El racismo y la cacería vuelven a aparecer cada vez que se pone en tensión la lucha de los pueblos originarios. Son conceptos que se albergan en el yo profundo, es el “sentido común” como lo entiende Gramsci: concepciones incoherentes, disgregadas e inconsecuentes de la realidad. En este sentido, no basta establecer instancias jurídicas para tales arrebatos. No basta querer un Estado plurinacional. Implica la necesidad imperiosa de reconfigurar la historia, entender su narración como acto político, como disputa constante. Pensar en torno a la violencia sobre el indígena, nos debería llevar a pensar también en la violencia estructural del país. En diversos tipos de desigualdades que se mueven en planos paralelos (raza/género/clase) dentro de la sociedad. No basta ser antirracista, sino constituir espacios de lucha en cuyo centro, “las” desigualdades sean develadas y combatidas.
por Claudio Berríos
Imagen / Mapuche en protesta. Fuente: Flickr.
Los sucesos acaecidos desde la rebelión popular que comenzó el 18 de octubre del año pasado, no solo hizo tambalear el sistema económico y poner en relieve la desconfianza a un número considerable de instituciones estatales y privadas, también dio lugar al cuestionamiento de la propia historia nacional. A lo largo de Chile, estatuas de conquistadores y próceres, que enaltecían la “identidad nacional”, fueron quitadas por masas populares de plazas y púlpitos, para ser tirados a un costado de la calle, lanzados a un río y depositadas sus cabezas en la mano de la estatua de algún mapuche guerrero. Esto no son meros gestos de desprecio inconsciente, sino que responden a actos micropolíticos, en donde la historia es puesta en duda como tradición nacional. Pone de manifiesto una nación fragmentada, en cuyo seno, el mito liberal decimonónico agoniza.
Sin embargo, el cazador quiere seguir cazando a la presa. Hace unos días, el edificio municipal de Curacautín fue tomado de manera pacífica por comuneros y comuneras mapuches. El motivo fue el arresto injustificado de miembros de la comunidad. Rodeando el edificio, una turba resguardada por Fuerzas Especiales, incendiaba todo lo que sea, todo lo que huela a “mapuche”. La turba gritaba “¡el que no salta es mapuche!”. Todo esto, amparado por un gobierno en estrecha alianza con sectores conservadores de la región. La turba deseaba ingresar al recinto. La turba deseaba cazar al indio.
Imágenes plegadas en un discurso que se remonta a siglos atrás, pero que se renueva constantemente. Ayer fue el “indio” a secas. Hoy es el “terrorista” y el “inmigrante”. Y es que acercarnos a estas imágenes de violencia, sin recurrir a imágenes del pasado, es inevitable. Desde los relatos de Bartolomé de las Casas, hasta las fotografías y narraciones de lo que hace solo una par de décadas se denominaba en los programas de estudio como “Pacificación de la Araucanía”, América Latina se baña de una sombra de persecución despiadada hacia el indio. En los relatos que justifican estos pillajes, anidan palabras como “enemigos”, “herejes”, “salvajes”, “terrorismo”. A pesar de todas estas reconversiones, dos ideas centrales se fijan como halo permanente en el tiempo: el racismo y la caza.
El racismo, como lo conocemos en su condición más elemental, surge con la invasión de América. Nace como parte de las relaciones de poder que Europa ejercerá en el nuevo continente y en el resto del mundo. Producto de la lucha militar que el naciente Estado español tuvo con los musulmanes en la península ibérica durante finales del siglo XV, la diferencias entre católicos y páganos derivarán en una idea biológica. La sangre portará inferioridad física y mental, como también taras culturales. Está idea de pagano llegará a América, poniendo el acento en estos nuevos “herejes”, semidesnudos que habitúan bañarse todos los días. El debate en Valladolid durante el siglo XVI, centrado en la pregunta de si estos “salvajes” del nuevo continente tenían o no alma, derivó en diversas afirmaciones que terminarían posicionando a los y las indígenas en escalas inferiores al europeo. Bajo la idea aristotélica de la desigualdad natural, se justificaban las llamadas “guerras justas” hacia los indios, la cual venía acompañada de la correspondiente cacería, con la intención de tener esclavos y esclavas o, lisa y llanamente, para exterminarles. La cacería se transformaba así, en una actividad económica y social de gran importancia, un placer cruel y un tipo de deporte macabro.
