Para diseñar una política y enfrentar a la extrema derecha es necesario determinar cuál es la contradicción principal del nuevo período en que la iniciativa política se encuentra en la derecha constituida tras la crisis económica, como un bloque hegemónico de clases afirmado en una regresión conservadora.
por Felipe Ramírez.
Imagen/ Afiche del VI Congreso General del Partido Socialista de Chile, 1939. Fuente: Wikpedia
Desde mediados de la década de los 2000 distintas fuerzas políticas, entre las que nos encontrábamos quienes adheríamos al proyecto comunista libertario, leímos la realidad política a partir de una serie de categorías que nos permitieron establecer que, sobre todo a partir del fin de las luchas defensivas en los 90, se abrió un período político en nuestro país marcado por los esfuerzos del campo popular por rearticular sus fuerzas tras la salida pactada a la dictadura.
La derrota de las luchas de los mineros del carbón en la zona Lota-Coronel, el fracaso de las movilizaciones universitarias contra la mercantilización de la educación y, en específico con la crisis de desfinanciamiento del Fondo Solidario -que incluyó el asesinato de Daniel Menco en Arica en 1999-, más el surgimiento de nuevos actores movilizados bajo lógicas ofensivas, como los pobladores en la Toma de Peñalolén y el pueblo mapuche que inició, a través de la CAM, en 1997 su reivindicación territorial, marcaron el inicio de un nuevo período.
En este escenario general se encuadran distintos ciclos políticos caracterizados por momentos de alza o reflujo de las movilizaciones sociales, y el desarrollo o retroceso de las organizaciones de masas que las protagonizaban, la gran mayoría de las veces de manera dislocada. Basta recordar el desacople entre las movilizaciones secundarias -en ascenso desde 2001 y con su momento de mayor expansión el 2006- y las universitarias, marcadas por la dura derrota de las luchas del 2005, cuando no se pudo impedir el inicio del nefasto y masivo sistema de préstamos bancarios a estudiantes, llamado Crédito con Aval del Estado.
El elemento central para sostener las condiciones del período radicaba en un proceso general que daba cuenta de un ascenso de las luchas populares, independiente de derrotas particulares o sectoriales. A pesar de que la correlación de fuerzas entre las clases sociales en pugna se mantuviera con la iniciativa política alojada en el campo popular, el período se mantenía estable.
En 2011 el proceso de luchas estalló -huelgas estudiantiles pero también sindicales, regionales y medioambientales- marcaron el momento álgido del período abierto en los 2000. Las coordenadas políticas pactadas por el bloque en el poder establecido al final de la dictadura (conformado por los partidos y fuerzas sociales comprometidas con el pacto social transicional establecido sobre la base del Consenso de Washington) se vieron sometidas a una presión inédita debido al programa radical de demandas levantado por las organizaciones de masas. Además, existía poco margen de maniobra para su defensa debido a la crisis de legitimidad generada por los casos de corrupción.
Esta situación no era particular en nuestro país, sino que se enmarcaba en un proceso al menos regional, en el que fuerzas progresistas o de izquierda desplegaban distintos esfuerzos por hacer frente al neoliberalismo. Estas luchas fueron hegemónicas durante una década completa en América Latina, en un abierto desafío a la tradicional política colonial desplegada en la región por el imperialismo norteamericano.
A los tradicionales y neoliberales gobiernos de la Concertación o del APRA en Perú se sumaron pronto agendas más radicales, entre las que destacaron el programa nacional-popular y prontamente socialista reivindicado por el mandatario venezolano Hugo Chávez. Junto con él destacaron el sindicalista brasileño y presidente Lula da Silva en representación del Partido de los Trabajadores, Néstor Kirchner, como representante del ala izquierda del peronismo en Argentina, el ecuatoriano Rafael Correa y el líder indígena Evo Morales en Bolivia quienes, además, oxigenaron una dura situación vivida en Cuba debido al bloqueo estadounidense.
La expresión institucional de este nuevo orden de cosas en Latinoamérica se tradujo en el levantamiento de nuevos espacios de coordinación y cooperación, entre los que resaltaron por su importancia el ALBA, la UNASUR y la CELAC; todos intentos por reforzar la soberanía regional frente a actores externos que proyectaban subordinación de las economías locales.
