El problema, en todos los casos, no está en los instrumentos de la práctica, sino en las intenciones organizadas y colectivamente compartidas de la misma. Las asociaciones de izquierda -partidos, movimientos, colectivos, o grupos de afinidad por igual- adolecen en su mayoría de ser agrupaciones de individuos. Ya sea por su condición de estudiantes o profesionales de capas medias, tradicionalmente menos dependientes de sus organizaciones para mejorar sus condiciones de vida, o bien porque son nuevos trabajadores que han sido educados permanentemente para imaginar únicamente movimientos individuales como desarrollo de sus vidas. No se conoce cómo viabilizar procesos de cambio profundo en el orden social, es decir, los partidos, movimientos y colectivos no entienden cómo ser instrumentos políticos sostenidos en militantes; sino, a lo más, corrientes de opinión llenas de suscriptores. La neutralización de la izquierda tiene que ver con algo que perdió, y es la capacidad de ser útil como instrumento colectivo para mejorar la vida de las clases trabajadoras.
por Luis Thielemann H.
Imagen / caceroleo, Santiago, agosto 2011. Fuente.
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“El trabajo productivo de capital (la «gran desgracia de ser un trabajador productivo») provocó una transformación de la persona, en aquel entonces sometida a la tensión de la deshumanización, en una forma más elevada del ser humano, sujeto de un proceso de libre reapropiación de sí mismo. El yo que se hace nosotros, el nosotros que se hace parte, la parte que proclama: «El proletariado, al emanciparse a sí mismo, emancipará a toda la humanidad». Aquello que se susurra al oído hay que gritarlo a los cuatro vientos: esta es la libertad de los modernos. No es el derecho privado del ciudadano a ser burgués. No es el Estado moderno ocupando el lugar de la polis antigua. Ni, como se dice en estos tiempos nuestros de facilidades y banalidades, del mercado ocupando el lugar de la política. No es el hombre-masa democrático al que se vende la ilusión –dinero a cambio de imagen– de ser él mismo el individuo moderno. Se abrió un proceso general de liberación humana que ha quedado interrumpido, y a partir de ahí todo ha vuelto hacia atrás.” – Mario Tronti.
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El carácter de la izquierda no es ya el de la derrota secular, sino de algo distinto. La izquierda del siglo XX, sus siempre ex militantes que aún deambulan por calles con gases y partidos sin clases, puede decir que fue derrotada. Y, ante las pocas certezas que existen hoy puede hacerlo con orgullo, pues, las marcas de la derrota son también cicatrices del dolor del enemigo. La profundidad de esa derrota se nos muestra como metáfora de lo enorme que fue su propuesta de un otro orden social, de una otra forma de vida. En cambio, aquellos que hemos nacido bajo la sombra de esa épica, no tenemos dignidad alguna que nos redima. El tono de la izquierda actual es su neutralización, es decir, un estadio después de la derrota. Y es que han pasado ya más de tres décadas de la última gran derrota. Existen partidos de izquierda, es innegable, y existe una política real en la que algunos de ellos inciden, y otros hacen del rechazo a incidir su única forma de incidencia. Sí, todo eso existe, pero nada va más allá de la administración más piadosa posible de lo que ya hay: mejores salarios, servicios más baratos, menos persecución policial, etc. Todo el enorme arco de posiciones que puede encontrarse bajo la denominación “izquierda” se hacen comunes en la incapacidad de modificar los fundamentos gruesos del orden capitalista. La discusión de la larga década de 1960, sobre las vías para alcanzar el socialismo, se volvió frívola con las dictaduras terroristas, cuando la única vía pensable era la de un urgente escape o a la moderación amarga. Luego se ha vuelto cosa de académicos, de imaginaciones de estudiantes o para marcar límites entre sectas; solo para eso sirven los mapas cuando nadie tiene cómo emprender el camino. A estas alturas, las discusiones sobre estrategia son declaraciones de principios, que apenas sirven de litúrgica encomienda en las introducciones de documentos que nadie se toma en serio. Gramsci decía que “gran política es, por lo tanto, la tentativa de excluir la gran política del ámbito interno de la vida estatal y de reducir todo a política pequeña”. La “gran política” de la dominación capitalista ha neutralizado a la izquierda en la “pequeña política”. Allí discute principalmente cuán poco o mucho debe comprometerse en las instituciones y formas de la segunda, cerrando el horizonte a imaginar la primera.
