Las memorias de las víctimas de la revuelta, de las personas que fueron mutiladas, torturadas y violadas, o quienes han cumplido el castigo anticipado de la prisión preventiva en una modalidad clara de prisión política, son aquí, más que el recuerdo para la elaboración de un nuevo pacto, la herencia política y discursiva sobre la cual debemos prestar atención a la hora de exigir verdad y justicia, al mismo tiempo en que la política sigue jugándose tanto en el campo de lo popular como en la disputa institucional.
por Karen Glavic
Imagen / Protestas en Santiago de Chile, 2019. Fotografía de César Sanhueza S.
Seguramente resulta apresurado hablar de memorias de la revuelta. Y es cierto, no se trata de procesar aún los sucesos de octubre de 2019 en Chile como operación de interpretación y ajuste sobre un pasado ya clausurado. Más bien, se trata aquí de interrogar los archivos que guardan los contenidos de las luchas contra la impunidad por las violaciones a los derechos humanos cometidas en dictadura, la denuncia, y el lugar que ha ocupado la noción de víctima en los ajustes y negociaciones del consenso democrático. Las memorias de las víctimas de la revuelta, de las personas que fueron mutiladas, torturadas y violadas, o quienes han cumplido el castigo anticipado de la prisión preventiva en una modalidad clara de prisión política, son aquí, más que el recuerdo para la elaboración de un nuevo pacto, la herencia política y discursiva sobre la cual debemos prestar atención a la hora de exigir verdad y justicia, al mismo tiempo en que la política sigue jugándose tanto en el campo de lo popular como en la disputa institucional.
Cuando el presidente Sebastián Piñera repite una y otra vez (por la revuelta o en tiempos de pandemia) que se enfrenta a un “enemigo poderoso” no lo hace, por cierto, de casualidad. Fue la lógica de la guerra la que se desplegó contra el pueblo chileno en octubre de 2019, y la que se imita en un estado de excepción bastante más permisivo y sectorizado durante estos meses de guerra contra el Covid-19. Es el modelo de la guerra como principio del poder político, es decir, enemigos a los que hay que derrotar y batallas en las que hay que vencer. La noche del 18 de octubre, seguramente, quedará inscrita como el gran punto de inflexión de la postdictadura, ese tiempo largo de acomodo y profundización del modelo neoliberal que se ha sostenido, entre otras cosas, en un pacto de impunidad. Las violaciones a los derechos humanos, por cierto, siguieron ocurriendo en democracia. Casos de detenidos desaparecidos como el de José Huenante, la militarización del Wallmapu, torturas y confinamiento en los hogares de Sename, violencia sexual por parte de las policías y una naturalizada represión y criminalización de la protesta, han sido tópicos comunes y cercanos tanto para las organizaciones de derechos humanos que se conformaron en dictadura y siguen existiendo, como para los nuevos comités, colectivos o instituciones que han dedicado su trabajo a la protección, denuncia y judicialización de los casos por violaciones a los derechos humanos en Chile. Pero aún con esto, con esta experiencia y con estas memorias de organización y resistencia, el 18 de octubre fue algo demasiado nuevo, un acontecimiento aún en curso y suspendido en forma abrupta por las políticas de “distanciamiento social” a las que ha obligado el coronavirus, agravando quizás el vértigo de estos meses en que el país se rebeló contra la institucionalidad neoliberal.
El estado de guerra ha operado también bajo una forma de baja intensidad y los casos de violencia en democracia lo demuestran. Para la guerra ya no son necesarias las posiciones de grandes bloques enfrentados, sino que su sonido se escucha tras de todo orden, es la trama que organiza las relaciones de fuerza y puede repetirse o establecerse de manera permanente. Así lo han descrito teóricas feministas como Rita Segato o Silvia Federici para el caso de la “guerra contra las mujeres” que consiste en sostener las fases de acumulación del capital y el orden de dominación, en la devaluación y desposesión de las mujeres y los cuerpos feminizados. Si bien puede resultar evidente, conviene decirlo: toda guerra se desata en contra de determinados cuerpos. Por eso está alusión a la guerra contra las mujeres o a aquellos grupos antes mencionados sobre los cuales se ha dirigido la represión en la postdictadura son importantes de tener presentes, tanto para pensar en la categoría de víctima como para imaginar articulaciones políticas que permitan pensar la violencia y la resistencia a ella.
