Contra todo lo que el sentido común de la transición indica, lo cierto es que contar con una lista unitaria de las fuerzas transformadoras, enlazando a partidos de izquierda y organizaciones de masas, y otra de centroizquierda a partir de los partidos de Unidad Constituyente (la antigua Concertación, el PRO y Ciudadanos), resultan más competitivos ante una derecha subordinada a los sectores más extremistas de la UDI y Republicanos. Cobra mayor urgencia la convocatoria de un Congreso Popular para la Constituyente que aglutine a la izquierda y a las organizaciones sociales en un gran programa unitario que permita evitar la dispersión y fortalezca políticamente al campo popular en el inicio de la lucha constitucional.
por Felipe Ramírez
Imagen / Movilizaciones de noviembre 2019, 15 de noviembre 2019, Fernando Carvallo.
Pasado el plebiscito del 25 de octubre, las voces que presionan por tener una gran lista unitaria de todos los partidos de oposición, desde la Democracia Cristiana hasta los partidos de la izquierda, se ha hecho cada vez mayor, agitando el temor a que la derecha logre alcanzar un tercio de los escaños en la Convención Constitucional, bloqueando la elaboración de una nueva Carta Magna.
El razonamiento detrás de esta posición, levantada sobre todo por las fuerzas políticas ligadas a la tradición concertacionista, es bastante simple: la división de la centro-izquierda y la izquierda en dos o más listas dispersaría el voto del heterogéneo campo del “Apruebo” abriendo más posibilidades para que la derecha unificada alcance el número de constituyentes necesarios para vetar los cambios reales.
En función de ello, se ha desatado una potente campaña comunicacional que ha contado con el apoyo de los sectores más moderados del Frente Amplio, en particular de Revolución Democrática y el Partido Liberal, y con la lamentable omisión de la mayoría de Convergencia Social, así como con la ambigüedad del Partido Comunista.
Ante las presiones por una lista “unitaria”, que en el fondo buscan “tirar tierra” encima de las críticas estructurales que realizara el país a partir de la revuelta del 18 de octubre de 2019 y reinstalar la lógica de la transición a la discusión política, ni CS ni el PC o Comunes han sido capaces de defender una posición diferenciada, subordinándose en los hechos a las definiciones políticas asumidas por las fuerzas moderadas. Ante la inacción y el inmovilismo -por falta de convicción, de claridad, o por simple oportunismo electoral y cálculo de cupos-, pareciera reforzarse la posición moderada a pesar de la radicalidad demostrada por las masas en la protesta callejera.
Ello ya está teniendo consecuencias: son innumerables los distritos en distintas regiones del país en que organizaciones de base o de masas se están reuniendo para levantar listas alternativas, “independientes”, escudados tanto en la clara ambigüedad, oportunismo y falta de generosidad de los partidos, como en un discurso “anti-político” muy peligroso, ya que alienta prejuicios que cuesta mucho desactivar después y que son históricamente aprovechados por la extrema derecha.
Dado ese escenario cabe preguntarse ¿debemos ceder ante los cantos de sirena de la unidad transicional? La tentación de transformarse en la renovación de los viejos cuadros concertacionistas bajo el manto de la épica del estallido es grande: hay cargos en el aparato estatal y de representación disponibles, con las prebendas asociadas, al alcance de la mano.
Lo que olvida todo este cálculo -y olvidan los partidos del Frente Amplio y de Unidad por el Cambio- es que gran parte del empuje detrás del arrollador triunfo del Apruebo tiene precisamente que ver con un rechazo a las lógicas políticas y al programa político que constituyeron la transición: los grandes acuerdos nacionales con la derecha, los límites de la democracia delineados por los intereses del gran capital, el neoliberalismo como frontera del modelo del país.
Más que revivir la antigua política de los acuerdos, los partidos de la izquierda deben cumplir el rol de dar expresión institucional a las luchas de masas que han estallado en el país desde los primeros 2000 debido a las consecuencias del neoliberalismo, sistematizando sus demandas históricas en un programa político transformador. No hacerlo escudados en el temor a ser quienes “rompieron la unidad de la oposición”, o peor aún en mezquinos cálculos para asegurar cupos a determinados precandidatos/as, implica en los hechos renunciar a su papel de partidos para transformarse definitivamente en meros aparatos electorales cooptados por intereses cortoplacistas de sus cúpulas dirigentes.
De todas maneras, todavía no hemos llegado a un punto de no retorno, y tenemos la oportunidad única de convocar desde la unidad de la izquierda, a una lista de las fuerzas políticas y sociales transformadoras que incorpore a independientes y dirigentes sociales, y que realice un gran Congreso Popular para elaborar un programa unitario que no sólo evite la dispersión, sino que fortalezca políticamente al campo popular en esta nueva etapa.
Para profundizar en esta reflexión, es necesario hacerse cargo de 3 niveles de la discusión: el electoral, el político, y el programático. Vamos con el primero.
Contra todo lo que el sentido común de la transición indica, lo cierto es que contar con dos listas: una de la izquierda -Unidad por el Cambio + Frente Amplio- y organizaciones sociales, y otra de la centro-izquierda que aglutine a la antigua Concertación, al PRO y a Ciudadanos -lo que hoy es “Unidad Constituyente”-, entrega mayores condiciones para aislar a la derecha y obtener una mayoría proclive a los cambios en la Convención Constitucional que una incoherente lista única de la “oposición”.