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En ese sentido cobra importancia la fascinación izquierdista con la película coreana Parasite. La película, sin duda, es de muy buena calidad en todas las facetas posibles. Es una crítica radical a la desigualdad en el neoliberalismo, así como a cualquier plan imaginable de salida de la pobreza, incluso el más delirante, tampoco el más honesto. Es allí donde empieza el problema. La crítica dibuja lo terrible de una sociedad sin salida alguna, sin un antagonismo afirmativo. Así es el neoliberalismo, y eso no es culpa de la película, tampoco de su director, quien surfea con estilo sobre esa realidad. Lo interesante, lo que se puede poner en cuestión, es que se vea como una película “sobre la lucha de clases”, cuando más bien es sobre la imposibilidad de cualquier tipo de lucha. Mark Fisher insistía en la importancia de superar ese encierro totalitario de la imaginación, cuando sugiere que “La política emancipatoria debe siempre destruir la apariencia de un “orden natural”, debe revelar lo que se presenta como necesario e inevitable para ser una mera contingencia, así como debe hacer que lo que antes se consideraba imposible pareciera posible” (cursivas mías). Es una película que choca con los mismos límites que las revueltas en las periferias de Barcelona o Santiago, es decir, la neutralización presente de los viejos instrumentos subalternos para imaginar y hacer creíble un otro orden. No se logra inteligir lo que se observa como una fragmentada desigualdad social, en la universal clave de la lucha de clases.
Es notoria, entre quienes se declaran de izquierda, la ausencia de una acción que tienda a observar caminos de enfrentamiento y no solo de malestar o negación sin respuesta. Lo contingente, el capitalismo y su desigualdad clasista, lo inteligimos como una tragedia estamental, sobre la cual podemos llamar la atención, pero no modificar sus bases. Y no es que ya no sean los tiempos de la “consciencia”, que se carezca de rabia dirigida entre los subalternos. Carecemos de alternativa, pero ese dato es de hace décadas. De lo que más carecemos es del sentido de urgencia de que no tenemos alternativa. Se perdió no solo la estrategia, sino el para qué de su elaboración. En el mismo camino, generaciones completas de militantes se formaron en un enorme idealismo respecto de qué se trataba eso de hacer política de izquierda. Hoy, de lo que también se carece, es del desarrollo de un frío diagnóstico sobre la situación capitalista suicida del mundo, pero que también sincere el esperanzador dato de que siempre hay algo más que resistencia. Certezas mínimas pero que se constituyan en el dato innegable que hasta los más desposeídos están en todo momento desarrollando formas de pasar a la ofensiva, de vencer; no solo para mejorar la posición individual, sino que para poner históricamente el mundo al revés. Siguiendo a Thompson, para que se formen clases, tiene que haber lucha de clases. Tiene que existir un enfrentamiento constante entre grupos estructurados “crucialmente, pero no exclusivamente, en relaciones de producción”. Las clases “experimentan la explotación (o la necesidad de mantener el poder sobre los explotados), identifican puntos de interés antagónico, comienzan a luchar por estas cuestiones y en el proceso de lucha se descubren como clase, y llegan a conocer este descubrimiento como conciencia de clase”. Por eso el historiador inglés acuñó a fuego eso de que “clase y la conciencia de clase son siempre las últimas, no las primeras, fases del proceso real histórico“.
