El argumento de base era más o menos el mismo. La clase intelectual cosmopolita y libertina habría perdido el contacto con los verdaderos anhelos y costumbres del pueblo. Ella pervirtió sus valores buscando hacer pasar creaciones “patológicas” y “sexualidades distorsionadas” como expresión de genialidad. En el fondo, esa clase sería la verdadera élite por combatir, mientras que la élite económica y sus intereses de expoliación era alabada como revolucionaria. Como si el lema fuese: cuelgue a un artista y conserve un banquero.
por Vladimir Safatle*
Imagen/ Quema de brujas, Alemania, grabado, s.XIX. Fuente:Wikipedia
Nocturno de Chile es una novela de Roberto Bolaño. En ella, el autor transforma al general Augusto Pinochet en protagonista de la historia de un crítico literario conservador.
En cierto momento, el general pide hablar con el crítico que, sorprendido, va a su encuentro. En el, entre caminatas y silencio, Pinochet comienza a hablar sobre lo que realmente lo aflige. No, lo que le preocupa no son las luchas políticas, la resistencia armada o los grandes acuerdos económicos internacionales. Su mayor preocupación es intelectual.
Él no logra entender por qué no es reconocido por sus dotes literarias e intelectuales. Autor de una gran Historia Militar, Pinochet culpa a un complot de izquierdistas por el hecho de no ser visto como lo que él cree ser.
Nadie más que un escritor podría comprender ese nudo de resentimiento cultural que impulsa la vida política latinoamericana y sus olas autoritarias-conservadoras.
La falta de reconocimiento de la grandeza intelectual de Pinochet se explicaría porque todo el aparato de creación de hegemonía cultural (universidades, editoriales, cines, artistas en general) estaría tomado por “ideólogos” que no saben sobre el verdadero arte y el verdadero saber. No hay otra explicación posible.
El pensamiento conservador acuñó su mantra preferido, el “marxismo cultural”, ese agujero negro en el que todo puede entrar -frankfurtianos, Heidegger, Gramsci, post-estructuralistas, presidentes de centros académicos, cantantes de Música Popular Brasilera, lesbianas y veganos-. Antes de ello, los nazis ya acusaban a artistas e intelectuales de producir artes e ideas “degeneradas” de “bolchevismo cultural”.
El argumento de base era más o menos el mismo. La clase intelectual cosmopolita y libertina habría perdido el contacto con los verdaderos anhelos y costumbres del pueblo. Ella pervirtió sus valores buscando hacer pasar creaciones “patológicas” y “sexualidades distorsionadas” como expresión de genialidad.
En el fondo, esa clase sería la verdadera élite por combatir, mientras que la élite económica y sus intereses de expoliación era alabada como revolucionaria. Como si el lema fuese: cuelgue a un artista y conserve un banquero.
Contra el bolchevismo cultural, los nazis tenían sus “valores naturales”, sus “verdaderos artistas” que representaban la salud de su pueblo. Lo mismo valía para los stalinistas, al punto de que los grandes artistas vinculados al primer momento de la Revolución Rusa fueron todos sepultados por los dictámenes del realismo socialista.
No obstante, quizás sea el momento de preguntar si tras todo ese parloteo sobre “marxismo cultural” no existiría también una fuerte dosis de victimismo. Todos sus representantes se colocan como víctimas de la ignorancia oficial y del corporativismo académico
“Grandes filósofos” irrelevantes en toda las Universidades, cuyas ideas son indisociables de enredados complots paranoicos y de insultos compulsivos. “Grandes artistas” cuyas carreras no despegaron porque no supieron beneficiarse de los supuestos grupúsculos que viven de la Ley Rouanet1.
El anti-intelectualismo que atraviesa un sector de la sociedad brasilera encontró, en fin, su ritmo de cruzada cívica por la revitalización nacional.
Es claro que los representantes de la cruzada contra el “marxismo cultural” gustan de verse como los verdaderos revolucionarios. Ellos quieren dar la impresión de que están combatiendo los cánones mortificados y jerárquicos en nombre de la vitalidad de los verdaderos anhelos populares.
Sin embargo, simplemente buscan reinstaurar el más antiguo de todos los cánones, basado en la mezcla de un naturalismo simplón, un individualismo reciclado y varias dosis de dogmas religiosos. Es decir, se trata de recuperar un canon que aparece hoy como reactivo, perseguido por el fantasma de la decadencia de un país supuestamente carente de orden.
Pero si algo nos enseña la historia nacional es que toda contrarrevolución gusta de vestirse con los trajes de una revolución verdadera.
Hay quienes creen que esas discusiones sobre la vida intelectual son solo superestructura, que sirven para esconder las verdaderas dinámicas de combate. Sin embargo, sería mejor para ellos aprender la lección de Roberto Bolaño y preguntarse sobre el victimismo de los nuevos candidatos a Pinochet y Rasputín de Pinochet.
Notas
*Columna publicada en el diario Folha el 30 de noviembre de 2018, traducida para ROSA por Alejandro Fielbaum S.. Agradecemos el autor por su autorización para traducir y publicar el texto, también a Jerónimo Milone por su ayuda en la traducción.
1N. del T.: Se refiere a la Ley para el Fomento de la Cultura vigente en Brasil desde 1991.
Vladimir Safatle
Filósofo y académico, y está radicado en Brasil. Docente libre de la Universidad de Sao Paulo, columnista permanente de Folha de S. Paulo, y escritor de varios libros sobre marxismo y política.