Por esto lo acontecido entre el 12 y el 15 de noviembre requiere de toda nuestra atención: porque en ello radica la pauta de reactivación de un mecanismo transicional cuya primera piedra de toque fue el procesamiento político de la ingobernabilidad provocada por la clase trabajadora. Cuestión que, en el peor de los casos –es decir, si los partidos concertacionistas perseveran y triunfan en legar su política transicional-, significará que la clase trabajadora volverá al mismo derrotero de los pasados treinta años que, según sus propios términos, la condujeron a la revuelta.
por Camilo Santibáñez Rebolledo
Imagen / Protestas en Santiago de Chile, 2019. Fotografía de César Sanhueza S.
El medio año transcurrido desde el 18 de octubre no ha dado tregua a quienes siguen tratando de descifrar los estragos causados por la aceleración del tiempo histórico en sus particulares campos de batalla[1]. Para las dirigentas y dirigentes sindicales la situación es como la del pescador cuya caleta está siendo azotada por un maremoto: aprendieron el oficio domando marejadas, pero, por lo mismo, saben que esto es otra cosa. De forma semejante, estos dirigentes y dirigentas saben que la reciente declaración de la Ministra del Trabajo anunciando que el gobierno “no [tiene] forma de obligar al empleador a pagar los sueldos” –en medio de la crisis sanitaria del COVID19– augura que vienen tiempos duros. Sin embargo, ignoran qué rol van a cumplir los sindicatos en la confrontación de clases resultante[2]. De hecho, el empresariado sabe por la misma razón que haría bien en ocupar los sueldos de la gente que están despidiendo en seguros contra incendios intencionales para sus locales.
No pretendo cartografiar aquí tales estragos en el ámbito laboral. Mi intención se reduce a la utilidad que creo pueden prestar las historiadoras e historiadores a quienes discuten, resuelven y actúan con responsabilidades colectivas a cuestas. En mi caso, ello se restringe a plantear una lectura de lo acontecido los últimos meses en el parapeto sindical que resulte útil para afrontar el “instante de peligro” que se cierne sobre la clase trabajadora. Esta lectura remite siempre a la vieja madeja que la clase trabajadora constituye con su expresión productiva organizada, los sindicatos, y con la institucionalidad política.
En concreto, me importa (I) volver sobre la relación que las trabajadoras y trabajadores hallaron con las grandes organizaciones sindicales en la protesta durante noviembre del 2019; (II) alertar sobre los severos riesgos que subsisten en la suposición ingenua de que el sindicalismo opera políticamente en favor de la clase trabajadora de manera intrínseco; y (III) remachar las incomodidades que lo anterior le impone a la izquierda resuelta a bregar por la consumación de la ruptura democrática como telón de la postdictadura chilena.
Pese a que las condiciones han cambiado de forma dramática desde noviembre último –y cuyas implicancias para las y los trabajadores esbozo en el tercer apartado– dichos problemas siguen martillando como los latidos en la sien de un boxeador agotado: es un recordatorio molesto en el mal round actual. Sin embargo, no hay ninguna posibilidad de dar más golpes de los que se reciben si la cabeza no advierte los ritmos del cuerpo.
I
Durante los días que sucedieron al incendio de las estaciones de metro, cuando la revuelta se expandía como una mancha de aceite por el país, las encuestas conseguidas en caliente arrojaban con claridad las reivindicaciones prioritarias de sus protagonistas: salarios, pensiones, costo de la vida y endeudamiento[3]. Bajo la síntesis consignada en el antagonismo “abusos/dignidad”, además, bullía a raudales una bronca popular prolongadamente fermentada en las sucesivas incurrencias del empresariado y de las fuerzas armadas y de orden[4] que habían sido coronadas por una ráfaga de indolencias a cargo del gobierno entrante[5].
