desarrollando una aceptación de la legislación vigente. De este modo, el desarrollo de un sindicalismo legal, junto a la construcción de lealtades con partidos políticos, va madurando un movimiento obrero cada vez más organizado y con mayores grados de politización. Un proceso de politización de la demanda obrera que fue configurando las bases de una alianza política que decantó en diversas alianzas políticas (Garcés, 1985).

El desarrollo del movimiento sindical, su consolidación y politización constituye una anomalía de la regulación estatal. Las restricciones impuestas por parte del Estado a la organización y la búsqueda de acotar el poder sindical obligaron al movimiento a construir alianzas con los diferentes partidos políticos para mejorar su posición de poder. Un proceso de consolidación de la organización sindical altamente politizada pese a la regulación e intervención estatal que se mantuvo hasta el gobierno de la Unidad Popular.

 

La superación de los límites institucionales en la Unidad Popular

El desarrollo del movimiento obrero y sindical, vinculados estrechamente a los partidos socialista y comunista, fue fundamental para el arribo de Salvador Allende a la moneda hace ya 50 años. Un proceso de acumulación social y política que se expresa, de algún modo, en un programa de transformaciones profundas. Sin embargo, el arribo al poder por parte de la Unidad Popular, al no alcanzar una mayoría electoral suficiente, requirió el apoyo de la Democracia Cristiana. Un acuerdo que obligó al presidente Salvador Allende a suscribir el Estatuto de Garantías Democráticas, que buscaba desarrollar y hacer efectiva las garantías constitucionales de los derechos individuales y sociales. Una iniciativa que modificó la constitución de 1925 para poder asegurar la libertad de expresión, el derecho a reunión, el sistema nacional de educación pública, la inviolabilidad de la correspondencia, los derechos de los trabajadores y organizaciones sociales, la libertad ambulatoria, entre otras libertades y derechos (Biblioteca Nacional, 2018). Todas estas eran garantías de índole política, que buscaban comprometer al gobierno de Allende al respeto irrestricto a la Constitución de 1925 y a los derechos y libertades consagrados por esta. Si bien el programa de transformaciones tenía un alto componente económico, este pacto no consideraba más restricciones que las establecidas por la misma constitución.

El dilema de la Unidad Popular consistía en definir si abandonaba el programa de cambios, reproduciendo las lógicas políticas tradicionales, siendo continuador de la agenda demócrata cristiana en virtud de las limitaciones políticas, o se buscaba una solución utilizando creativamente las restricciones institucionales impuestas, con apego al orden jurídico vigente, que se pretendían superar en las elecciones parlamentarias de 1973. Si bien Allende había resuelto no violar el ordenamiento jurídico nacional, encargó al abogado Eduardo Novoa Monreal, quien fuera su asesor jurídico ad honorem, encontrar un apoyo legal en la legislación existente, para realizar los cambios que se proponían imponer a partir del programa de la Unidad Popular, con el fin de dar cumplimiento a su programa (Novoa Monreal, 1992).

Novoa Monreal (1992) fue un importante crítico del ordenamiento jurídico nacional, en virtud de que, a su juicio, existía un volumen y confusión en la legislación vigente, en virtud de la inorganicidad de un alto número de leyes, carentes de técnica jurídica.  De este modo, se disociaban principios jurídicos fundamentales, al mismo tiempo que sobrevivían leyes que no se cumplían pero se mantenían vigentes, sumado a una fuerte anarquía legislativa y a un importante anacronismo de muchas normativas. Una pérdida de unidad de nuestro derecho que mezclaba ordenamientos de carácter tradicional con legislación innovadora orientada a ampliar la intervención del Estado en la Economía, a redistribuir los ingresos y a favorecer a los más necesitados.

