Detrás del dilema bioético sobre “quién vive y quién muere” que han enfrentado los profesionales de la salud está la precarización intencionada de la salud, que no tiene los aparatos para el soporte vital disponibles, menos en las comunas más populares, menos aún para los adultos mayores. El valor de producción del sujeto determina el valor otorgado a su existencia. Y es que, en el neoliberalismo los dispositivos de gestión de la población no solo buscan maximizar la vida productiva, sino también lograr que esta genere un valor de consumo, un rendimiento económico, una ganancia comercial. El ser humano es visto como un cuerpo económico, cuya prioridad es la producción y la transacción. Si no produce, puede morir, si está vivo, debe producir. La estrategia inicial del gobierno apostando al sacrificio económico de los relegados de la comunidad es un ejemplo de lo anterior, síntoma de que la mentalidad capitalista del empresariado chileno está por sobre la vida de sus habitantes. La nueva normalidad es, en realidad, la reactivación del capitalismo con alcohol gel y mascarillas.
por Daniel Olate G.
Imagen / Máscarilla casera.
Si hay una cuestión importante que demuestran estos contextos es la fragilidad de la humanidad como especie. El imaginario del ser humano dominante, civilizador, constructor de la historia y el progreso, se desvanece. No es la primera pandemia que nos ataca, pero la invisibilidad del enemigo nos hace vulnerables, su intangibilidad lo vuelve fuerte, fuera de nuestro control. Ante estas amenazas, la respuesta histórica ha sido la creación e intensificación de políticas, dispositivos y tecnologías de control sobre el cuerpo que, si las leemos a contrapelo, se transforman en estructuras de poder cada vez más robustas sobre nuestras existencias.
En los tiempos actuales es necesario (re)leer a Foucault. El filósofo francés es útil para trazar ideas sobre la realidad global en estos tiempos de pandemia, pero también para analizar la coyuntura que se encuentra Chile, en medio de esta encrucijada. Sus aportes, como los de Giorgio Agamben y Roberto Espósito pueden ser no sólo fundamentales, sino necesarios, para comprender la gestión política sobre la vida y los cuerpos, que en este momento histórico están más dóciles que nunca, siendo depositarios pasivos de técnicas y dispositivos gubernamentales de poder disciplinario y control poblacional cada vez más sofisticados.
Biopolítica, Estado de excepción e inmunidad
Si algo nos legó claramente Foucault, es que el cuerpo es gestionado políticamente por el poder. La biopolítica es el gobierno sobre la vida, la forma en cómo, a través de saberes, discursos, tecnologías y dispositivos se conduce la economía política de las sociedades, en tanto cuerpo individual como social. No a través de una estructura tangible, más bien difusa, penetrante, visible/invisible, no exclusivamente coercitiva, que busca maximizar los beneficios de la vida en tanto cuerpo reproductivo/productivo y que define, según su contexto histórico, como muere ese cuerpo.
En ese entramado es crucial el saber de la medicina. Foucault en sus trabajos va analizando cómo ésta logra posicionarse en la gestión de la vida, en la piedra angular de la economía política. Un cuerpo sano estudia, produce, se reproduce, muere. La tarea del médico es por tanto política, ya que de él dependen los intereses de una unidad nación, por lo que, al constituirse como un conocimiento clave de la biopolítica, consolida su posición como un saber/poder por momentos incuestionable, ampliando su campo de acción hacia la frontera de lo legal, supeditando lo normativo y la coerción en función de sus objetivos sanitarios.
Un ejemplo es la Francia azotada por la peste en el siglo XVIII descrita en su libro Vigilar y Castigar (1975). Para frenar su avance se procedió a “una estricta división espacial: cierre de la ciudad”, “prohibición de salir de la zona bajo pena de vida”, y se ordenó “a cada cual que se encierren en su casa” (Foucault, 199). El espacio público quedó suspendido, el aislamiento privado fue el tratamiento. Ante la peste, señala Foucault, responde el orden. Se tejió de esa manera un dispositivo disciplinario que reguló los comportamientos, buscó desenmarañar el desorden y la mezcla de cuerpos, fluidos y transmisiones, a través de una estructura compuesta por intendentes, soldados, síndicos y toda clase de autoridades que impuso un nuevo marco regulador de relaciones sociales.
Siguiendo la máxima “la historia no se repite, pero rima”, la respuesta actual no ha sido muy distinta a la de siglos atrás. Ante la amenaza del Covid-19, el mundo ha sido protagonista de medidas inusitadas para la época contemporánea: confinamiento privado, supervigilancia de los tránsitos fronterizos, desaceleración global del aparato productivo-industrial capitalista y, en nuestro país, la instauración de un Estado de Excepción Constitucional que va en su tercer período, medida que hace un año atrás era considerada tiránica y era activamente rechazada por la población en el contexto de la revuelta del 18-O. La incuestionabilidad de ésta última responde justamente al valor otorgado a la medicina, una oportunidad política para volver necesario el despliegue de dispositivos de disciplinamiento, potenciando un tránsito tangencial hacia la naturalización de un control social más profundo.
