¿Alguien quiere pensar en la vanguardia nacional?

A diferencia de la actitud de salvataje individual emprendida por NAVE, la actitud inconformista de la vanguardia frente al funcionamiento de su propio ámbito disciplinar radicaba precisamente en el abandono de una actitud peticionista individualizada frente a las políticas oficiales, así como en el establecimiento de una ruptura abierta y colectiva con dichos referentes dentro de un itinerario cultural autónomo, sostenido en una comunidad artística diversa, capaz de autoimaginarse por fuera de los amoldamientos institucionales. Para la aparición de una vanguardia hace falta más que la voluntad de “experimentación creativa”: se necesita de una visión artística colectiva, compartida, que proponga desde su trinchera particular en cultura una visión propia, social, necesariamente antagónica respecto de aquella visión universal de la modernidad a la que impugna.

por Carolina Olmedo C.

Imagen / Únete al baile, octubre 2019, Rocío MantisFuente.


Profundizando en los postulados y reacciones ante una columna reciente de mi autoría, titulada Cultura de la presión (Revista ROSA, lunes 21 de diciembre), quisiera precisar algunos aspectos difusos en su recepción por parte de ciertos agentes del ámbito de las artes escénicas. En particular la valoración del centro NAVE y su directora, María José Cifuentes, quien expresó su postura frente a los problemas planteados por la columna el miércoles en un programa radial de la Revista Hiedra. Estos aspectos sobre la dimensión creativa de la producción artística, el carácter subsidiario del Estado y las formas de alianza público-privada merecen ser revisitados, más aún cuando se caricaturizan posturas de oposición poco certeras para justificar la individualidad e inmovilidad política de algunas actorías ante un debate cultural radicalizado durante un año de revuelta social, crisis económica y proceso constitucional en ciernes.

La inercia y persistente pulverización de los agentes involucrados en ciertas disciplinas artísticas, arraigadas al protagonismo de la figura del / de la artista como centro de una disciplina cultural, en este caso se plantea como antídoto al involucramiento directo en la política, que pareciera ser igual de condenable y silenciable del campo cultural que las informaciones sobre los dineros empresariales en cultura. En ello coincidimos: ninguna de las dos cuestiones debería ser un tabú en un debate intelectual público entre revistas culturales; mucho menos ante el deseo de gran parte de los y las trabajadoras de la cultura de recuperar espacios democráticos e intercomunitarios propios de esta dimensión de la vida humana, sesgados por el actual orden constitucional. Es por esto que extraña la sobrerreacción de Cifuentes ante el recordatorio de que NAVE es una entidad afecta a la Ley de Donaciones Culturales y otros beneficios estatales asociados a la gran inversión desde sus orígenes -cuestión pública y ampliamente documentada en la prensa-, así como también la actitud de la revista al cierre del programa de estigmatizar el posicionamiento político en cultura. Algo francamente desfasado frente a un ámbito productivo y creativo de la cultura que levanta a un sinnúmero de candidaturas partidarias e independientes en todo el país, y que ya cuenta incluso con parlamentarios/as que se definen como artistas y participan de comisiones afines a dicho perfilamiento. 

También hay otro elemento que merece ser discutido: la defensa disciplinar, y en específico, la condición vanguardista de NAVE como bien prioritario de conservación cultural para el estado. Sin querer afectar un ápice la valoración creativa de este centro y su importancia para el desarrollo material de parte de la danza contemporánea en Chile, considero a lo menos cuestionable la estrategia del salvataje directo como defensa de existencia de una “vanguardia nacional” ¿Cómo medir la efectividad de esta inversión estatal en este ámbito disciplinar sin perspectivas especializadas ni de largo plazo dentro de los aparatos deliberantes de ministerios y del parlamento? ¿Dónde acumula el Estado el peso de sus inversiones y las democratiza si las infraestructuras continúan siendo de administración privada? Por otro lado, la vanguardia descrita por Cifuentes paradojalmente es una comunidad desinteresada en la política de su realidad inmediata y, asimismo, necesitada de la sustentación estatal como única posibilidad de existencia. Nada más alejado de la actitud artística con que las vanguardias y neovanguardias han sido caracterizadas en este continente y el mundo: movimientos contrainstitucionales, autogestivos, sensibles a su entorno social y sus cambios durante el siglo XX. La noción de la vanguardia como un fenómeno exclusivo y excluyente de las artes y sus disciplinas se acerca más bien a la noción de “vanguardia perpetua” extinta en los años sesenta: la naturalización del etapismo cultural eurocentrado y la idea de que la cultura contemporánea es irradiada desde los grandes centros de desarrollo del arte moderno hacia las periferias culturales (Bürger 7-9), diagrama en el cual el mecenazgo empresarial acercaría al país formas culturales “más avanzadas” o “faltantes”, a fin de “completar los vacíos” de una cultura nacional que se concibe como dependiente y necesaria de “poner al día” respecto de las producciones culturales euronorteamericanas. De este modo, la vanguardia estaría conformada desde su concepción por las agencias más integradas y “avanzadas” en dicha jerarquía cultural, cuestión bastante discutible como diagrama de desarrollo en pleno siglo XXI.