Esta anarquía jurídica, sin embargo, fue vista como una oportunidad. El desorden de tanta regulación imponía el desafío de buscar la legislación que justificara, legalmente, la implementación del programa. Una revisión minuciosa y exhaustiva. De este modo, fueron apareciendo diversas disposiciones que regulaban áreas de propiedad social, legislaciones económicas que posibilitaban la intervención del Estado en la economía por medio de la CORFO, junto al uso mismo de la legislación tradicional, organizada de tal manera que posibilitara operaciones que facilitaran una organización económica encaminada al socialismo (Novoa Monreal, 1992).

De este modo, se fue desarrollando lo que posteriormente se denominó la doctrina de los “resquicios legales”. Un uso creativo de la legislación existente para empujar un programa transformador, reconociendo las limitaciones institucionales impuestas por las condiciones políticas contingentes. Un esfuerzo jurídico que buscaba, a pesar de la regulación estatal, avanzar en una agenda de cambios sin infringir la institucionalidad. Pero un esfuerzo apoyado por actores sociales, políticos y sindicales que legitimaban el uso creativo de las dispersión de las disposiciones legales vigentes.

 

Las transformaciones del Estado en el neoliberalismo

Las experiencias del movimiento obrero del siglo XX y de la estrategia legal adoptada por la Unidad Popular nos dan claves fundamentales para pensar las formas institucionales que debemos adoptar para dar cabida al conflicto social expresado en las movilizaciones sociales de octubre reciente. Sin embargo, previo a reflexionar sobre las condiciones de esas formas institucionales, es necesario detenernos en el tipo de Estado al que nos enfrentamos en este proceso. Para ello, resulta fundamental detenernos en el carácter de éste en el neoliberalismo y su desarrollo concreto en la experiencia latinoamericana y chilena.

 

El Estado en el neoliberalismo

Como señala David Harvey (2007), el neoliberalismo puede ser comprendido como un proyecto utópico o ideología, que tiene como objetivo realizar un diseño teórico para reorganizar el capitalismo internacional, o como un proyecto político para establecer o restablecer las condiciones de acumulación de capital y de poder de las élites económicas. En la práctica del neoliberalismo ha primado este como proyecto político, donde “el utopismo teórico del argumento neoliberal ha funcionado ante todo como un sistema de justificación y de legitimación de todo lo que fuera necesario hacer para alcanzar ese objetivo” (p. 25).

La idea de sociedad detrás del neoliberalismo se resume en la célebre frase de Margaret Thatcher, donde afirma que “no hay tal cosa como eso que llaman sociedad, sino únicamente hombres y mujeres individuales” y luego agrega “y sus familias”. De este modo, el neoliberalismo apuesta a que todas las formas de solidaridad serán disueltas en beneficio del individualismo, la propiedad privada, la responsabilidad personal y los valores familiares. Asimismo, el neoliberalismo implica una reconfiguración del término clase y el poder de clase, por medio de la financiarización de la economía (Harvey, 2007).

En el neoliberalismo, se comienza a desplazar el rol del Estado en el bienestar de los ciudadanos, ampliando el mercado a la gran mayoría de las esferas de la ciudadanía, incluidos los servicios públicos, creando nuevos espacios de acumulación privada (Streeck, 2017). En ese sentido, “en aquellas áreas en las que no existe mercado (como la tierra, el agua, la educación, la atención sanitaria, la seguridad social o la contaminación medioambiental), éste debe ser creado, cuando sea necesario, mediante la acción estatal” (Harvey, 2007, p. 9). De este modo, se comienzan a realizar importantes recortes del gasto fiscal, lo que implicaba cambios en la política social, al mismo tiempo que se desregulaba el mercado financiero. Con ello, como dijera el sucesor de Reagan, Bill Clinton, se ponía fin al “bienestar tal como lo conocemos” (Streeck, 2017).