A eso se refiere Agamben con el Estado de excepción como mecanismo natural de las estructuras occidentales, en donde se suspende el derecho, y el Estado abandona su rol garante de la existencia de sus ciudadanos, dejando morir vidas para no perder su estabilidad. Su objetivo es la reestructuración del poder, su sobrevivencia, por lo que ante una crisis, el Estado de excepción es un instrumento jurídico que permite que lo ilegal, se vuelva legal: los ciudadanos ahora pasan a ser vidas desnudas, al amparo, en manos de la muerte. Siguiendo esta línea, las medidas tomadas por los gobiernos capitalistas democráticos, entre ellos Chile, buscan gestionar la sobrevivencia misma del sistema productivo capitalista y las relaciones sociales producción que conllevan, creando las condiciones jurídicas para disponer de las existencias en tanto han perdido su condición ciudadana que los protege frente al Estado. La particularidad de nuestro contexto radica en que ya no es el aparato de Estado quien suspende el derecho y al mismo tiempo utiliza su monopolio de la violencia para practicar una política de muerte dirigida hacia un grupo específico (como en la Alemania nazi o la dictadura cívico-militar), sino que es el neoliberalismo quien decide a quién le llega el certificado de defunción. El Estado de excepción, bajo la premisa de la necesidad, tiene como efecto la exclusión de los sospechosos, minimizando las posibilidades de sobrevivencia de los sectores más desfavorecidos, quienes han debido exponerse al contagio o la coerción estatal, profundizando sus precarias condiciones de existencia. Bajo este escenario, la vulnerabilidad se torna una condición de clase, que crece exponencialmente a medida que disminuye la capacidad de los sectores populares para gestionar un plan de acción que asegure su salud y bienestar material. El Estado de Catástrofe como una catástrofe en sí misma para quienes sufren el rigor del capitalismo. Así, lo que pareciera como un efecto secundario de la política neoliberal, no es más que su intención: marginar legalmente a los cuerpos que no importan, delimitar quiénes pueden ser sacrificados en esta batalla, delegar en ellos la responsabilidad de su potencial contagio. Así, la suspensión del derecho, legitimados desde el punto de vista epidemiológico, deja al arbitrio del mercado la sobrevivencia de la población, desligando al Estado de su responsabilidad. Una masacre que no necesita una posterior reparación del Estado, una política de memoria o una comisión de verdad.
Si profundizamos aún más, y exploramos las ideas de Roberto Esposito, observamos que, desde el punto de vista biopolítico, toda sociedad construye socialmente su inmunología. En su trabajo Immunitas (2002), el filósofo plantea que una comunidad define quiénes son inmunes y quiénes no, es decir, los que en un momento determinado son receptores de una protección inmunológica y aquellos que quedan desprovistos de ella. Generalmente y en distintas épocas han sido marginados los enfermos, inadaptados, las disidencias sexuales y de género, minorías racializadas o definidas como terroristas, y llevados a los márgenes de la comunidad, confinados, apresados, medicalizados y/o eliminados. Han sido desprovistos de su humanidad, vistos como una amenaza ya que no cumplen con un autodefinido ideal de sujeto social. La productividad, soberanía y sobrevivencia de la comunidad depende de su marginación/eliminación. En una sociedad neoliberal como la nuestra, estos márgenes están definidos históricamente por la racialización colonial bajo la forma actual de clases sociales. La frontera entre lo que sobrevive y lo que es suceptible a la muerte está hecha de antemano: los inmunes y privilegiados han definido la comunidad según sus principios raciales-económicos, dejando fuera de la frontera a los mestizos, los asalariados, a los indígenas, aquellos que siempre han visto como potencialmente proclives al vicio y la poca producción, los inmóviles sociales. En esta comunidad neoliberal, la biopolítica alterna con la necropolítica: despoja al otro, al marginado social, del acceso a las tecnologías para maximizar su vida, exponiéndolo a la muerte. La desprotección como correlato de la geografía de la desigualdad, que se manifiesta a través del hacinamiento, la explotación, la falta de comida, la precaria salud. La ausencia del Estado, desde este prisma, es intencionada: la mejor profilaxis social es que se contagien todos, pero se salven algunos. Son los efectos colaterales, los sacrificios que se pueden aceptar. Es la estrategia de la inmunidad de rebaño de Mañalich de hace meses atrás. Es la forma en que el neoliberalismo gestiona la vida, sin Estado, ideológicamente definido de antemano por el grupo inmune desde hace décadas atrás. Son los imaginarios sociales históricamente construidos y las realidades económicas heredadas las que definen la inmunidad. Es la mano invisible la que define quien vive o quien muere. Son las comunas pobres con la mayor concentración de casos. Es la pobreza como factor de muerte.