La crisis económica del 2008, que afectó de manera particularmente fuerte a las economías del centro capitalista (Estados Unidos, Canadá, Unión Europea), abrió las puertas a un cuestionamiento más fuerte aún al neoliberalismo, en momentos en los que su patrón de acumulación comenzaba a mostrar signos de agotamiento tras casi 20 años de existencia sin mayores amenazas tras la caída de la URSS y del antiguo campo socialista.
A ello se sumó la incipiente consolidación de una alternativa al unipolarismo internacional de Estados Unidos a través de los países del BRICS, y el lento desarrollo de corrientes críticas en los tradicionales partidos socialdemócratas europeos -mantenidos durante los 90 y 2000 bajo las coordenadas de la “tercera vía” del laborismo de Blair, y la renovación socialista del PSOE español.
Pérdida de la iniciativa y cambio de la correlación de fuerzas
Este estado de cosas, sin embargo, no podía ser permanente. Al no existir una salida política y económica a la crisis desde la izquierda, las fuerzas sociales que sufren las consecuencias de la misma buscarán siempre una alternativa ante el peligro de “pagar el precio” de un empeoramiento de sus condiciones de vida.
El imperialismo reforzó su apuesta global hegemónica a través de la eternización de la “guerra contra el terrorismo” no sólo en un balcanizado Medio Oriente, sino a escala mundial, reforzando un negocio que permite asegurar el ingreso de millonarios recursos a su complejo industrial-militar.
El fracaso de apuestas por revertir las políticas de austeridad impuestas por las organizaciones internacionales neoliberales -como el Fondo Monetario Internacional-, cuya expresión más dramática es la derrota de Syriza en Grecia y la profundización de la crisis económica y social que afecta a Venezuela -y luego al resto de los países bolivarianos de América Latina- muestran que la izquierda se encuentra hoy a la defensiva.
Ante una crisis económica que luego de 10 años no termina de ser superada, la receta de los partidos políticos tradicionales del eje neoliberal -ya sea en sus vertientes liberal-conservadoras o de centroizquierda- ha estado afirmada en la consigna de socializar las pérdidas y privatizar las ganancias. Millonarios salvatajes se han implementado para grandes empresas privadas en quiebra, mientras que los trabajadores en todo el mundo han visto cómo sus condiciones de trabajo y vida se precarizan para sostener las ganancias de sus patrones. A ello se han sumado privatizaciones de servicios sociales básicos como educación y salud, junto con la venta de empresas estatales a precios absurdos.
Por supuesto que esto ha generado descontento, que mezclado con una percibida amenaza a las identidades locales debido a la “globalización”, ha dado auge a nuevas fuerzas políticas de extrema derecha en vertientes neofascistas, ultraconservadoras y nacionalistas. Italia, Hungría y Polonia en la Unión Europea, Estados Unidos, e incluso países como India se encuentran actualmente gobernados por partidos políticos de estas tendencias. Representantes sociales de las capas medias asustadas, una oligarquía y una burguesía que buscan nuevos métodos para blindar sus privilegios.
América Latina no ha sido ajena a esta tendencia, siendo la elección de Jair Bolsonaro la mejor expresión de ello. Su paso de ser un paria a presidente electo en sólo cuestión de meses demuestra la vitalidad de estas posiciones en países que hasta hace pocos años atrás eran contabilizados en el eje de izquierda, aplicando recetas que ya implementaron Donald Trump -y en particular el Tea Party– en Estados Unidos.
Las redes sociales dan nueva vitalidad a un modus operandi que podríamos calificar de “clásico” entre estas fuerzas: el abuso de las consignas simplistas antes que los argumentos, el uso de mentiras para deslegitimar adversarios, la identificación de un “otro” ajeno a la identidad nacional, la aplicación de la violencia –física o simbólica- contra el “enemigo”, el ejercicio de un liderazgo individual que, aprovechando las nuevas tecnologías, desprecia la democracia y la reemplaza por una relación directa entre el líder y las masas –como Trump en Twitter- son algunos ejemplos.
Para contrarrestar estas acciones no basta con intentar desmontar sus mentiras, el triunfo de Trump y de Bolsonaro lo demuestran. No importaron los esfuerzos de medios de comunicación por contrastar las afirmaciones de ambos durante sus campañas políticas, ya que éstos estaban ya identificados como parte del establishment.
