Cuando de revitalizar al movimiento popular se trata no existen decisiones correctas o incorrectas, maduras o inmaduras, politizadas o despolitizadas, sino decisiones soberanas, autónomas, sin influencias que las instrumentalice. El aparatismo es justamente eso, la intervención a veces de cuadros y militantes políticos, pero sin partido o no articulados con sus partidos, para favorecer ciertas decisiones con miras a sus intereses de facción, que puede ser, construir su propia organización política, reclutar militancia, levantar candidaturas y usar la organización social como plataforma. Darle soberanía y poder al movimiento popular es permitirle tomar decisiones soberanas, propias, autónomas y representativas, pues allí se comienza a practicar la políticidad constituyente.
por Leandro Paredes J.
Imagen / 25 de octubre, 2019; Santiago. Foto: Jaime Troncoso.
Con la movilización masiva y mayoritaria de 25 de octubre de 2019 que vino a ser la reafirmación de la legitimidad social de la jornada de protestas iniciada el 18 de octubre bajo la consigna de “no son $30, son 30 años”, se cierra el ciclo de la democracia transicional (1).
Desde ese momento miles de cabildos en el país se aglutinaron bajo la óptica de que #ChileDespertó. Se trató de una expresión de democracia de base que soberanamente inició un camino de politicidad que desbordó la estrechez de la democracia de la transición terminando por liquidarla. Por primera vez desde la dictadura un gobierno civil decreta un estado excepción cediendo el control del Gobierno interior a las Fuerzas Armadas. El sin-sentido de darle continuidad al ciclo transicional se reafirmó con el proceso constituyente forzado por la misma movilización popular, en que los actores políticos respondieron con una decisión de tinte elitario a la que fueron arrastrados incluso las fuerzas políticas nuevas como el Frente Amplio.
Ya el Frente Amplio había protagonizado en 2017 la superación del binominalismo y duopolio al erigirse como una visible tercera fuerza que amenaza con sustituir el rol jugado por la Concertación. De esta manera, la democracia de la transición erigida sobre mecanismos excluyentes y elitarios había logrado ser fisurada por la irrupción de esta fuerza política nueva. Y, con lo ocurrido desde el 18 de octubre y reafirmado durante esta pandemia se ha tornado inviable la reproducción del pilar utópico de la transición consistente en que las instituciones políticas pueden tomar decisiones sin tomar en consideración a la sociedad, ya sea organizada o como una entidad abstraída en “calle” o movilización y manifestación popular. En el marco de la discusión sobre el retiro de 10% de los fondos de pensiones la presión ciudadana se ha convertido en un ineludible para los actores políticos, los que han adoptado decisiones radicales como renunciar a sus partidos para poder responder a las posturas mayoritarias de la sociedad, probablemente más movidos por objetivos electorales de corto plazo que por una mirada de crítica profunda al tipo de democracia que se ha construido en estos 30 años.
Lo cierto es que en el campo de la política prima el desorden, las divisiones, fisuras, baja capacidad de articulación estable y de liderazgo de proyectos de futuro, muy propio de una situación política de epilogo de un ciclo político, sin que se avizoren rasgos visibles de uno nuevo. Tales características concuerdan también con un momento que puede calificarse de constituyente que envuelve oportunidades y riesgos, de los cuales el más importante viene de la cultura política de la transición que no se ha cuestionado ni siquiera por parte de los actores nuevos. La democracia de la transición al renunciar a traspasar poder a la sociedad enclaustró las decisiones políticas en las instituciones del Estado, sobre todo en las instituciones de representación democrática, como el Congreso y el Presidente o Gobierno, produciendo con ello entre los actores e individuos politizados una forma de hacer y practicar la política – una cultura política- que orienta todo su accionar incluso extra-institucional a la meta de obtener escaños en el Congreso o La Moneda, abriendo paso a una potente institucionalización que diluye posibilidades de impulsar transformaciones en un marco más amplio y eficaz de rebeldía (2).
Uno de los errores de la izquierda del siglo XX fue haber construido una relación de subordinación de lo social a los intereses de lo político, usando a las organizaciones sociales y frentes de masas como correa transportadora de los intereses de conducción de la vanguardia partidaria, en donde se suponía estaban reunidas todas las virtudes para organizar la lucha política, es decir, la lucha soberana por el poder. Para el caso soviético, ello llegaba al extremo de que tal vanguardia incluso más que en el Partido se encontraba en la burocracia estatal.
Una de las rarezas del autonomismo, junto a otras corrientes, fue haber barrido con dichas jerarquías, con exaltar la fortaleza y el poder desestabilizante de la lucha social, su creatividad, auto-organización y acción directa a la que muchas veces se les despreciaba bajo calificativos de espontaneísmo o voluntarismo. Es cierto, no han nacido desde allí formas de confrontación directa al capital y a su bloque en el poder, pero, también es cierto que las otras formas clásicas terminaron siendo más bien un gran campo de aprendizaje para que las clases dominantes sofisticaran su dominio sobre el trabajo y nuestra existencia.