¿Cuál es el límite de esta perspectiva a la hora de abordar el actual debate sobre la crisis de la cultura y la posibilidad de rediscutir desde ella el derecho constitucional a la cultura y al arte? En primer lugar, la misma idea de la vanguardia como única entidad “modernizante” de la cultura bajo el respaldo del Estado. Una imagen que borra convenientemente las actitudes estéticas, históricas y políticas de ruptura que caracterizaron a las vanguardias en nuestro continente como motores experimentales y agentes desestabilizadores de las formas artísticas ya institucionalizadas. A diferencia de la actitud de salvataje individual emprendida por NAVE, la actitud inconformista de la vanguardia frente al funcionamiento de su propio ámbito disciplinar radicaba precisamente en el abandono de una actitud peticionista individualizada frente a las políticas oficiales, así como en el establecimiento de una ruptura abierta y colectiva con dichos referentes dentro de un itinerario cultural autónomo, sostenido en una comunidad artística diversa, capaz de autoimaginarse por fuera de los amoldamientos institucionales. Para la aparición de una vanguardia hace falta más que la voluntad de “experimentación creativa”: se necesita de una visión artística colectiva, compartida, que proponga desde su trinchera particular en cultura una visión propia, social, necesariamente antagónica respecto de aquella visión universal de la modernidad a la que impugna.

Fuera de la impugnación teórica frente a la “pureza” del ideario vanguardista erigido por NAVE, que Cifuentes describe como resultado de un énfasis en la creación como proceso separado de los intereses inmediatos de la población circundante, resulta urgente desnaturalizar la idea de que toda acción privada al margen de las instituciones públicas correspondería a una acción de “vanguardia” o “contrainstitucional” que guarda en su seno la potencia de ser “el futuro” de la cultura contemporánea. También la idea de que la “auténtica vanguardia” se sustentaría meramente en acciones artísticas singulares, individuales, circunscritas al trabajo artístico en un diagrama con roles muy definidos entre artista (emisor) y público espectador (receptor). Una concepción alejada de la vanguardia como fenómeno histórico, anclado a poblaciones específicas y prácticas sociales para nada “universales” que tendieron a romper esas rígidas jerarquías y producir una crítica permanente frente al status quo cultural (Bürger 10). Jibarizado, el vanguardismo de NAVE obvia el importante rol de la vanguardia como intensificadora de los anclajes entre creación y medio social más allá de las instituciones (privadas o públicas), construyendo relaciones e interacciones de diverso tipo entre la intelligentsia de una clase y la clase misma (Trotsky 60-61).

Esta ductibilidad a la hora de pensar la realidad “a la mano” para su transformación por parte de las vanguardias del siglo XX sin duda contrasta con la actitud pasiva de NAVE frente a la concursabilidad, la competencia, la subsidiariedad del Estado y la dependencia cultural crónica respecto de los contenidos venidos de centros de arte contemporáneo en el hemisferio norte. Todas cuestiones propias del neoliberalismo en cultura que son “criticadas” por la dirección de NAVE en términos verbales, pero que emergen como una “naturaleza inamovible” al interior de sus políticas institucionales. Esto al punto de que su postura actual es pedir el retorno de una concursabilidad extinta, que se amoldaba de mejor forma a sus posibilidades y aspiración a ser una entidad “privada de sustento estatal” a mediano plazo. En este escenario, seguir imaginando a NAVE como “complemento de lo que el Estado no puede realizar”, pero que incluso en la crisis se sirve de fondos estatales, es hasta irónico, ello en la medida que su propia existencia como espacio cultural depende en la actualidad casi exclusivamente de fondos concursables. Fondos que el equipo del centro se niega a haber perdido, insistiendo en un salvataje estatal por fuera de los conductos ya establecidos y aceptados por la entidad, aún cuando ello suponga una agudización de la competencia presupuestaria institucional pública y mixta en la ciudad región. En medio de una pandemia mundial que destruyó millones de empleos en este país, miles en cultura, un rescate de NAVE sin recuperar parte de la propiedad de su inmueble o el mínimo control de sus lineamientos supondrá una dura actualización de la impugnación popular de que “las ganancias se las lleva la empresa, y las pérdidas las pagan los/as trabajadores”. En términos puros, el Estado cuidaría la inversión en tiempos de vacas flacas, habiendo ya facilitado la inversión privada en el proyecto cuando estas mismas vacas estaban pletóricas.