El abrupto carácter de clase de esta combinación fue tan notorio que activó dos tipos de relatos defensivos entre los espectadores más escépticos. Se dijo, por una parte, que la masividad de la protesta obedecía a su carácter clasemediero pero que la violencia era ejercida por una minoritaria “clase baja” enardecida. Se dijo también que lo que había tras la revuelta era “algo más” que la clase trabajadora; como si esta se redujera al trabajo productivo y se requirieran fantasmas con overoles y colihues para constatarla.
Aunque es probable que proviniera de cualquier variante de los ciudadanismos en boga, esta última reacción halló una honda recepción en el sector liberal del Frente Amplio (que incluye a parte de su izquierda). En cambio, la hipótesis de “el malestar del éxito”[6] se originó en el oficialismo y terminó convirtiéndose, “Acuerdo por la Paz Social” mediante, en el mantra que guio el comportamiento legislativo de agenda social y garrote avalado por prácticamente todos los partidos involucrados.
Sin perjuicio de que la negación discursiva común debió haber facilitado este último ordenamiento, lo relevante es volver sobre los acontecimientos para disipar cómo una revuelta protagonizada por una clase trabajadora con la capacidad de asestar huelgas generales e instalar por la fuerza la discusión constitucional terminó replegada a la mera protesta.
El recuento de los hechos puede resumirse del siguiente modo. Precedido por una serie de paros sectoriales iniciados por los obreros portuarios, los gremios públicos –incluyendo la salud– y el profesorado, a fines de octubre[7], el Bloque Sindical (BS) que estos sectores habían conseguido articular en el seno de Unidad Social (US) junto a la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) convocó a una huelga general para el 12 de noviembre con la reivindicación constituyente como su objetivo estratégico[8]. En medio de un clima de revuelta ya patente y generalizado –graficado en el registro hospitalario de medio millar de heridos por perdigones[9]–, la movilización remeció la institucionalidad en un modo inédito. Todos los partidos de oposición firmaron un acuerdo exigiendo una Asamblea Constituyente y un plebiscito en medio de la huelga, y tres noches más tarde la mayoría de estos partidos firmó el “Acuerdo por la Paz Social” con el gobierno[10].
La jornada evidenció dos cuestiones significativas de subrayar. En primer lugar, que la adhesión de franjas radicalizadas de trabajadoras y trabajadores no organizados laboralmente había sido fundamental para conseguir el carácter general de la huelga, sobre todo supliendo la incapacidad de paralización real de la mayor parte de los sindicatos de US mediante diferentes acciones que interrumpieron la circulación de la fuerza de trabajo. En segundo, que el Bloque Sindical efectivamente podía concitar aquella adhesión en la numerosa clase trabajadora no sindicalizada que llevaba alrededor de un mes enfrentándose con la policía y atestando las calles[11].
Esta última es una cuestión que equivocadamente suele darse por obvia. No cabe largar aquí la profusa cantidad de indicadores que dan cuenta pormenorizada de la situación, pero, dado que es importante retener el carácter de la relación sindicatos-clase, sí cabe mencionar los siguientes apuntes. En más del 80% de las empresas del país no ha existido jamás un sindicato; el 65% de los constituidos el 2014 había desparecido para el 2016 y la mitad de los que quedaba estaba compuesto por cuarenta o menos trabajadores[12]. No obstante, la representación institucional y social de los ocupados reside, en los hechos, en la capacidad de articulación que una porción de estos últimos concentra en la Central Unitaria de Trabajadores: un 25% de los sindicalizados, y por tanto menos del 3% de la fuerza de trabajo del país[13]. Y esto entendiendo por fuerza de trabajo únicamente la productiva y asalariada.
La excepcionalidad de los alcances políticos conseguidos el 12 de noviembre, por tanto, sólo pueden entenderse dimensionando estas condiciones desfavorables para la acción reivindicativa conjunta de las trabajadoras y los trabajadores.
II
Recapitulando, el resultado de la capacidad de huelga de la clase trabajadora fue concitar la alineación de todos los partidos de oposición en torno a la Asamblea Constituyente y conseguir abrir la instancia de consenso partidario para el proceso constitucional, incluyendo el mecanismo plebiscitario de entrada[14].