Neoliberalismo y deriva autoritaria
Lo que nos deja claro esta coyuntura histórica es que esta pandemia refleja de manera cruda pero sincera la forma en cómo los Estados han gestionado la vida y la muerte. Foucault señalaba que la biopolitica había reemplazado al poder soberano y su lógica de “hacer morir y dejar vivir” por el “hacer vivir y dejar morir”, es decir, procurar la vida en la medida que el cuerpo sea útil y, en efecto, dejar morir cuando no haya otra alternativa. Estas ideas tienen una utilidad actual porque nos ayudan a comprender que el neoliberalismo mata sigilosamente. La actual gestión del gobierno frente a la pandemia es fiel reflejo del pensamiento de los inmunes, de sus miedos e ideas sobre el otro, del valor que le otorgan a sus vidas. Detrás del dilema bioético sobre “quién vive y quién muere” que han enfrentado los profesionales de la salud está la precarización intencionada de la salud, que no tiene los aparatos para el soporte vital disponibles, menos en las comunas más populares, menos aún para los adultos mayores. El valor de producción del sujeto determina el valor otorgado a su existencia. Y es que, en el neoliberalismo los dispositivos de gestión de la población no solo buscan maximizar la vida productiva, sino también lograr que esta genere un valor de consumo, un rendimiento económico, una ganancia comercial. El ser humano es visto como un cuerpo económico, cuya prioridad es la producción y la transacción. Si no produce, puede morir, si está vivo, debe producir. La estrategia inicial del gobierno apostando al sacrificio económico de los relegados de la comunidad es un ejemplo de lo anterior, síntoma de que la mentalidad capitalista del empresariado chileno está por sobre la vida de sus habitantes. La nueva normalidad es, en realidad, la reactivación del capitalismo con alcohol gel y mascarillas.
Por otra parte, abre una arista especialmente importante y esencial para analizar en el mediano plazo: la forma en cómo se van a reconfigurar los dispositivos disciplinarios de control de la población. La epidemias en el pasado fueron el fundamento de transformaciones urbanas, políticas de higiene social y transformación de las relaciones sociales, consolidando políticas de Estado que fueron de la mano de un aparato jurídico-policial más robusto para su cumplimiento. En la actualidad, el confinamiento obligatorio, las nuevas prácticas de higiene, el aislamiento, la suspensión de las relaciones humanas, el distanciamiento social, entre otros, son protocolos instalados desde el saber médico, pero en el ámbito político han impulsado medidas que van desde el establecimiento de distintos tipos de Estados de excepción, control de movimiento, penas de cárcel, toques de queda, una nueva modalidad económica de teletrabajo. A nivel global, desde el cierre de fronteras en América Latina, hasta la vigilancia digital o big data en Asia. En nuestro país, la pandemia se ha vuelto un pretexto ideal para la instalación de políticas económicas impopulares como la Ley de Protección al Empleo y la producción de un consenso que ha permitido el refuerzo de acciones coercitivas en el combate contra el Covid-19 en donde ha predominado la perspectiva del orden público. La instalación de un Estado de Excepción Constitucional que ha sido aplicado sólo en sus aspectos represivos demuestra que para el gobierno la cura no se encuentra en la ciencia sino que en la Escuela de las Américas. El enemigo poderoso e implacable sigue siendo la población: son sus cuerpos la amenaza al orden sanitario y al orden político, por tanto, el autoritarismo es el tratamiento.
El escenario futuro es incierto en la medida que esta pandemia nos ha aislado en un momento histórico que estaba desarrollándose en el país, dejando ahora en manos del gobierno un amplio abanico de posibilidades para hacer sobrevivir su modelo. Es por ello, que es necesario, como movimiento social en pausa y previo al plebiscito, analizar críticamente los discursos y estrategias políticas para frenar la pandemia, afinar el ojo para identificar y disentir con aquellas que se están ejecutando, de tal manera de combatir su naturalización y que no signifiquen una limitación permanente de las libertades o fortalecimiento de dispositivos legales para el control social, que posterior a la pandemia retroceda el Estado de excepción y no se expanda el contagio del virus del autoritarismo que ronda en Chile y en el resto de América Latina.
Referencias
Agamben, Giorgio. Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida (Valencia: Pre-textos, 2006)
Agamben, Giorgio. Estado de Excepción. Homo sacer II, 1. (Valencia: Pre-Textos, 2010)
Borón, Atilio. Aristóteles en Macondo. Notas sobre democracia, poder y revolución en América Latina (Santiago: Editorial América en Movimiento, 2015)
Esposito, Roberto. Immunitas. Protección y negación de la vida (Buenos Aires: Amorrortu, 2019)
Foucault, Michel. Vigilar y castigar. Nacimiento de la Prisión (México: Siglo XXI Editores, 2005)
Foucault, Michel. Defender la sociedad (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000)
Daniel Olate Galindo
Profesor de Historia y Geografía de la Universidad Católica Silva Henríquez, editor y autor de textos escolares.