Como bien propone Judith Butler, una vida no puede ser aprehendida como dañada o perdida si antes no es aprehendida como viva. Para que la palabra “vida” pueda ser comprendida en sentido pleno es necesario que existen condiciones sociales y políticas que reconozcan a una vida como tal, en completo merecimiento de ser vivida. Toda vida es una vida precaria, pues porta una vulnerabilidad de base que nos hace interdependientes a unos de otros, y el derecho a la vida se juega, entonces, en aprehender las condiciones necesarias para alcanzar una vida vivible bajo fundamentos igualitarios. Por cierto, dicho presupuesto podría ser leído como una ontología en donde valga la mera existencia individual para consignar el estatuto de precariedad; pero es allí donde Butler se adelanta y diferencia dos nociones que permitirán establecer una dimensión ontológica, la de la precariedad; y otra política, la precaridad. Esta diferencia de vocablos busca por sobre todo no perder de vista que la precariedad no es experimentada de manera igualitaria a nivel social y que, si bien, existe la posibilidad de gestar alianzas entre sujetos (o posiciones de sujeto) conectados por la vulnerabilidad, esta no se administra ni relaciona de manera igualitaria: “La precaridad también caracteriza una condición políticamente inducida de la precariedad, que se maximiza para las poblaciones expuestas a la violencia estatal arbitraria que, a menudo, no tienen otra opción que la de apelar al Estado en busca de protección, pero el Estado es, precisamente, aquello contra lo que necesitan protección”[1]. De esta cita podríamos extraer una conclusión que es conocida: el Estado es quien viola los derechos humanos, y si estos crímenes son de los más graves, deleznables e imperdonables que pueden ser cometidos es, precisamente, porque el Estado debe cumplir el rol de defender a los ciudadanos y ciudadanas. Pero sabemos que junto al poder de mantener a la población con vida, el Estado detenta el poder de administrar la muerte, y aunque el estallido de octubre nos haya despertado de golpe en una revuelta en que la violencia popular se tomó las calles, la respuesta del Estado chileno no fue otra que la que durante décadas ha utilizado y dirigido contra determinados sectores de la sociedad con el fin de mantener el orden y fijar las condiciones de gobernabilidad neoliberal.
La alusión a Butler me permite introducir una cuestión importante: ¿Qué es aquello que consideramos como humano? Cuando afirmamos que no todas las vidas son aprehendidas ni reconocidas de manera igualitaria, asumimos que aquello que suponemos universal en “lo humano” no es otra cosa que una categorización que delimita marcos entre las poblaciones “perdibles” y las rescatables. Algo de eso es aún más dramático en tiempos de administración del estado de excepción por el Covid-19, cuando las decisiones en torno a la delimitación de las cuarentenas parecen tener marcados criterios de protección de la productividad económica, cercado de los lugares de protesta y abandono de la periferia.
Las vidas ya perdidas o desahuciadas son el límite de lo humano. Es por esto que siempre la necesaria defensa y lucha por los derechos humanos tiene un contenido paradójico. En el fondo, no se trata solo de recuperar los derechos perdidos en materia jurídica, sino que más profundamente, se trata de visibilizar y devolver el estatuto de vida merecedora de ser vivida a aquellas que no lo tienen. Butler enfatiza que estos cuerpos, estas vidas además no son objeto de duelo “pues en la retorcida lógica que racionaliza su muerte la pérdida de tales poblaciones se considera necesaria para proteger las vidas de «los vivos»”[2].