No obstante, para quienes insistimos en la capacidad de ruptura democrática de la clase trabajadora –esto es, la capacidad privativa de detonar a su favor los cerrojos institucionales del neoliberalismo, manteniendo una correlación de fuerzas que permita defender dicho avance en un consecuente escenario de confrontación democrática–, el proceso antes mencionado debería hacernos saltar todas las alarmas de un nuevo pacto transicional. En un primer sentido, por la reproducción del patrón de contención de conflictividad social como habilidad concertacionista para la gobernabilidad del neoliberalismo; exclusión del PC mediante, por cierto. Pero derivado de esto, y en términos autocríticos, por el ingenuo mecanicismo implícito en la suposición táctica de asumir la magnitud de la ingobernabilidad como el equivalente a la velocidad de un tobogán que terminaba, por efecto del peso y la gravedad, en un proceso de ruptura democrática desatada por el conflicto.
Por capacidad de contención concertacionista, cabe precisar, estoy refiriéndome a la ágil maniobra de los partidos que se hicieron parte de la protesta –sus dirigentes sindicales en la huelga y en el Bloque Sindical– tanto como del procesamiento político de la misma –la instancia del Acuerdo– para luego no volver a propiciar protestas de esta índole[15]. Es decir, una suerte de adaptación audaz: una capacidad de cooptación institucionalizante pero no siendo gobierno, cuestión que los partidos concertacionistas en estricto rigor nunca enfrentaron, pero sí supieron ejercer en estas circunstancias[16].
A mi entender, esto compone la estrategia inversa de la ruptura democrática, pero no fuimos capaces de verla como tal –como estrategia– porque la asumimos, precisamente, como institucionalidad. Suponiendo con ello que la revuelta iniciada en octubre la había “rebasado” en la misma medida que rebasó las calles, los medios y a la derecha.
Por el contrario, y asumiendo el cortocircuito frenteamplista táctico y estratégico entre quienes estaban impulsando la huelga general como golpe de ingobernabilidad y quienes participaron en la preparación del Acuerdo, versus una experiencia concertacionista mucho más aceitada entre dirigentes sindicales y dirigentes de partidos como el Socialista y el democratacristiano, la situación facilitó que estos últimos pudieran digerir de mejor modo el empuje estructural más importante que la clase trabajadora había sido capaz de protagonizar en los últimos cuarenta años. Cuestión que, de hecho, quebró a la primera coalición y fortaleció a la segunda.
Remarco esto porque intuyo que, sumado al corolario constitucional de la protesta, lo anterior reactivó la desconfianza que late siempre en la izquierda sobre la relevancia del ámbito institucional. Y como francamente espero que nos mantengamos alejados de ese pantano, considero relevante hacer las siguientes observaciones sobre la ruptura democrática y su forado táctico.
Señaladas de forma resumida, la primera de estas constataciones es que la clase trabajadora –por mucha religión que parte de la izquierda o el sindicalismo de “autonomía” opongan a este hecho– no ejerce política intrínsecamente. Esté o no organizada en sindicatos, la relación de esta clase con la política está intermediada por partidos y, entre éstos, los de izquierda no tienen necesariamente la primacía. Pero incluso si así fuera –es decir, si los partidos de izquierda gozaran de una ventaja intrínseca para representar políticamente a la clase trabajadora–, no existen razones para suponer que su capacidad de provocar ingobernabilidad como clase estará libre de procesamientos institucionales que excluyan a la misma izquierda. De hecho, la segunda y más pertinente constatación es que hasta ahora las cuentas de la izquierda en la revuelta han sido precisamente las contrarias.