Sin duda la crisis en la danza y otras artes escénicas aceleradas por las cuarentenas debe discutirse más allá de un clivaje esquemático entre Estado y acción privada, pero también sortear el riesgo de caer en la rudeza de definir al mundo privado como una “suma de individuales”, equivalentes e indistinguibles entre sí, sin reconocer al capital empresarial como un agente que responde a intereses y recursos corporativos particulares, y que también tiene beneficios a los que la gran mayoría de la ciudadanía no puede acceder. Por supuesto no es mi intención estigmatizar el rol empresarial en cultura y a la Ley de Donaciones Culturales con solo nombrarla. Por el contrario, resulta llamativo que para Cifuentes la sola mención en lo público de este beneficio empresarial resulte una afrenta y un intento por manchar la credibilidad del centro diciendo lo evidente: que fue construido gracias a la existencia de capitales privados que posibilitaron un proyecto de tamaña envergadura. En términos objetivos, decir que NAVE se financia a través de Ley de Donaciones Culturales desde sus inicios en 2015 -como consignan diversas fuentes de conocimiento público- es tan concreto como cerciorarnos de la humedad del mar o la altura de la cordillera, y no debiera revestir mayor polémica o debate al respecto.

En este sentido, se vuelve urgente destacar la diferencia entre el rol privado en cultura y el papel empresarial en su especificidad, así como el carácter de los diferentes vínculos entre capital y producción cultural en el contexto de un Estado subsidiario y los restos de un Estado del compromiso que coexisten de manera problemática. No es mi intención detenerme en lo empresarial como un rol estigmatizado / promovido dentro del debate cultural en general, pero sí advertir la diferencia también existente entre los capitales correspondientes a empresas propiamente culturales (inversiones particulares y con apoyo estatal para el desarrollo de empresas pequeñas y medianas del área), y el financiamiento cultural proveniente de otros tipos de empresariado con la venia del Estado (el “mecenazgo”), en que la relación se genera a través de equipos culturales y empresariado, sorteando la conducción de sus labores de acuerdo a lineamientos oficiales. Es importante destacar este aspecto, en cuanto se insiste en la existencia de un “mecenazgo cultural” que reactualiza en NAVE una tradición de relaciones históricas entre burguesías, artistas y nación. Esto pese a que el contexto chileno no puede alejarse más de la cita al quattrocento, en cuanto el dinero de la Ley de donaciones culturales es en su mayoría dinero de recolección fiscal, y no aportaciones que sinceramente reflejen el compromiso cultural de las empresas locales con el Estado-nación a través de su patrimonio personal. No se trata entonces de las “buenas” o “malas” intenciones del inversor, o la “bondad” del mecenas empresarial versus la desidia del empresario “sin cultura”, sino de la realidad objetiva de las relaciones entre empresariado y proyecto cultural respaldadas en todo momento por el Estado. En este caso, es de esperar que las inversiones privadas que sostenían a NAVE en años anteriores a través de este beneficio estén en arcas fiscales, ojalá en forma de impuestos y no de deuda empresarial. Cuestión que provocaría no sólo una crisis en la danza y en las finanzas de este centro, dicho sea de paso.

En este punto, merece la pena recordar que el Estado tiene en cierta medida las riendas del financiamiento cultural a través de la Ley de Donaciones Culturales, definiendo tras evaluación qué proyectos pueden acogerse a este beneficio y cuáles no, de acuerdo con su interés para el desarrollo cultural del país. Sin embargo -y de ahí la importancia de las redes e influyentes al acceso de cada agente en competencia- no todas las entidades acceden de igual manera a este beneficio debido a la falta de un colchón financiero que les permita literalmente “invertir para poder trabajar”, como tampoco el Estado asegura condiciones mínimas para que la competencia y selección se hagan realmente a partir de criterios de calidad y contenido sin más miramiento (precarizando el trabajo de evaluación, no contando con profesionales especializados de todas las áreas, ni de todo el territorio, sin paridad, etc.). Es por eso que, incluso sin proponérselo, entidades de grandes recursos como NAVE terminan acaparando los recursos y la atención, en una competencia que nunca rompe las individualidades y se expresa colectivamente: la cultura en Chile está en medio de la peor crisis financiera de los últimos veinte años, y la danza profesional en su singularidad está en la cuerda floja.

Desde ese contexto de crisis y sin buscar celebrar el estado actual de NAVE, sino a dotar de alguna racionalidad al debate abierto en torno a su posible rescate con fondos estatales, es necesario revisar algunas propuestas en la materia, muchas aparecidas en el contexto de las conversaciones e intervenciones públicas de la Red Nacional DanzaSur. Estas apelan en lo institucional a la conformación de cuerpos funcionarios especializados capaces de definir lineamientos disciplinares claros más allá de los factores propios de la subsidiariedad (rentabilidad, masividad, tendencia a la forma industrial, capacidad de lobby); así como al establecimiento de marcos legales que establezcan a la danza como un ámbito de creación, trabajo, disfrute y enseñanza protegido constitucionalmente. Dos cuestiones puntuales dentro de otras propuestas de resistencia planteadas por la Red a nivel de privados, como fortalecer las redes de apoyo mutuo, plantear la diversificación de las fuentes de financiamiento y crear instrumentos de apoyo a la justicia económica en el desarrollo de proyectos de autogestión.

