Actualmente el sistema político norteamericano pareciera ser incapaz de superar sus trabas raciales y de clase para poner coto a su extrema derecha a pesar de que diversos organismos de inteligencia llevan años alertando de que la mayor amenaza de terrorismo doméstico se encuentra en la derecha supremacista, y de que en numerosos casos sus amenazas se han transformado en atentados, tiroteos y asesinatos.
por Felipe Ramírez
Imagen / 6 de enero en el Capitolio, 6 de enero 2021, Blink O’fanaye. Fuente.
El 8 y 9 de noviembre de 1923 un pequeño y no muy conocido Partido Nacional Socialista Obrero Alemán encabezado por Adolf Hitler intentó un “Putsch” en la capital bávara de Münich, que se saldó con algunas decenas de muertos, la ilegalización de la organización y la encarcelación de los dirigentes. Si bien las medidas pueden parecer contundentes, a los 9 meses Hitler estaba libre, publicaba su obra “Mein Kampf”, e iniciaba su ascenso al poder en Alemania para imponer uno de los regímenes fascistas más brutales de la historia en el marco de una crisis económica global inédita, llevando al planeta a la Segunda Guerra Mundial.
Si bien hay que guardar las proporciones y asumir que los contextos son diferentes, el asalto protagonizado hace pocos días por cientos de simpatizantes del presidente de EE.UU., Donald Trump, a la sede del Congreso en un intento por detener la ratificación del triunfo del demócrata Joe Biden en las elecciones presidenciales, perfectamente puede transformarse en el Münich de esta generación neofascista.
Aunque ningún sector de las fuerzas de seguridad -FF.AA., Guardias Nacionales, policías, agencias federales- se posicionó apoyando el asalto al Capitolio, por lo que es difícil calificar los hechos como un “Golpe de Estado”, lo cierto es que la notable falta de reacción ante lo que sucedió da cuenta de la debilidad institucional que existe en la principal potencia mundial para contener a la extrema derecha, y también del doble rasero que existe cuando se lo compara a la represión enfrentada por movilizaciones de la izquierda o de activistas antirracistas hace solo algunos meses atrás.
Es verdad que Donald Trump sale muy golpeado de este intento de golpe de mano: parte de su base partidaria lo acusa de haberse acobardado y haberlos abandonado tras seguir hasta el final sus consignas para enfrentar el nunca probado fraude electoral que supuestamente habrían cometido los demócratas, buena parte del Partido Republicano se ha desmarcado del mandatario, y el Partido Demócrata cuenta con una mayoría tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado -tras un doble triunfo en el estado sureño de Georgia-, teniendo incomparables condiciones para llevar adelante su agenda.
Sin embargo, a pesar de algunas voces optimistas entre la izquierda[1] estadounidense, la verdad es que no existe ninguna seguridad de que la extrema derecha no salga fortalecida de estos incidentes.
En primer lugar, la respuesta al asalto ha sido extremadamente débil, sobre todo si como se decía antes, se compara a la movilización del aparato estatal en contra de los activistas de Black Lives Matter durante el verano pasado. Si bien hay algunos arrestados, no existe aún una reacción contundente por parte del Estado federal ni por parte de los dos principales partidos que busque aislar y desarticular la amenaza del neofascismo y del supremacismo blanco.
En la misma línea es importante recalcar que el perfil de los participantes en el asalto al Capitolio está lejos de la imagen estereotipada que -con ciertos rasgos clasistas- la izquierda utiliza para desvalorizar a las bases de Trump: No hubo una presencia masiva de “rednecks” o de blancos pobres de pueblos sureños venidos a menos por la desindustrialización, y si muchos profesionales blancos de recursos que viajaron en avión a Washington a protestar, hospedándose en buenos hoteles, veteranos de las FF.AA, medianos empresarios.
Actualmente el sistema político norteamericano pareciera ser incapaz de superar sus trabas raciales y de clase para poner coto a su extrema derecha a pesar de que diversos organismos de inteligencia llevan años alertando de que la mayor amenaza de terrorismo doméstico se encuentra en la derecha supremacista, y de que en numerosos casos sus amenazas se han transformado en atentados, tiroteos y asesinatos.
