Un cincuentenario para recuperar la esperanza

No se trata de hacer “justicia histórica” ni de renovar nuestra nostalgia por un pasado que desde ningún punto de vista fue “mejor”, o por un proceso que así como tuvo aciertos también tuvo errores. De lo que se trata es de recuperar al Allende que necesitamos ahora. A ese Allende que, al porfiar en una tesis de unidad del pueblo en construcción, contribuyó a darle esperanza en sus propias capacidades. Una esperanza que, puesta en movimiento, encauzó las disputas partidarias, haciéndolas fortaleza y no debilidad, hasta lograr ampliar los límites de lo posible con una osadía inimaginable 50 años más tarde.

por Francisco Figueroa

Imagen / Madrugada del 5 de septiembre, 1970, Santiago, Chile. Fuente: Wikimedia.


Este año Salvador Allende completa medio siglo como una figura central para la izquierda y la democracia en Chile y el mundo. De sus opositores más tenaces apenas logramos recordar algunos nombres. Salvo para sectas como la UDI, pertenecen en general más al plano del crimen organizado que de la política. Y ni siquiera como criminal Pinochet destaca ya demasiado. El paso del tiempo lo ha diluido en esa amplísima categoría de déspotas, rústicos y pequeños, que nos sirven para ilustrar otras cosas, bajezas humanas como la crueldad y la cobardía.

Allende es otra cosa. Y lo es, antes que nada, porque cuando decimos Allende no hablamos sólo ni principalmente de un “gran individuo”. De un notable por encima de sus pares y circunstancias. Allende representa un inmenso acumulado colectivo de aprendizajes populares. Décadas de avances y reveses en la lucha de un pueblo por tomar las riendas de su propia historia. La fuerza ética y moral de su nombre radica en que designa mucho más que su persona: Salvador Allende es el nombre que lleva una etapa en la que el pueblo se concibió como sujeto político.

Es medio siglo y no 47 años porque el hito de su triunfo fue tanto o más grande que el de su derrocamiento. El triunfo de la Unidad Popular tuvo una tremenda repercusión internacional, porque encarnó la reconciliación entre socialismo y democracia. La posibilidad de continuar la lucha socialista como lucha emancipadora, de hacer germinar experiencias liberadoras más allá de la sombra del entonces agotado despotismo soviético. Y para nuestra región, América Latina, la posibilidad de hacerlo de la única forma que podíamos, con arreglo a nuestra propia realidad, mediante un socialismo con “sabor a empanadas y vino tinto”.

Durante buena parte de este medio siglo, sin embargo, la fuerza y el alcance innegable de la figura de Allende han girado alrededor más del 11 que del 4 de septiembre. La hondura de la derrota y del quiebre histórico que significó el golpe absorbieron como un hoyo negro el punto de vista de nuestra retrospectiva. Prevaleció entonces una imagen derrotada de Allende. Símbolo de sacrificio personal, de consecuencia y de una ética individual devaluada en política, pero no de mucho más.

Allende, en suma, como recordatorio de lo que no pudimos.

En la perpetuación de esta imagen jugó un papel central el trabajo “editorial” de los vencedores. Arraigada en la memoria del pueblo, significando mucho más que su persona, la figura de Allende no podía simplemente ser borrada. No tenían para qué hacerlo, descubrieron. Reducida a símbolo de la derrota, podían invocarla para nombrar una empresa histórica noble pero ingenua, haciendo de Allende una suerte de Quijote chileno. O mejor aún, servir para aleccionar al pueblo acerca de lo que sucedía cuando se envalentonaba y domesticar a sus herederos en el juego de la transición.

Allende, entonces, como referente de lo que nunca debimos.

Esta imagen de Allende, más allá del sesgo y el objetivo político que la motiva, ha sido fabricada sobre una porción ínfima de lo que fue su vida política. Y el ocultamiento no es casual: si de música se tratara, veríamos en la trayectoria de Allende, sobre todo a partir de su candidatura presidencial de 1952, una nota fundamental de la armonía que el movimiento popular fue armando para conjurar el ritmo tenso y pesado del conflicto social del siglo XX, hasta crear una melodía sobre una lenta pero ascendente construcción de certezas, unidad y, en definitiva, autonomía.

El camino a la Unidad Popular no fue ni lineal ni consensuado. Comunistas y socialistas opusieron tesis distintas. Ensayaron alianzas que los golpearon duramente. El movimiento popular se endureció a punta de represión sistemática. Y todos los grandes poderes, el capital nacional y extranjero, lo más rancio de la sociedad chilena, se unificó en santa cruzada para reprimir todo ese proceso. Aún así, sobre la base de la unidad del movimiento de trabajadores y de la izquierda -que entonces significaba sobre todo autonomía de las clases dominantes y sus partidos-, se forjó una fuerza popular transformadora que abrió nuevos horizontes a la sociedad chilena.

Con toda la película a la vista, Allende es referente también de lo que fuimos capaces.

No se trata de hacer “justicia histórica” ni de renovar nuestra nostalgia por un pasado que desde ningún punto de vista fue “mejor”, o por un proceso que así como tuvo aciertos también tuvo errores. De lo que se trata es de recuperar al Allende que necesitamos ahora. A ese Allende que, al porfiar en una tesis de unidad del pueblo en construcción, contribuyó a darle esperanza en sus propias capacidades. Una esperanza que, puesta en movimiento, encauzó las disputas partidarias, haciéndolas fortaleza y no debilidad, hasta lograr ampliar los límites de lo posible con una osadía inimaginable 50 años más tarde.

El nuevo pueblo que en Chile se empieza a forjar, tras 40 años de oscurantismo neoliberal, está construyendo confianza en sus propias capacidades. Ya deja ver, en la creatividad cultural y asociativa de sus expresiones sociales, el potencial creador surgido de las contradicciones que ha vivido. Y nos demuestra, especialmente a partir del último octubre, que puede ser fuente de una nueva esperanza transformadora. Siempre, claro, que asumamos que esa esperanza se construye políticamente, es decir, cuando la orienta un proyecto de transformación social y se pone a prueba en la disputa por la dirección de la sociedad.

En Allende podemos encontrar un gran inspirador para ese desafío. Pero nadie desempolvará al Allende de la esperanza por nosotros. Habremos de redescubrirlo con porfía y sin permiso. Practicando, al final, su propio legado.