Para enfrentar estas posiciones tampoco basta una lógica defensiva, ni utilizar categorías como “fascista” para demostrar el peligro que encarnan, ya que este punto de vista es, en los hechos, una defensa del status quo previo, que se encuentra en decadencia y es criticado por la gran mayoría de las fuerzas sociales.
Por lo mismo, para diseñar una política y enfrentar a la extrema derecha es necesario determinar cuál es la contradicción principal del nuevo período en que la iniciativa política se encuentra en la derecha constituida tras la crisis económica, como un bloque hegemónico de clases afirmado en una regresión conservadora.
Debido a que la crisis pareciera responder por su extensión y profundidad, y su relación con una crisis civilizatoria mayor, a un conflicto en el nivel del patrón de acumulación neoliberal, los esfuerzos que realizan las distintas expresiones políticas de las capas dominantes buscan reacomodar el modelo económico y asegurar sus tasas de ganancias. El bloque dominante busca precarizar aún más las condiciones de vida de los trabajadores para recuperar su hegemonía a través del endurecimiento del régimen político y el disciplinamiento de las masas mediante fuerzas políticas de extrema derecha.
En contraposición a ello, el campo popular ha sido incapaz de superar las limitaciones propias de la socialdemocracia y del progresismo, encontrándose alejado de las luchas propias del mundo del trabajo y atomizado en luchas parciales sin poder sistematizar las demandas y críticas al modelo en un programa de lucha coherente que entregue una perspectiva de transformación radical y socialista.
Podemos entonces preliminarmente establecer que el nuevo período al menos se abre con una oposición entre los esfuerzos del gran capital por superar la crisis de hegemonía estadounidense –y del patrón neoliberal de acumulación- a través de la reivindicación de las fronteras nacionales para disciplinar localmente a las fuerzas sociales descontentas, ante un campo popular que pugna por levantar desde las luchas sociales un proyecto político contrahegemónico.
Este ajuste implica la necesidad de replantearse el despliegue táctico de la izquierda. Si en el momento en que la izquierda tenía el control del aparato estatal y contábamos con una correlación de fuerzas favorable a nivel regional no fuimos capaces de superar la crisis, ¿qué pasos debemos dar para enfrentar un escenario en el que estamos a la defensiva?
En esas coordenadas, el desafío de enfrentar al fascismo no radica en develar sus limitaciones o las falsedades que llenan sus consignas, sino disputar la propuesta que representan para superar la crisis que afecta al neoliberalismo: profundizar la democracia, enfrentar el cambio climático con formas productivas sustentables, generar propuestas para superar los efectos del desarrollo tecnológico y de la Inteligencia Artificial en el mundo del trabajo, disputar los contenidos detrás de la idea de patria con las tendencias de extrema derecha, impulsar un diseño plurinacional del Estado que incorpore en un plano de dignidad e igualdad a los pueblos originarios, y generar dinámicas de integración regional que potencien el desarrollo conjunto de los pueblos de América del Sur son sólo algunas de las líneas de acción que debemos trabajar.
A ello se suma el desafío de sacar conclusiones de los procesos que se han desarrollado en la región. Si los procesos de burocratización caracterizaron algunas de las apuestas como el PT en Brasil, o la ausencia de un partido de izquierda constituido que aportara al desarrollo y fortalecimiento del movimiento popular como sucedió en el caso de Venezuela donde el PSUV se formó cuando el proceso ya estaba avanzado, ¿podemos ser gobierno sin una relación distinta con el movimiento popular, una relación que lo fortalezca y le otorgue un rol central en el diseño y elaboración de la política contrahegemónica?
Solo con partidos fuertes, vivos, y un proceso donde el protagonismo de los cambios resida en las organizaciones de masas –de trabajadores, de mujeres, en los territorios y los lugares de estudio- y en los pueblos, avanzaremos hacia la construcción de un nuevo Chile, socialista, digno y soberano.
Activista sindical, militante de Convergencia Social, e integrante del Comité Editorial de Revista ROSA. Periodista especialista en temas internacionales, y miembro del Grupo de Estudio sobre Seguridad, Defensa y RR.II. (GESDRI).