La falta de esta reacción contundente por parte del sistema puede implicar que en unos años más estas mismas fuerzas sociales se vuelvan a reunir detrás de un liderazgo más inteligente políticamente, reforzado ante la impunidad que sus activistas están disfrutando, y que con una estrategia y un discurso más sofisticados se apresten a asaltar las debilitadas instituciones del poder. Hay que recordar que, a pesar de haber sido derrotado, Trump obtuvo 10 millones de votos más en esta elección, lo que significa que su base no se redujo, sino que se amplió tras cuatro años de gobierno.
Esa transformación fue precisamente la apuesta que hizo Hitler entre 1923 y 1933: durante esa década transformó al Partido Nazi en una máquina política capaz de reunir a diferentes capas sociales asustadas por la crisis económica y la amenaza de una revolución socialista, abandonando la idea de un “putsch” y desplegando una agresiva política que combinó la lucha de masas y callejera, con la apertura institucional.
Al igual que los partidarios de Trump hoy, la posibilidad de los nazis de recurrir a la violencia callejera con total impunidad -e incluso con la “vista gorda” o el abierto apoyo de las fuerzas de seguridad- fue un ingrediente clave en el atractivo que representaron para amplios sectores de la pequeña burguesía y las capas medias alemanas, italianas o españolas.
¿Pero por qué un Partido Demócrata que cuenta con amplio respaldo político, con mayoría en ambas cámaras y políticos experimentados podría ser incapaz de frenar la consolidación del “trumpismo” en un nuevo neofascismo de masas? Aunque muchos no quieran verlo, el fortalecimiento de esa fuerza política en EE.UU. no obedece a que sus votantes sean idiotas o que decidieron de un día para otro votar por una persona “desequilibrada” debido a las frustraciones acumuladas durante estas últimas décadas.
El fascismo, hoy como ayer, surge como alternativa política en la derecha extremista en un contexto de crisis económica global profunda, y en momentos en los que el modelo de acumulación se encuentra en un callejón sin salida: situación en la que el mundo se encontraba en el período de entreguerras, y en la que se encuentra hoy ante la debacle de EE.UU. como potencia hegemónica.
Ante esa situación el sector centrista -y mayoritario- del Partido Demócrata sólo tiene para ofrecer un retorno al neoliberalismo global en el mundo post-pandemia. Biden en ese sentido sólo puede ser la radicalización de la agenda de Obama con sus guerras, sus intervenciones en el extranjero, y el fortalecimiento del mercado a nivel global, en especial por la debilidad de su ala izquierda, con una mínima presencia en las comunidades, sin mayores experiencias de luchas de masas, y con agendas que apuestan demasiado a la articulación desde las identidades segmentadas de la población antes que a un proyecto transformador que apunte a las bases del neoliberalismo.
En este sentido, todo parece indicar que la respuesta a la crisis global será un mayor enfrentamiento con China como potencia emergente, con todos los riesgos que implican para el resto del mundo. Es poco probable que la nueva administración de Estados Unidos opte por otras estrategias para confrontar a Beijing en un escenario como el actual, con tanta presión desde su derecha y con una economía todavía golpeada por la crisis.
Queda pendiente la forma como Biden reaccionará ante las crisis abiertas en Cuba y Venezuela, Yemen, Siria e Irán – ¿apostará como Obama a la apertura o buscará atraer a ciertos sectores del Trumpismo con una retórica más nacionalista?-, pero de lo que podemos estar seguros es que al fascismo no se le frena sólo con “más democracia” sino respondiendo de forma contundente con una alternativa a la crisis que le da razón de existencia. El riesgo de no hacer nada –“no hay que darle tribuna al fascismo porque eso lo fortalece”-, o hacer muy poco -la “alternativa Obama”-, es que a un nuevo Münich 1923, le siga un Münich 1938: cuando las “democracias occidentales” optaron por abrirle el paso a Hitler y al horror que produjo.
Notas
[1] “The Washington Riot Was a Defeat for the Far Right, Not a Triumph” https://jacobinmag.com/2021/01/capitol-building-riot-business-trump
Activista sindical, militante de Convergencia Social, e integrante del Comité Editorial de Revista ROSA. Periodista especialista en temas internacionales, y miembro del Grupo de Estudio sobre Seguridad, Defensa y RR.II. (GESDRI).