En un escenario francamente catastrófico, se esperaría que instituciones de gran notoriedad como NAVE encabezaran la formación de un órgano estatal especializado con anclajes disciplinares y comunitarios claros para afrontar la crisis sectorial, ello a partir de sus conocimientos sobre el sector y redes construidas. O, ante su insustentabilidad en el tiempo con capitales privados, que propusieran a su sede como un primer Centro Nacional de la Danza dedicado a la difusión, aprendizaje y enseñanza de esta disciplina, del que NAVE podría formar parte como un programa de residencias. O que promovieran un marco constitucional que permita establecer a la danza y otras expresiones escénicas desarrolladas en el país como prácticas aseguradas por Ley en la nueva constitución con su respaldo especializado. Cualquier cosa antes de seguir pidiendo fondos por fuera del conducto regular, estableciendo a la especialidad disciplinar que desarrollan como único criterio de urgencia. Claro que no se trata de un concurso de proyectos sobre el futuro del espacio o sus potenciales roles dentro de una política pública nacional, sin embargo se esperaría que estas propuestas surgieran de manera decidida desde los propios agentes del sector, y en especial por parte de aquellos que tienen mejores posibilidades de superar la crisis debido a su “diversidad” financiera, público-privada.

En lugar de una apuesta por una economía social de la crisis en danza, NAVE ha insistido en el salvataje de su proyecto como única acción política posible para el apoyo de esta disciplina desde el Estado. Pues sí: en Chile negociar una restauración de millones de dólares que se restan de la recaudación del fisco -fondos con que se construyen hospitales, escuelas, viviendas, etc.- es hacer política, y también lo es pedir un rescate económico en medio de una crisis con altos niveles de destrucción de empleo en cultura, siendo audible en el parlamento aún en tiempos de recortes presupuestarios brutales a las instituciones del área. La de NAVE es una acción política singular, efectiva aunque insuficiente para sostener una crisis generalizada de la danza que imposible de sortear sin definiciones sectoriales. Resulta terrible tener que explicar que enunciar esta cuestión no es (sic) “un gesto de neoliberalismo” como se lo toma Cifuentes: lo neoliberal es aceptar la desigualdad de la competencia y la terca individualidad de los proyectos en juego como parte del paisaje cultural sin mayores reflexiones de por medio, aspecto que en el caso de instituciones privadas con gran respaldo patrimonial -como el edificio que aloja a NAVE- agrava el problema inicial de ausencia de recursos, dificultad en su distribución y desigualdad de acceso.

Esta competencia desigual que Cifuentes parece recién constatar tras leer mi columna, pero que literalmente es el modus vivendi de su propia institución, aparece atenuada en la enunciación romántica de una “vanguardia” excelentista, profesional, incluso solidaria, que encara la crisis en su precariedad apoyando la experimentalidad residente en NAVE. Sin embargo, esta vanguardia aparece como un cuerpo simbólico, fantasmagórico, que reemplaza la voz de una comunidad cultural efectivamente existente, que excede por mucho a aquellas circunscritas al proyecto NAVE o a la concepción disciplinar de la danza contemporánea como espacio de experimentación. Un cuerpo otro, con el que las numerosas murgas, agrupaciones, comparsas y academias autogestionadas de baile que repletan el Barrio Yungay lamentablemente aún no construyen afinidades efectivas. Pese a ello, desde ciertas actorías se sigue hablando de “el mundo de la danza” sobre su silencio y exclusión con cierta comodidad. Es por esto que, como una comunidad compleja en plena construcción, cualquier ámbito disciplinar de la cultura requiere una atención y respuesta del Estado como sector, superando los personalismos orientados por el tradicional peticionismo empresarial chileno a través de la acción cultural. Solo esta voluntad colectiva permitirá superar una inmovilidad política y lejanía institucional ya habituales en ciertos ámbitos del desarrollo cultural de mayor experimentalidad, iniciando una necesaria imaginación política y social situada en lo disciplinar. En medio de una crisis descontrolada e incontenida, incluso agudizada por el régimen neoliberal en cultura, ciertamente una imaginación social de la producción artística y sus condiciones mínimas sí que sería un acto verdaderamente vanguardista.

Sitio Web | + ARTICULOS

Historiadora feminista del arte y crítica cultural, integrante fundadora del Comité Editorial de Revista ROSA.