Contrariamente a lo prescrito por la ideología neoliberal respecto a la idea de un Estado Mínimo, el neoliberalismo más que importar una reducción del Estado, ha implicado una transformación del carácter del mismo, donde este ha sido el gran impulsor del neoliberalismo globalizado (Thwaites, 2010). Como señala Lechner (2003) la estrategia por desmantelar al Estado solo tiene éxito si ello se realiza por medio de una fuerte intervención política. Y buen ejemplo de ello, como veremos, es lo que ocurrió en Chile, donde la política neoliberal descansó en el respaldo y promoción de la dictadura militar de Pinochet.

 

El Estado Neoliberal Chileno: entre capitalismo de servicio público y extractivismo de humanidad

Tras el golpe militar de 1973, en Chile se inicia una importante apertura de la economía chilena por medio de una drástica y rápida reducción de aranceles, provocando un proceso de desindustrialización (Moulian, 1997). Las medidas económicas fueron acompañadas de una desarticulación de los viejos actores sociales, sobre todo del sindicalismo. Este es arrasado no solo represivamente, sino que también como consecuencia de la desindustrialización y los cambios económicos. Ello, producto de la reducción de la industria a la minería y a la construcción, terminando así la desindustrialización en los nichos clásicos del movimiento sindical. A ello le sigue el Plan Laboral de 1979, que sienta las bases de un nuevo orden laboral. Así, se va institucionalizando la desarticulación del mundo del trabajo organizado y altamente politizado del siglo XX (Ruiz Encina, 2015).

En el campo de la protección y los Derechos Sociales, se va articulando un discurso sobre las ventajas de este modelo neoliberal, al mismo tiempo que se promueve una concepción subsidiaria del Estado, por medio de la focalización del gasto social en políticas para combatir la extrema pobreza. Se acusaba a los trabajadores sindicalizados y politizados de tener un bienestar vedado para los verdaderos pobres, reduciendo el apoyo estatal a una focalización del subsidio a la pobreza. Debido a ello, a inicios de los 80, junto con la privatización de las empresas productivas estatales, la apertura externa, o la privatización sobre nuevos ámbitos del Estado, se inicia un desmantelamiento de los servicios públicos. Este desmantelamiento, con el traspaso de la provisión estatal de salud, educación, vivienda y previsión a manos de privado, se va afectando a los sectores medios y obreros que eran beneficiarios del gasto social (Ruiz Encina, 2015).

De este modo, la privatización excede al Estado empresario, donde

Al abarcar los servicios del Estado Social -salud, educación, previsión- abre una segunda ola de mercantilización que crea nuevos nichos de acumulación. Una expansión capitalista hacia nuevas esferas de la vida cotidiana. Una privatización de las condiciones de existencia de gran impacto social, fundamental para el desarrollo de una suerte de ‘capitalismo de servicio público’  (Ruiz, 2015, pág. 62).

A inicios de la década de los 90, se inicia la transición a la democracia, donde el consenso termina siendo el acto fundador. De este modo, la política deja de ser una lucha de alternativas y pasa a comprenderse como una disputa por pequeñas variaciones o cambios que no comprometan la dinámica global (Moulian, 1997). Esta transición está marcada por la ausencia de viejos actores sociales, abriendo paso a esta política de los acuerdos con una fuerte determinación empresarial, relegando incluso a los partidos en la toma de decisiones. Entonces, si bien existe un cambio del sistema político, en lo económico se mantiene la subordinación del sector productivo al sector financiero. Algo similar ocurre con la privatización de la educación, la salud y las pensiones (Ruiz, 2015).

Si bien se emprendieron esfuerzos por corregir los aspectos más abusivos del neoliberalismo por parte de los gobiernos de la concertación, estos en ningún momento lo enfrentaron. Con un “progresismo limitado” (Garretón, 2012) terminaron legitimando sus formas institucionales o, siguiendo a Atria (2013) lo terminaron “humanizando”. En ese proceso, el Estado, más que replegarse a un mínimo, emprende una expansión, pero ya no dicotómica con el mercado, sino que precisamente complementaria con él, o más bien, creadora del mismo en nuevos espacios.