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Tal vez la forma más triste que toma la situación de la izquierda es lo difícil que se vuelve visibilizar dicha neutralización como un problema. Cuatro décadas de neoliberalismo son demasiado tiempo como para que perdure una dialéctica de opresión y resistencia. En tanto tiempo se produce una normalidad sin tanto roce, o donde éstos se vuelven tan rituales que pierden su significado político. Nos gusta decirle resistencia al neoliberalismo a todo aquello que no ha sido más que una cultura marginal e imaginada como disidencia política. Con ganas de provocar, uno podría decir que a lo que se le ha llamado resistencia no ha logrado más que ser parte del ruido del movimiento de tres décadas de progreso capitalista. Así, la forma neoliberal de la democracia -aquella caracterizada por la expulsión de las mayorías y sus razones de la política, en pos de la supremacía de la razón de la ganancia capitalista, y la reducción de la ciudadanía a agentes de mercado- tiene su lado afirmativo. Propone, organiza y dispone una forma de la política en que cada individuo tiene derecho (y hasta el deber) de desear el destino que quiera, y los partidos no pueden hacer más que satisfacer con propuestas esos deseos y ver qué tal les va en el mercado electoral. Todo el fenómeno sugiere y rodea el cambio, pero de entrada asume que no puede cambiar mucho; solo hacer lo mismo, pero “mejor”. Esta mercantilización de la política es a la vez su desactivación. En palabras de Wolfgang Streeck: “Los actos de participación política se convierten en algo así como actos de consumo o maximización hedonística de las preferencias individuales. No se pide una lealtad generalizada, que por otra parte nadie estaría dispuesto a prometer; la participación política como deber ciudadano da paso, en las culturas consumistas opulentas, a la participación política como diversión: una preferencia personal como cualquier otra, más que una obligación colectiva”. Quizás una forma de esa “maximización hedonística de las preferencias individuales” sea el éxodo de la política descrito como práctica crítica de la misma: aunque no tiene ninguna posibilidad de modificar el sistema, defiende el valor de la negativa individual a apoyarlo. El neoliberalismo logró que la desciudadanización de los proletarios sea vista como una elección personal y no como un proceso disolutivo de la potencia de la política moderna.
Discusiones sobre si la soberanía reside en el pueblo o en el parlamento, cuando los únicos armados son los Carabineros de la oligarquía; o sobre limitar la libertad de expresión, cuando ésta solo la tienen los más ricos y los pobres que se organizan y envalentonan con enormes costos, expresan aquello con amarga claridad: da lo mismo qué se concluya al respecto, pues la discusión tiene poco o nada que ver con producir otra realidad. Más bien se relaciona con cómo cada uno se posiciona -“con mi opinión”- frente a una realidad que ya ni siquiera se ve como difícil de modificar, sino que como el paisaje natural de toda la vida posible. Se imaginaba y se imagina todavía que se hace política cuando se contraría con palabras y maldiciones al poder, aunque ese poder ni se entere. Desde ahí espeta como crítica a los partidos su burocratización, casi con las mismas palabras que los empresarios claman por la privatización de los servicios públicos: funcionan de forma autoritaria gobernados por una camarilla acomodada, tienen una imagen anticuada y no sirven para los desafíos del presente, deben entregar mejores productos, etc. Luce como un colectivo de consumidores furiosos reclamando a una marca que cumpla con su publicidad. Frente a una política tan mediocre y religiosa de sí, tan impotente como ridícula, dislocada de la construcción de orden y solo haciendo espectacular el consenso; la mayoría de los militantes y organizaciones de izquierda no han opuesto la práctica del poder, sino la de la queja. Así se comprende también que la funa sea una práctica que parece de fuerza, pero es dependiente. Se trata de la paradoja de una acción directa para demandar que otro se haga cargo, ya sea la policía, el Estado o la turba anónima; pero no quien la realiza, pues por definición se declara incapaz hacer justicia. Similar es el ejemplo de eternizar una protesta -y fetichizar sus prácticas y protagonistas-, sin alternativa alguna a aquello contra lo que se protesta. El caceroleo interminable de quien, sin embargo, no quiere organizarse. Es la política individualista, aunque sea de a varios individuos, que opina sobre la provisión de servicios que simulan la política, pero que no participa en la disputa de poder misma que constituye a la política real. La pequeña política formateada por el mercado es la última tecnología de la gran política de la dominación. Establece la búsqueda del goce inmediato (aunque sea a través del martirio), pero no el compromiso con la larga tarea de organizar y conquistar poder.