En el caso particular del sur de Chile, la llamada “Guerra de Arauco” fue la instancia en que la guerra justa podía llevarse a cabo. A lo largo de la Colonia también contamos con dispositivos tales como las haciendas, que hicieron posible el control de las “razas inferiores” en el seno de una institución que actuaba como soberano absoluto sobre el territorio y personas que allí habitaban.
La independencia de Chile vino a desquebrajar lo poco de reconocimiento institucional que la corona tenía con las autoridades y comunidades mapuches. La idea de un Estado moderno, unificado y centralizado, junto con la alta demanda de trigo a lo largo del siglo XIX, motivó al paso sustancial de la maquinaria militar chilena sobre los territorios indígenas. La ocupación militar de la Araucanía (1861-1883) intentó poner término en Chile a la dualidad civilización/barbarie que tanto incomodaba a los países de América Latina. Políticos de la época llegaron a jactarse en el extranjero que Chile ya no tenía indios. A pesar de la férrea defensa mapuche de sus territorios, el avance desmedido de la fuerza bélica chilena no encontró contrapeso.
Paralelo a estos hechos, más al sur, en Tierra del Fuego, la caza de selk´nam cobró una fuerza descomunal, pasando a considerarse un verdadero acto genocida. El incremento del sector ganadero en la región propició la miramiento casi parasitario de las comunidades indígenas, haciendo de su caza un acto imperativo. Muchas empresas ganaderas llegaron a pagar una libra esterlina por selk´nam muerto. Distinta –más no mejor- suerte corrieron familias indígenas del sur, que terminaron siendo exhibidas en zoológicos humanos europeos.
El siglo XX no deja de ser un espacio común de este relato de cacería y racismo. Si bien, el Estado intentó crear organismos y marcos jurídicos para la protección y defensa de las comunidades, sobretodo mapuche, el peso económico de las grandes haciendas impedía el ejercicio de tales instituciones. A la ocupación de la Araucanía vino el creciente y desmedido arrinconamiento de las comunidades, otorgándoles tierras menos productivas y transformándolos categóricamente a la condición de “campesino pobres”. Todo aquel o aquella que fuera considerados/as rebeldes, ladrones/as o peligrosos/as se les marcaba el cuerpo (generalmente con un corte en la oreja) para ser identificado por los colonos. Sin embargo, a la ola de violencia, han estado las diversas formas de resistencia, por medio de diversas organizaciones autónomas que han desconocido categóricamente la autoridad del Estado.
Así se fue construyendo una idea de nación donde los y las mapuches y demás comunidades indígenas no son sino figuras simbólicas en el armazón constitutivo de esta nación imaginada. Una especie de alegoría ante el “buen salvaje” roussoniano. En la práctica, ha sido la confirmación de un Estado excluyente, que ha propiciado por siglos la cacería del indio como práctica constitutiva de nación. Todas las políticas estatales que han querido colocar el acento en una “incorporación” de las comunidades indígenas en la vida nacional, serán inocuas en la medida de querer conformar un relato sin reconocer y actuar sobre un pasado de muerte. Con una nación creada a espaldas y en contra de las comunidades indígenas, gran parte de estas comunidades apuestan por la salida insustituible del Estado chileno. Inconcebible para el nacionalismo a ultranza que cristaliza la historia en un hermoso relato mítico, como si Chile existiera antes que los españoles, los mapuches y el congelamiento del estrecho de Bering.
El racismo y la cacería vuelven a aparecer cada vez que se pone en tensión la lucha de los pueblos originarios. Son conceptos que se albergan en el yo profundo, es el “sentido común” como lo entiende Gramsci: concepciones incoherentes, disgregadas e inconsecuentes de la realidad. En este sentido, no basta establecer instancias jurídicas para tales arrebatos. No basta querer un Estado plurinacional. Implica la necesidad imperiosa de reconfigurar la historia, entender su narración como acto político, como disputa constante. Pensar en torno a la violencia sobre el indígena, nos debería llevar a pensar también en la violencia estructural del país. En diversos tipos de desigualdades que se mueven en planos paralelos (raza/género/clase) dentro de la sociedad. No basta ser antirracista, sino constituir espacios de lucha en cuyo centro, “las” desigualdades sean develadas y combatidas.
Claudio Berríos Cavieres
Profesor de Historia y Cs. Sociales, Magister en Filosofía, estudiante Doctorado de Estudios Interdisciplinario sobre Pensamiento, Cultura y Sociedad, Universidad de Valparaíso (DEI-UV). Miembro del Centro de Estudios de Pensamiento Iberoamericano, Universidad de Valparaíso (CEPIB-UV).