De esta forma, se va configurando este capitalismo de servicio público, que en el nombre de la protección estatal, va profundizando una desprotección por parte del mismo Estado. De este modo, la focalización del gasto social, tras los procesos de privatización de los servicios públicos, deviene en fuente de enriquecimiento para privados, siendo presentado por las burocracias estatales como formas de contención del mercado (Ruiz, 2015).

Esta forma particular de capitalismo, es una verdadera “acumulación por desposesión” en nuevos aspectos de la vida social (Harvey, 2004). Harvey desarrolla esta conceptualización para explicar los fenómenos de concentración de riqueza y extracción de plusvalor en el neoliberalismo. En un sentido similar, Seoane et al. (2013) plantea que la fase neoliberal tiene un significativo número de elementos y complejidades. De acuerdo al autor, la conceptualización realizada por Harvey, de “acumulación por desposesión”,  permite dar cuenta del proceso de  privatización y mercantilización neoliberal, que caracterizan al modelo extractivo exportador y su lógica de saqueo de los bienes comunes. En ese sentido, la “acumulación por desposesión” no se refiere solo a la apropiación de los bienes comunes naturales sino también a bienes comunes sociales, como servicios públicos o empresas públicas.

Una suerte de extractivismo de humanidad donde el Estado juega un rol fundamental. Junto con crear los mercados en los antiguos servicios públicos en muchos casos es el mismo quien sostiene económicamente esta forma de acumulación, por medio de subsidios, subvenciones o vouchers. De este modo, en el nombre de la protección estatal se abandona a los sujetos al mercado. En él se reproducen las desigualdades heredadas. Sin embargo, en dicha reproducción grupos empresariales extraen valor sin que importe realmente si la actividad que estos realizan efectivamente signifique una agregación de valor.

 

Estado y sociedad: los desafíos de cara al proceso constituyente

El desarrollo y profundización del neoliberalismo, proceso ininterrumpido en las últimas cuatro décadas, produce un divorcio profundo entre la política y la sociedad que se va agudizando cada vez más (Ruiz Encina, 2015). Sin embargo, ello no implica una falta de politicidad de la sociedad, sino que más bien una expresión política que sucede por fuera de los marcos de la política institucional del Estado.

El neoliberalismo y la radical mercantilización de las condiciones de vida de las personas ha producido  nuevas contradicciones y descontentos que no han sido canalizados por la institucionalidad. Las movilizaciones sociales por la educación de 2006 y 2011, el movimiento feminista, el conflicto en pensiones liderado por la coordinadora No+AFP y los conflictos medioambientales, por dar algunos ejemplos, aparecen como nuevas conflictividades que toman distancia del movimiento obrero tradicional, el cual vivió un proceso de desarticulación represiva en la dictadura que fue proyectado en los gobiernos democraticos. Nuevos conflictos con una relación con la política muy distinta a la alianza político sindical que hizo posible importantes coaliciones del siglo XX.

Son conflictos que estallan en el corazón del neoliberalismo, al margen del Estado y de la política institucional, rebelándose contra la paz social dibujada ideario neoliberal. Si bien se realizan importantes esfuerzos de contención desde la política, estos terminan siendo esfuerzos infructuosos. Y precisamente esos conflictos son los antecedentes fundamentales del estallido social de octubre que termina de sacudir a la política tradicional, abriendo paso a un proceso constituyente que no va necesariamente de la mano del proceso institucional propuesto por los partidos políticos para canalizar el descontento.

La revisión de las condiciones de desarrollo del Estado en el neoliberalismo resultan fundamentales para comprender el desafío al que nos enfrentamos. La disociación entre la institucionalidad política y la sociedad es políticamente producida. Si durante buena parte del siglo XX los partidos fueron fundamentales para la canalización del conflicto social en la política hoy, en muchos casos, son los productores del conflicto. Al igual que con la legislación obrera de la década de los años 20, son conflictos que se van desarrollando a pesar de la intervención estatal y como fenómeno no previsto ni deseado por los sectores políticos dominantes.