El problema, en todos los casos, no está en los instrumentos de la práctica, sino en las intenciones organizadas y colectivamente compartidas de la misma. Las asociaciones de izquierda -partidos, movimientos, colectivos, o grupos de afinidad por igual- adolecen en su mayoría de ser agrupaciones de individuos. Ya sea por su condición de estudiantes o profesionales de capas medias, tradicionalmente menos dependientes de sus organizaciones para mejorar sus condiciones de vida, o bien porque son nuevos trabajadores que han sido educados permanentemente para imaginar únicamente movimientos individuales como desarrollo de sus vidas. No se conoce cómo viabilizar procesos de cambio profundo en el orden social, es decir, los partidos, movimientos y colectivos no entienden cómo ser instrumentos políticos sostenidos en militantes; sino, a lo más, corrientes de opinión llenas de suscriptores. La neutralización de la izquierda tiene que ver con algo que perdió, y es la capacidad de ser útil como instrumento colectivo para mejorar la vida de las clases trabajadoras. No era un asunto de que las izquierdas de otras épocas fueran gente más buena o clara (porque no lo eran), tampoco que haya sido algo perdido por el totalitarismo (más bien, este fue consecuencia de dicha pérdida). Se trató de que fueron capaces de producir prácticas, ideas y organizaciones que le dieron utilidad a la política para las clases populares, manteniendo abierta de forma permanente la herida social de la contradicción de una política pretendidamente democrática, pero cuyo rol develado es sostener el consenso social de la desigualdad de clases.
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A esto han contribuido toda una serie de políticos que, apenas pueden, han aprendido a vivir de la política en su forma neoliberal, es decir, en el mercado de las ilusiones de reforma, de los afectos y emociones que bailan en la disputa política formal impotente del siglo XXI. El simulacro de los programas devino en la farsa por todos asumida que consiste en recitar promesas. En general tratan de formas de gestión, ya no de principios. Pero de eso ya se ha dicho bastante. No tanto, en cambio, de cuánto dependía el orden del poder de la democracia. Lo que está al centro de toda esta crisis de la política democrática es la ausencia de poder de los subalternos organizados. Aquello que en el siglo XX se reconoció bajo distintas formas de la bandera rojas, y que se descompuso en distintas miserias. Como decía Tronti, sin el proletariado organizado, la política moderna no puede existir: “El movimiento obrero, con y sin Marx, ha encontrado a la política moderna: la expresó, la declinó y la organizó, la llevó hasta sus últimas consecuencias, a un crecimiento exponencial, hasta llegar al punto apocalíptico de la caída vertical. El movimiento obrero ha sido el último gran sujeto de la política moderna. Con la «gran crisis» de su propio complejo de potencia provocó el «derrumbe» de aquélla”.
La política moderna, no es que esté en crisis, sino que está muerta y no hay como rescatarla. De las primeras cosas que se aprenden sobre la historia es que no hay marcha atrás. Todo lo que hoy se supone dinamiza la política, es en realidad el simulacro del enfrentamiento. El ejemplo más obvio son las redes sociales, pero no lo es tanto el de la lucha callejera o el electoral. La ritualización del enfrentamiento -a pedradas o a votos, sin ningún norte claro, ni menos significación en las trayectorias colectivas y personales- constituye espacios medidos y contenidos de una liturgia sobre el conflicto. No son simulacros, pero casi. Aunque todavía potente, la política de los partidos y las elecciones tiende a una aguda pérdida de importancia. La gimnasia electoral y la lucha callejera, por igual, resultan algo más parecido a evasiones del problema de conquistar poder real; o, peor, evasiones al problema de tener ese problema.
Entonces, por la vía de la expulsión de la política de las clases subalternas, junto a la ritualización de las prácticas políticas modernas de la izquierda frente al capitalismo -radicales o institucionales, por igual-; se ha ido descomponiendo la capacidad afirmativa de las clases populares. La neutralización de la izquierda luce también como la deseducación política de las y los trabajadores y los y las más pobres. Se pierden los aprendizajes sobre cómo funciona realmente la política, sobre cómo es posible modificar las correlaciones de fuerzas de clase en el Estado y en cada lugar, desaparece la educación política de los subalternos y se impone la religión cívica del voto y esas cosas de exigir la boleta al pagar. Son tiempos donde nuevamente nos espanta el relámpago del arcabuz, nos aplasta el caballo y la armadura es un misterio. Para peor, en la izquierda y el progresismo está muy extendido atacar como “violencia” o “paternalismo” las posiciones que llaman a una mayor educación política en las clases subalternas, contrargumentando en una especie de sabiduría política innata de los más pobres. Fuerte signo de conservadurismo es el tratar la situación de los más pobres como si aquello fuese algo a proteger, y no una urgencia que intervenir para transformar.