Desde hace décadas que los denominados movimientos sociales han servido para visibilizar, canalizar y viabilizar las energías de rebeldía, fuga, rabia y contestación de la sociedad, y en nuestro país se han instalado de manera definitiva luego del ciclo de protestas y movilizaciones que se inició con la revolución pingüina de 2006, expandida social y culturalmente el 2011. Su caracter multi-color y amplio en términos políticos ha permitido que se vinculen a ellos formas de representación social que no son capaces de capturar los partidos por su anclaje cada vez más dependiente a las lógicas de reproducción del aparato institucional y estatal.
Es casi un slogan, pero no por ello menos cierto, decir que el proceso constituyente no fue obra de partidos, sino que del estallido social, o aunque moleste a los politólogos del Centro de Estudios Públicos, fue obra de “la calle”. El rigor con la realidad nos obliga a decir que la pluralidad, masividad y heterogeneidad de identidades que se expresaron, y se siguen expresando en estos momentos de cara al Plebiscito del 25/10, también desbordó al movimiento social organizado, a los movimientos sociales, los que por supuesto también engrosan el contingente del estallido. La pandemia lamentablemente truncó un proceso de organización de base, de politicidad de franjas, sujetos e individuos que experimentaban sus primeros encuentros con la lucha social, con la protesta para cambiar y transformar. Los cabildos fueron ello, pero, hoy se ven dificultados por las restricciones sanitarias, y también el autoritarismo con que las autoridades aprovechan la coyuntura para asfixiar posibilidades de organización colectiva. Todo ello, no hace más que acumular energías, rebeldía soberana que ocupará todo espacio y rendija posible para expresarse.
Soy de los que cree que la coyuntura constituyente quedará abierta, que nacerá una nueva constitución, un nuevo texto muy negociado y transado, por la profunda dificultad de construir acuerdos legítimos ante la sociedad, pero que por ningún motivo será un cerrojo. Es más, la voluntad de quienes apuesten a incidir en dicha coyuntura, ya sea en la forma de propuestas o programas constituyentes, o derechamente siendo convencionales constituyentes, tendrán que encargarse de dejar esa puerta abierta. De allí que revitalizar al movimiento popular se torna decisivo. No puede dejarse para después de 25/10, ni para los acuerdos electorales de cara a la Convención Constitucional. Intentar revitalizar al movimiento popular no es una tarea fácil, pero, hay ciertas cosas que las militancias sociales y políticas tendrán que abandonar como prácticas.
Una de ellas es el aparatismo, es decir, esos intentos generalmente clandestinos, no declarados, o por fuera de las organizaciones sociales que deliberan, o al menos lo intentan, de ir construyendo aparatos para la incorporación a la lucha política o en el más decadente de los casos, a la lucha electoral. Probablemente, en muchos lugares del país hay asambleas territoriales nacidas desde el 18 de octubre. Es tremendamente relevante que aquellas asambleas, incluso si es que soberanamente decidieron desahuciar a militantes de partido de su deliberación, puedan ir orientando un quehacer y resoluciones de cara al proceso constituyente, entre las que se incluye por supuesto la presentación de candidato/as que para hacerse competitivos tendrán que decidir alianzas políticas con pactos electorales. En este plano toda decisión, incluso restarse, es legitima. Cuando de revitalizar al movimiento popular se trata no existen decisiones correctas o incorrectas, maduras o inmaduras, politizadas o despolitizadas, sino decisiones soberanas, autónomas, sin influencias que las instrumentalice. El aparatismo es justamente eso, la intervención a veces de cuadros y militantes políticos, pero sin partido o no articulados con sus partidos, para favorecer ciertas decisiones con miras a sus intereses de facción, que puede ser, construir su propia organización política, reclutar militancia, levantar candidaturas y usar la organización social como plataforma. Darle soberanía y poder al movimiento popular es permitirle tomar decisiones soberanas, propias, autónomas y representativas, pues allí se comienza a practicar la políticidad constituyente. Y en tal sentido, por supuesto que si tales asambleas territoriales tienen la capacidad de deliberar preservando su unidad y sin quebrarse decidiéndose por intervenir directamente en el proceso, estoy seguro que muchos militantes partidarios se (nos) convertiremos en aliados para hacer avanzar y fortalecer su proyección política y soberana.
Notas
(1) La tesis política de fin de la democracia de la transición ha sido elaborada al interior de la Fundación Poder. Fundación Poder, Política y Derechos. Documento de Trabajo n° 2, Julio de 2020.
(2) Hasta aquí el grueso de lo expuesto corresponde a Documento de cita (1).
Leandro Paredes J.
Abogado y presidente de la Fundación Poder.
Me ha parecido un artículo muy enriquecedor en relación con los términos en juego, así como con la problematización de los mismos en el contexto de político del proceso constituyente. En la tesis final sobre el aparatismo, sin embargo, parece que su rechazo depende de un asunto de interacción comunicativa, una cierta falta de moral comunicativa: no explicitar objetivos. Algo formal. Mientras que no se aborda con razón suficiente el rechazo del apartismo según sus objetivos de incidencia en las instituciones. Saludos.