Por esto lo acontecido entre el 12 y el 15 de noviembre requiere de toda nuestra atención: porque en ello radica la pauta de activación del mecanismo transicional cuya primera piedra de toque fue el procesamiento político de la ingobernabilidad provocada por la clase trabajadora. Cuestión que, en el peor de los casos –es decir, si los partidos concertacionistas terminan de legar su molde transicional a la generación entrante, perseverando en que esta es la única política posible–, implicará que la clase trabajadora vuelva al mismo derrotero de los pasados treinta años que, según sus propios términos, la condujeron a la revuelta. Y, hasta ahora, el comportamiento del FA no augura un buen panorama al respecto[17].
Contra dicha consumación hereditaria –y también contra el riesgo de pasarnos la vida padeciéndola en el orgullo de la rebeldía–, el rol de las dirigentas y dirigentes sindicales de izquierda es tan crucial para esta última como para la clase trabajadora. Básicamente porque, siguiendo la línea de todo lo planteado hasta aquí, su capacidad de articular protesta e interlocución política a través de los partidos condiciona el proceso de ruptura democrática. Y, si bien dicha interlocución no es privativa de la izquierda, es igualmente cierto que no hay más camino que insistir en ello. Para decirlo en términos simples: ni la protesta popular ni la izquierda pueden, por sí solas, desarrollar un proceso de ruptura democrática en favor de las trabajadoras y los trabajadores. Los sindicatos demostraron haber tenido la capacidad para articular dichas fuerzas, a pesar de haber demostrado también sus limitantes.
Es obvio que las dirigentas y dirigentes sindicales no pueden prescindir de los partidos de la izquierda. Como prueba la convocatoria de Unidad Social un mes antes de la revuelta, tampoco pueden suponer que su sola preexistencia les confiere una capacidad de convocatoria semejante a la que desata la clase trabajadora espontáneamente, y menos que pueden montársele a tratar de ponerle riendas[18]. Pero lo que sí pueden hacer, tal como puso en evidencia el 12 de noviembre, es convocar programáticamente a la clase cuando ella desata su capacidad de ingobernabilidad. El procesamiento institucional concertacionista de dicha ingobernabilidad se basa precisamente en contener la conducción unitaria, política y reivindicativa de la protesta social más que su masividad o su radicalidad.
No obstante, es igualmente cierto que el período posterior al 12 de noviembre revela los problemas de las dirigentas y los dirigentes para hacerse cargo de dicha responsabilidad. Partiendo por la dificultad para procesar discusiones y calibrar representatividades en Unidad Social, cuya peor consecuencia fue el alejamiento de los pocos sindicatos que cuentan con capacidad de paralización efectiva, dirigentes de izquierda y una honda simpatía en la revuelta, como los obreros portuarios y los trabajadores de la construcción.
III
La situación, sin embargo, ha cambiado de forma relevante los últimos tres meses, agravando la impronta de los problemas antes indicados. Frente a la pandemia, el blindaje gubernamental del modelo se ha traducido en una serie de mecanismos legales para reforzar el desequilibrio de poder entre clases, resguardando deliberadamente las ganancias del empresariado. El resultado más previsible, considerando los efectos actuales de la pandemia tanto como la recesión que se avecina, es una clase trabajadora confrontada a una crisis sin trabajo, sin medios de subsistencia, severamente endeudada y sin organizaciones capaces de contrarrestar este avasallamiento. Es bastante probable que esto engrose la crisis de gobernabilidad del ejecutivo y, por ende, prolongue la presencia militar y la represión en las calles con el objeto de evitar una reactivación de las protestas callejeras al alero de la “vía chilena a la nueva normalidad”[19].