Una discusión sobre lo humano es necesaria y no se trata solo de una cuestión conceptual pues son demasiados cuerpos los sacrificados de antemano. Pensar lo humano interroga a los sujetos para/de la política o la transformación social, y en esta revuelta además, en este estallido informe y muy plural de imágenes, se ha sugerido a través de figuras de animales y un perro quiltro lo que ya no anudan las banderas del Che o las canciones de protesta. Es cierto, la revuelta ha sido y es una potencia de sentidos y deseos, un movimiento destituyente pero también unas memorias de procesos y elaboraciones políticas que de alguna u otra manera han permeado en la sociedad chilena. Al mirar los primeros días de la revuelta, aparecen las imágenes de marchas que por primera vez no tenían rumbo fijo, la destrucción del “orgullo de la ciudad de Santiago” (el metro), la quema de artículos tecnológicos en piras improvisadas, el saqueo, y también la imaginación y los cuerpos en la calle. Es como si de un momento a otro el pueblo chileno salió con lo que tenía y llevaba puesto, con la certeza, eso sí, de que este sistema de acumulación por desposesión ya había horadado y enmarcado lo suficiente las vidas de los no-vivos. Puestos y puestas allí la represión fue un suceso esperable. Apresurado, tal vez, para los analistas políticos, muestra de ingobernabilidad y de un presidente incompetente, pero por sobre todo, el retorno de un fantasma conocido. Igualmente, es cierto, este despliegue de la guerra no había sido presenciado de esta forma durante la postdictadura. Incluso las respuestas institucionales y la recreación de los pactos de la transición llegaban a destiempo a lo que se abría en algunos momentos por la presión en las calles. Ni el “acuerdo por la paz” ni el anuncio de la realización del plebiscito terminó de calmar lo que octubre de 2019 ofreció, pero es cierto al mismo tiempo, que no hay certeza alguna en términos de organización política de lo que pueda seguir ocurriendo con cuerpos que no cesaron de salir a protestar y a ponerse como “primera línea” ante la represión.
A diferencia de lo que en otros tiempos se concibió como preparación militar en los partidos de la izquierda chilena, la “primera línea” pareciera ser más la necesidad de la construcción de grupos de autodefensa, la continuidad de forma de acción directa de “los capuchas”, y la pulsión manifiesta de esta revuelta por destruir vestigios del viejo orden. No es posible pasar por alto la cantidad de estatuas que fueron removidas, los espacios públicos intervenidos y resignificados, y también el arsenal de consignas que tapizó las ciudades a través de rayados, murales, collages y grafitis. Más que la organización de la violencia popular me interesa nuevamente señalar el trasfondo que hace que un cuerpo sea puesto en “primera línea”. Muchas de las historias que escuchamos y leímos en periódicos y artículos de prensa alternativa, parecen sugerir que muchos y muchas de las que se alinearon allí estaban muy al tanto de su condición de vida precaria, de cuerpo que no merece un duelo. Y con esto no puedo sino pensar en el memorial de Mauricio Fredes en la calle Irene Morales, que en un acto de provocación pero también de borradura como las que bien conocen los memoriales de las víctimas de la dictadura, fue destruido en incontables ocasiones por parte de Carabineros. Negar a los muertos y sus causas de muerte, organizar una desmentida estatal que sitúa a quienes salieron a la calle como “enemigos poderosos” y a la policía como una institución cometedora de “excesos”, en constante crisis jerárquica (que igualmente la tiene) en la que las responsabilidades se pierden y diluyen. Se trata de no reconocer a las personas que fueron torturadas, asesinadas y mutiladas, de defender la forma de la guerra en su clave de administración del poder, pero también se trata una vez más de distinguir a lo humano de lo inhumano, a los cuerpos que merecen el reconocimiento del dolor inflingido y a los que no.
Decía al comienzo de este artículo que me interesa poder explorar lo que la noción de víctima significó para el consenso democrático de la postdictadura chilena. Desde hace un tiempo, las organizaciones de derechos humanos en Chile han sostenido insistentemente la posición de conectar los crímenes del pasado con el presente, pues las “operaciones de olvido”, los disciplinamientos y ajustes de la memoria de los crímenes de la dictadura, han tendido a despolitizar las luchas y demandas de justicia, ya sea a través de la impunidad, la borradura de espacios y lugares de memoria, la privatización del conflicto, y también el ensalzamiento del lugar de la víctima: sujetos sin historia ni pertenencia a un proyecto político, sobre los cuales la marca de la represión, la desaparición y la tortura, estaban por sobre cualquier profundización en sus identidades. No se trata, por cierto, de negar o poner en entredicho a las víctimas de la dictadura en su condición de víctimas de violaciones a los derechos humanos, sino que de considerar cómo aquella noción genera un efecto de totalización sobre el pasado que ha sido funcional a mantener los consensos democráticos para la gobernabilidad neoliberal. No es casual que dentro de los variados déjà vu de octubre y noviembre pasado, los “ruidos de sables” sonaran más a modo de ordenamiento del sentido que de voluntad de los militares de sumarse al poco atractivo panorama al que se los convocaba, y sobre el que ya tienen bastante noticia en términos de procesos judiciales, aunque haya tanta deuda en ellos.
