La sana política de los desacuerdos

A esta forma de concebir y practicar la política hay que oponer una objeción sustantiva y afirmativa, no sólo instrumental. Nos negamos a diluirnos con la antigua Concertación, ex Nueva Mayoría o el nombre que quiera darse, no sólo porque sea electoralmente contraproducente. Nos negamos sobre todo porque afirmamos la necesidad de que la diversidad del pueblo encuentre formas de articulación y expresión que sobredeterminen los alineamientos del campo político progresista, sin ser suplantada y proscrita. Una reivindicación de los desacuerdos puede tener también un subproducto inesperado pero igualmente necesario: la secularización de los acuerdos.

por Francisco Figueroa C.

Imagen / Jacob Jordaens, Golden Apple of Discord, 1633. Fuente: Wikimedia.


Impedir la prolongación en el poder de la derecha es un imperativo ineludible para el conjunto de las fuerzas políticas democráticas. Pero plantear este desafío como fundado en o limitado a la abstracta unidad de la oposición, es partir equivocando el camino. Implica cancelar la posibilidad de un diálogo real sobre para qué desplazar a la derecha. Y ensayar un tipo de alineamiento político que nada tiene que ofrecer al protagonismo que reclaman amplios sectores del pueblo.

El diálogo “programático” entre partidos no es sinónimo de diálogo real, menos en estos tiempos. En el mejor de los casos constituye un ejercicio técnico saludable y en el peor una pantomima comunicacional. Un diálogo real implica una confrontación social de aspiraciones y propuestas, una deliberación que tiene lugar no sólo como intercambio abstracto de ideas, sino como cotejo de la fuerza que esas ideas tienen en y desde la sociedad y que, al desplegarse, la movilizan y la comprometen.

La arena de este diálogo entonces no es la de lo programático, sino la de las alianzas políticas y sociales. Sólo así es la sociedad la que dialoga y no sólo la parte de ésta que se autoasigna la tarea de discutir por ella. En otras palabras, que la diversidad de aspiraciones e intereses sociales que se encuentran en oposición (articulada políticamente o no) a este gobierno se expresen, depende de que puedan existir en cuanto tales y poner realmente a prueba la convergencia de sus intereses y la conveniencia de sus aspiraciones con las del resto de la sociedad.

Es tanto el peso del neoliberalismo, de su hegemonía a nivel de mentalidades, que nos cuesta pensar en estos términos el dilema de las articulaciones políticas. La idea de la sociedad como suma agregada de individuos está viva incluso entre los impugnadores más vociferantes, que gustan diferenciarse con un izquierdismo superficial, de la boca para fuera, que apenas logra disimular su reducción de la relación entre política y sociedad al oficio de contar votos.

Pesa también, y más disimuladamente, el legado de la política de los acuerdos. Esa práctica política que puso en marcha el pacto de la transición entre pinochetismo-Concertación, pero que con el tiempo devino también una cultura política. Una forma no sólo de concebir racional y calculadamente el ejercicio de la política, sino también de imaginarla e incluso sentirla. ¿Su corazón? Que el acuerdo no es un fin, sino el medio por excelencia de la política.

Que la política de los acuerdos se mantenga vigente en la generación que la formuló no es ninguna novedad. Tampoco que ésta se espante cuando se le interpele como lo que terminó siendo: una casta. Lo que debiera llamar nuestra atención es la capacidad de chantaje que sigue ostentando frente a cierta izquierda. El relativo éxito con que logra infiltrar un temor a la expresión de desacuerdos. O para ser más preciso: a la expresión de desacuerdos como mecanismo necesario y no sólo legítimo para la articulación política.

A esta forma de concebir y practicar la política hay que oponer una objeción sustantiva y afirmativa, no sólo instrumental. Nos negamos a diluirnos con la antigua Concertación, ex Nueva Mayoría o el nombre que quiera darse, no sólo porque sea electoralmente contraproducente. Nos negamos sobre todo porque afirmamos la necesidad de que la diversidad del pueblo encuentre formas de articulación y expresión que sobredeterminen los alineamientos del campo político progresista, sin ser suplantada y proscrita.

Una reivindicación de los desacuerdos puede tener también un subproducto inesperado pero igualmente necesario: la secularización de los acuerdos. Admitida la necesidad de expresar las diferencias, los acuerdos que resulten de trabajarlas pueden ser más auténticos y sostenibles. Una suma de acuerdos parciales pero reales es preferible que grandes falsos acuerdos. Mejor un conjunto de transformaciones específicas entre proyectos políticos distintos, que convergen parcial pero lealmente en su concreción, que programas de gobierno tan grandilocuentes como decepcionantes. Ya sabemos cuánta ventaja saca la derecha de estos últimos.