Considerando su inminencia y que, según cabe esperar, dichas protestas serán iniciadas nuevamente por los sectores de la clase trabajadora no organizados sindicalmente –pero obligados a volver a sus lugares de trabajo-, el principal problema reside en la dificultad que la crisis y su carácter les han impuesto a los sindicatos. Algunas de las organizaciones que antes coincidieron en el Bloque Sindical, como la ANEF y el Colegio de Profesores, por ejemplo, están entendiendo como protesta lo contrario: no volver a los lugares de trabajo y mantener el aislamiento. Por otra parte, hay toda una serie de sindicatos, en diferentes ámbitos y de distintos tamaños, que están siendo desfondados a punta de despidos y cuyas energías están consumidas en revertir estas desvinculaciones, en forzar los pagos de salarios o en mantener las prestaciones. Todo esto sin considerar los recortes de sueldo que los propios sindicatos están ofreciendo a sus empresas para quedarse con el trabajo de los sindicatos que se nieguen a aceptar la medida. Por otra parte, en lo que respecta a organizaciones clave como la Unión Portuaria, es esperable, dada el carácter eventual de la mayoría de estos trabajadores, que no encabecen ni promuevan ningún llamado a paralizaciones para no afectar la dotación de trabajo que aún no merma como consecuencia de la crisis económica en ciernes, que en contrate ya afectó a los obreros de la construcción.
Todo esto lleva a suponer, por tanto, que, a diferencia de la situación del trimestre previo, la protesta de la clase organizada y no organizada difícilmente conseguirá la misma forma, y, más grave todavía, que dichos ámbitos no conseguirán dialogar entre sí ni actuar conjuntamente dadas sus distintas prioridades. Se quebranta, por lo tanto, su más preciado potencial.
En la línea de lo que indiqué en el apartado previo, este desencuentro augura que la clase no organizada quedará abandonada a su suerte si las trabajadoras y trabajadores organizados no consiguen recobrar su capacidad política, cuestión que desatará la pugna de los partidos en su seno. Si la izquierda pierde esta pugna –y en esto radica el problema más grave–, dicho proceso derivará en un procesamiento institucional gestado en la pérdida de capacidad de consumo de la clase trabajadora y en la represión salvaje a las protestas que ello desate. Y buena parte de la actual oposición ya presentó sus credenciales de gobernabilidad y republicanismo para esta situación.
Frente a la posibilidad cierta de este nuevo pacto transicional –este “instante de peligro” al que aludí en un comienzo–, haríamos bien como izquierda, como clase y como revuelta, en recordar que la ingobernabilidad sólo puede devenir en ruptura cuando conquistamos las condiciones y las posiciones para su defensa. Y para esto, el proceso constitucional y electoral sigue estando agendado y al frente. En él se juega también la lucha de clases.
Santiago, a medio año del inicio de la revuelta.
[1] Olivier Remaud despeja los dos modos de entender la aceleración del tiempo histórico en “Pequeña filosofía de la aceleración de la historia”, Isegoría 37, 2007, pp. 97-111. Estoy empleando el segundo de ellos.
[2] “Ministra del Trabajo: No tenemos la forma de obligar al empleador a pagar sueldos”, Cooperativa, 27 de marzo de 2020.
[3] Frente a la pregunta abierta “¿Cuáles considera usted que son las principales motivaciones que han generado estas manifestaciones y protestas?” realizada por la encuesta “Pulso Ciudadano” de Activa Research realizada el 22 y 23 de octubre de 2019, las razones más reiteradas fueron los sueldos de los trabajadores, los precios de los servicios básicos (incluyendo además de la luz, el agua y el gas, la salud, el transporte, los medicamentos y la educación), las pensiones de los jubilados y la desigualdad económica (pp. 17-18). La encuesta “Movilizaciones sociales de octubre 2019” de IPSOS realizada poco antes, el 21 y 22 de octubre, arrojó un resultado equivalente para la misma pregunta: entre seis respuestas posibles, el 67% escogió la siguiente: “Las personas se cansaron del costo de la vida, las alzas de precios, el nivel de los sueldos, la calidad de la salud, el monto de las pensiones, entre otros” (pp. 7-10).
[4] “Especial década: El descrédito del sector empresarial”, La Tercera, 29 de diciembre de 2019; “Seguridad pública, policial y militar: Corrupción, escándalos, fracasos”, El Siglo, 12 de octubre de 2019.
[5] “Las incendiarias frases del gabinete de Piñera que detonaron la crisis social”, El Desconcierto, 19 de octubre de 2019.