Esto porque esa unidad necesariamente perderá mucha votación “por izquierda” de gente desilusionada por el pacto con “los mismos políticos de siempre”, y por la necesaria componenda que implica llegar a un acuerdo con fuerzas de centro como la Democracia Cristiana o Ciudadanos, lo que implicará con toda seguridad el abandono de los puntos más importantes del programa transformador de la izquierda. Pero además una apuesta conservadora como esta estimulará la generación de listas paralelas de “independientes” a partir de organizaciones sociales, o aventuras individuales de caudillos locales por todo el país, aprovechando el discurso “anti-política” que se ha instalado.
Por el contrario dos listas, una de centro-izquierda capaz de disputar el voto moderado a una derecha capturada y subordinada a su ala más extrema representada por la UDI y Republicanos -en el fondo a quienes se obstinaron en el inmovilismo a partir de la opción del Rechazo-, y otra de izquierda que estimule la participación de jóvenes y de los sectores movilizados más críticos desde la revuelta de 2019 conteniendo la dispersión en otras listas paralelas, es posible aspirar a dejar con menos del tercio de los votos en la Convención, eliminando su veto minoritario.
Respecto al segundo nivel, alcanzar un acuerdo unitario que aglutine al menos al Frente Amplio y a Unidad por el Cambio implica que sus partidos políticos actúen con generosidad y celeridad, asumiendo el rol que les compete como organizaciones que aspiran a ejercer liderazgo de cara a las y los trabajadores del país: deben ser capaces de llegar a un acuerdo rápido para que a nivel nacional se unifiquen los comandos de “Chile Digno” y “Que Chile Decida”, y pongan a disposición de las organizaciones sociales y de masas, de los cabildos y las asambleas locales, al menos un 50 por ciento de los cupos de sus listas a nivel nacional, de manera de dar cabida a esa amplia heterogeneidad de nuestros pueblos que durante años se ha movilizado duramente en contra de las injusticias y desigualdades del neoliberalismo.
Contra lo que ha sido la tónica estos meses, no es el momento del cálculo pequeño, de la disputa de egos, ni de sacarse en cara las pequeñas rencillas que nos dividen, sino de la humildad, de la crítica colectiva, de la confluencia de quienes compartimos la aspiración de un Chile diferente, de hacer carne las demandas que tanto hemos defendido estas décadas.
Algunos pueden argumentar que diferentes partidos han abierto cupos a figuras independientes, cosa que ya han anunciado algunos a través de redes sociales o medios de comunicación. Sin embargo, esa maniobra representa una salida meramente formal y burocrática al problema de fondo que enfrentamos. Es un atajo que permite evadir la exigencia central que nuestros pueblos han demandado en las protestas: ser protagonistas de los cambios. A los partidos les cabe entonces ser las herramientas que permitan ese ejercicio, pero de manera colectiva, no individual.
Así llegamos al tercer punto: el programático. Abrir las listas con cupos para dirigentes sociales independientes no es suficiente, se necesita generar un espacio que permita la participación activa de todo el amplio sector movilizado que permitió superar el muro de contención que blindaba el neoliberalismo desde el inicio e la transición en 1990 para la elaboración de un programa para la constituyente, con un compromiso público de todas las organizaciones, individualidades y candidatos/as participantes, de impulsar ese programa en la Convención Constitucional.
La convocatoria de un gran Congreso Popular para la Convención Constitucional, por parte de los partidos de izquierda y las organizaciones de masas -sindicales, sociales, feministas, medioambientales etc- es un paso indispensable para aunar voluntades y enfrentar fortalecidos estos dos años de debates y discusiones. Para nadie es un secreto que las Constituciones no son meros documentos surgidos de la discusión democrática abstracta, sino que cristalizaciones de las correlaciones de fuerzas entre clases sociales, por lo que la fuerza que se despliegue en apoyo a los candidatos primero, y de nuestro programa durante los debates después, será un elemento crucial ante los esfuerzos de los sectores privilegiados de siempre que intentarán blindar sus posiciones.
A nivel latinoamericano contamos con precedentes relativamente recientes de ejercicios de este tipo: el “Congreso de los Pueblos” en Colombia es uno de ellos. Más atrás está el “Congreso del Pueblo” de Uruguay en 1965. En nuestro país existen ejemplos más humildes, como el “Congreso Social Por un Proyecto Educativo” realizado el año 2011 que reunió a organizaciones estudiantiles y sociales en la elaboración de un programa común, y el 2014 se realizó un Congreso por la Educación para los Pueblos.
Sin duda la pandemia dificulta la realización de una deliberación colectiva de esta envergadura, pero la tecnología nos permite contar con herramientas que hace unos años eran impensables. Que sindicatos, cabildos, asambleas territoriales, organizaciones sociales y partidos de izquierda impulsen y organicen un Congreso que desde una reflexión colectiva a partir de las principales demandas levantadas por las movilizaciones sociales estos años -en educación, pensiones, trabajo, deudas, matriz productiva y energética, derechos de pueblos originarios, derechos de las mujeres, derechos de las disidencias sexuales, medioambiente entre otras- articule mediante una metodología participativa un programa para el nuevo Chile, no es sólo lo mínimo que la izquierda debe impulsar en este minuto: es su obligación histórica. Si no lo hacemos, los resultados en abril estarán lejos de los porcentajes del plebiscito del 25 de octubre, y muy probablemente la derecha tendrá asegurada de antemano la protección de los pilares del modelo. La historia se encargará de juzgar a los responsables.
Activista sindical, militante de Convergencia Social, e integrante del Comité Editorial de Revista ROSA. Periodista especialista en temas internacionales, y miembro del Grupo de Estudio sobre Seguridad, Defensa y RR.II. (GESDRI).