La revuelta de octubre parece haber activado un tabú de la democracia: el odio de clase. Si las víctimas de la dictadura durante años fueron víctimas por “pensar distinto”, estos meses han actualizado en su propio registro una clave que parecía olvidada en medio de la supuesta homologación social que provoca el consumo. Las eternas “clases medias” resultaron ser sujetos desposeídos, vidas precarias azotadas por la desigualdad que se rebelaron en contra de todo aquel rastro de institucionalidad que les pareció memoria del régimen de desposesión, incluida toda la casta política, y muchas organizaciones, centrales sindicales y agrupaciones que reproducían de algún modo la corrupción o el enriquecimiento. Claramente el descrédito de la política no es nunca una buena noticia. La falta de articulación desde abajo y también la falta de propuesta y coordinación institucional es caldo de cultivo para un vacío político que difícilmente se llena sin organización ni contenidos, y que es también muy propio de sujetos desposeídos y subjetivados por el neoliberalismo. La revuelta ha proyectado una potencia que se venía gestando hace un tiempo en Chile: la de poner los cuerpos en circulación y encuentro masivo en la calle, y también la referida a la construcción de proyectos políticos que cuestionaran de manera profunda las raíces del modelo chileno y sus formas de dominación tanto públicas como privadas. No es casualidad que el feminismo sea y haya sido un dinamizador de la revuelta y las movilizaciones de los últimos años, en cuanto lograba salirse de la cancha acotada que la institucionalidad de la postdictadura había fijado en Chile. Los movimientos feministas saben de cuerpos oprimidos, no duelables, no dignos de ser vividos. Saben de cuerpos oprimidos y de ser víctimas de la violencia patriarcal, pero también de la necesidad de reconceptualizarla. Sobre el tema, Verónica Gago plantea: “(…) dar cuenta de la pluralización de las violencias es estratégica: es una forma concreta de conexión que produce inteligibilidad y, por lo tanto, permite un desplazamiento de la figura totalizante de la víctima. Pluralizar no es sólo hacer una cuantificación, un listado de las violencias. Es algo mucho más denso: es un modo de cartografiar su simultaneidad y su interrelación. Es decir, es conectar los hogares estallados con las tierras arrasadas por el agronegocio, con las diferencias salariales y el trabajo doméstico invisibilizado”[3]. Problematizar la violencia y sus figuras es una cuestión estratégica, y la invitación de este texto ha sido pensar qué haremos hoy con las nuevas víctimas, con las víctimas de esta revuelta, con las memorias de las antiguas que pulsan en el presente, con la sensación de dolor e indignación que puede esfumarse cuando no está enmarcada por la imagen en vivo, que circula rápido, que atosiga, cuando estamos en casa con otros miedos y dolores, cuando toca pensar en la justicia para quienes perdieron su vida, sus ojos, cuando hay que defenderla e integrarla en una política emancipadora que no haga otra vez del eterno vaivén melancólico una excusa para administrar los cuerpos de las vidas no vividas, de las víctimas de nuestras preciadas revueltas.
[1] Judith Butler. Marcos de guerra. Las vidas lloradas (México: Paidós, 2010), 46-47.
[2] Judith Butler. Marcos de guerra, 54.
[3] Verónica Gago. La potencia feminista. O el deseo de cambiarlo todo (Madrid: Traficantes de sueños, 2019) 65-66.
Karen Glavic
Doctoranda en Filosofía de la Universidad de Chile, docente universitaria, Editora en Pólvora editorial, compiladora de Aborto Libre. Materiales para la lucha y la discusión en Chile (Pólvora, 2019).