[6] “No supimos entender el clamor por una sociedad más justa”, El País, 11 de noviembre de 2019.
[7] “Puertos se movilizan y CUT llama a paro nacional para miércoles y jueves”, La Tercera, 22 de octubre de 2019; “Unidad Social ratifica paro nacional para este miércoles 30 de octubre”, Diario Universidad de Chile, 29 de octubre de 2020.
[8] “Trabajadores de sectores productivos más importantes del país llaman a huelga nacional para este 12 de noviembre”, CUT, 8 de noviembre de 2019; “Bloque sindical de Unidad Social convoca huelga general de trabajadores para el 12 de noviembre”, El Desconcierto, 9 de noviembre de 2019.
[9] “Furia desatada en Carabineros: fuera de control y sin piloto”, CIPER, 12 de noviembre de 2019.
[10] “Toda la oposición firma acuerdo en que pide Asamblea Constituyente y plebiscito”, CNN Chile, 12 de noviembre de 2019.
[11] El mejor balance y recuento hasta ahora es el recogido por el Centro de Investigación Político Social del Trabajo (CIPSTRA), en “La huelga general del 12N. Balance y desafíos futuros”, Revista ROSA, 21 de noviembre de 2019. Ver también: “Exitosa y masiva jornada de Huelga General”, El Siglo, 12 de noviembre de 2019. Digo “no sindicalizada” porque entiendo la participación de organizaciones feministas, estudiantiles, de allegados y un largo etcétera como organizaciones de la clase de trabajadora.
[12] Valentina Doniez, “¿Contar sindicatos o sindicatos que cuentan?”, El Desconcierto, 3 de mayo de 2019. Los datos están tomados de Fundación SOL, “Sindicatos pulverizados. Panorama actual y reflexiones para la transformación”, 2016: p. 5.
[13] Esto, apegándose a los datos del Sistema Informático de Relaciones Laborales. En: “Dirección del Trabajo utiliza información de SIRELA para determinar representatividad de centrales sindicales”, Prosindical, 24 de mayo de 2017. No considero a las otras Centrales sindicales (CAT, CNT y CTCH) por su irrelevancia. Con base en los datos de la Dirección del Trabajo a principios del 2019, Sebastián Osorio, a quien agradezco la referencia, calculó la representación sindical de estas otras Centrales en un 0.63%, lo que significa un 0,17% del total de las trabajadoras y los trabajadores chilenos.
[14] “Oposición y oficialismo logran un histórico acuerdo para una nueva Constitución”, Diario Financiero, 15 de noviembre de 2019.
[15] Acaso la expresión por antonomasia de lo que estoy señalando sea el paro de 11 minutos convocado el 11 de marzo pasado. “Mesa de Unidad Social convocó a movilizaciones en el segundo aniversario del Gobierno de Piñera”, Cooperativa, 6 de marzo de 2020.
[16] Para un tratamiento más amplio del período véanse los libros editados en América en Movimiento por José Ignacio Ponce et al.: Trabajadores y trabajadoras. Procesos y acción sindical en el neoliberalismo chileno, 1979-2017 (2017) y Transiciones: Perspectivas historiográficas sobre la postdictadura chilena, 1988-2018 (2018). En este último tono también el libro editado por Julio Pinto en LOM: Las largas sombras de la dictadura: a 30 años del plebiscito (2019).
[17] “Bitácora de un acuerdo histórico”, La Tercera, 17 de noviembre de 2019.
[18] “Nos cansamos, nos unimos: La movida jornada de protesta en Santiago en apoyo a las 40 horas y en contra del TPP”, Publimetro, 5 de septiembre de 2019.
[19] Ministro de Salud Jaime Mañalich, “Informe oficial sobre Coronavirus en Chile”, 24 de abril de 2020.
Camilo Santibáñez R.
Historiador y docente del Departamento de Historia de la Universidad de Santiago de Chile.
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