El estallido social de octubre, de este modo, es la maduración de un malestar producido por décadas con el que la política no ha sido capaz de sintonizar. La irrelevancia de los partidos en este proceso es un problema del que sus miembros no han reparado del todo. Expresión de ello son las respuestas desde la política formal, que tienen un carácter unidireccional, vertical y que apunta principalmente a alcanzar réditos comunicacionales. En ese sentido, el asedio de la sociedad movilizada hacia la política no se traduce en un cambio en la forma en que las institucionalidad política se relacionan con esa sociedad, sino que en cambios de agenda que intentan canalizar el descontento por medio de soluciones rápidas (a veces muy necesarias) o abstractas, sin que existan esfuerzos reales por comprender la hondura del conflicto.

El desafío para una izquierda transformadora, es identificar la potencialidad del conflicto surgido en centro de nuestra sociedad, de tal modo construir una alternativa de representación de ese malestar que se traduzca en transformaciones sustantivas. Y para ello, la pregunta por el Estado, y por las formas de organización de esa sociedad resultan fundamentales.

En el gobierno de la Unidad Popular existía un movimiento popular que se desarrolló pese a la regulación estatal y que pujó por transformaciones profundas pese a las constricciones institucionales. Un actor que obligó a utilizar toda la creatividad posible para llevar adelante un programa de transformaciones profundas. Hoy, nos encontramos con un nuevo movimiento popular, surgido a pesar de las restricciones estatales y de la extrema privatización de las distintas esferas de la reproducción de la vida, que nuevamente nos exige de toda la creatividad para llevar adelante una agenda transformadora. Si bien las condiciones son muy distintas, en un periodo histórico muy diferente, la necesidad de imaginación para superar las restricciones impuestas son el desafío más grande al que nos enfrentamos en este proceso constituyente.

La forma en que se establezca, en los hechos, la relación entre la sociedad movilizada, la institucionalidad del Estado y la política será determinante para el ciclo de luchas que se abre tras este proceso. Las posibilidades de éxito en dicho proceso para los sectores subalternos depende en buena medida de las posibilidades que existen de ensanchar los marcos de nuestra democracia. Tenemos la posibilidad de discutirlo todo, como nunca antes en nuestra historia. Pero las posibilidades de cambios depende en buena medida de la capacidad de las fuerzas transformadoras de hacer posible que los intereses sociales excluidos de la política de la transición ahora sí tengan cabida.

Las experiencias parlamentarias, nacidas al calor de las movilizaciones estudiantiles, han demostrado sus limitaciones. El estallido social de octubre desborda la institucionalidad actual y, con ello, la capacidad de esas experiencias de ser instrumentos para la transformación. Más allá de los obstáculos producto de personalismos y la elitización y burocratización de las fuerzas emergentes, la inutilidad de esas incursiones para los sectores subalternos radica, por un lado, en la incapacidad de delinear un horizonte claro de transformaciones, junto a una fuerte desconexión con los procesos sociales. Una discusión que hoy se plantea sobre la importancia de los contenidos sin que se proponga ningún contenido sustantivo ni dialogue con la sociedad movilizada. Sin embargo, la disputa abierta por el pueblo para definir la institucionalidad del futuro exige tomarse en serio la pregunta por los horizontes de cambio, donde la negación ya no es suficiente y la falta de democracia es intolerable.

En este proceso constituyente, la discusión acerca del carácter del Estado y su organización, no puede disociarse entonces de la lucha social. Es necesario pensar en instituciones que permitan canalizar el conflicto de forma democrática. Y para ello, si bien es importante recurrir a nuestra historia y a experiencias foráneas, es necesario que la creatividad y la imaginación desplegada en las calles también tenga cabida en la discusión política constituyente.

 

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Fernando Carvallo A.

Abogado, Magíster en Sociología e investigador de Nodo XXI. Es militante de Comunes (Chile) y ha sido asesor parlamentario del Frente Amplio (Chile)