Esa deseducación política de las clases populares le sirve a quienes han hecho de la izquierda neutralizada una industria. Desde la recuperación de la capacidad de contestación política de los grupos sociales más golpeados por el neoliberalismo, hace un par de décadas, en general nos hemos topado con izquierdas muy presurosas de promover un nuevo nuevísimo atajo que se salte la tediosa pero eficiente tarea de educar, organizar, luchar y avanzar. Han abundado todo tipo de esperanzas políticas, que inventan grandes procesos con nombres que en sí son imposibles de creer, como “la enésima transformación” o “el gobierno del cambio”. Los mismos procesos se dan por concluidos con mediocres resultados, tan mediocres como todo, y, para las masas que se habían entusiasmado, tan desilusionantes como cualquier descubrimiento de un truco de magia.
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Las formas de la neutralización son muchas y variadas, pero todas pasan y la mayoría emerge desde el error de subestimar el grado de barbarie del orden que nos rodea, de la ausencia de un realismo descarnado respecto de aquello que se dice enfrentar y la capacidad de las fuerzas necesarias para ello. El camino que se transita es escarpado y lleno de trampas, pero por lo menos ahora sabemos que podemos caminarlo y que no hay alternativa salvo la desaparición de la especie. ¿Qué queda? No sé. La tentación de ofrecer respuestas es otro teatro. También se acabó la era de las grandes voces, y la metáfora de que así “iluminan los caminos” ya nos parece ordinaria. Ya nadie está para creer en mesías o caudillos (y alegremente esa es una tragedia para los fascistas). Sin democracia ni política moderna, los gobiernos de reyezuelos y cortes pomposas se padecen más de lo que se apoyan.
Entonces, tal vez, se pueda comenzar más atrás. Empezar por una empatía práctica con la extendida desconfianza popular en la democracia realmente existente, respecto de la política como juego viciado, como cuento viejo. Volver a esa certeza roja según la cual la única política que puede tener sentido emancipatorio es una que parta de decretar que la contingencia de la política moderna ya terminó. Debe observar y trazar caminos desde la llanura de las y los trabajadores; descifrar lo que hasta el cine más radical no puede sino presentar como todo el tiempo y espacio posible e imaginable, y debe plantearlo como una realidad que puede -y debe- ser transformada.
La izquierda puede descifrar lo que parece naturaleza en la dominación, y al hacerlo disolver la jaula de “pequeña política” en la que ha sido encerrada, para así acceder a la “gran política”. Aquella es de dos tiempos, el corto de la coyuntura amarrado a procesos largos que solo son visibles en abstracto, con instrumental propio de largo alcance. Es toda una conquista tecnológica, una superación tan importante como la electricidad o la medicina -y que sin duda ha salvado muchas vidas-, el que los subalternos hayan desarrollado capacidad política propia, partido “en el sentido histórico del término”, a decir de Marx, y que hayan intentado gobernar el mundo y ordenarlo para servir a la humanidad toda. Una educación política de masas, no idealista, para aprender a organizar y conspirar, es urgente; es una forma de superar la neutralización para activarse políticamente.
En el fondo es la misma vieja, pero también evadida, tarea de producir organización y ciencia política directamente sobre y entre la subjetividad antagonista específica de estos tiempos. No asumir nada dado, todo por hacer, pero que debe hacerse. Son tiempos de construcción de una alternativa, porque son tiempos en que nadie sabe cómo o por qué construir.
Historiador, académico y parte del Comité Editor de revista ROSA.
Creo que el artículo adolece de varias cosas. La primera, habla de la izquierda y en realidad no se refiere más que a la agrupación de la nueva izquierda, el Frente Amplio, ya que yo al menos no veo al Partido Comunista enratonado en la ‘real politc’ y está jugando junto a las fuerzas de Chile Digno a interpretar y conducir la calle justamente para construir la alternativa que Chile necesita.
La segunda, descartas en una frase y de manera bastante categórica la posibilidad de que emerja una figura política de carácter populista (en el sentido que totaliza lo subalterno) que protagonice los cambios, que incluso puede ser Jadue aún siendo comunista, bien puede ser la construcción de una figura en medio de una lógica populista que Larraín bien resume como una lógica para la construcción de pueblo que concuerda con Thompson en esos otros campos para la construcción de la conciencia de clase. En fin me parece que descartar el fenomeno populista es un error. Una cosa es que el experimento que iba para allá fracasara rotundamente por responsabilidades políticas determinadas. Otra es que el fenomeno aún pueda darse, porque dada la ruptura popular de la institucionalidad es la única lógica en la que se pueda capitalizar la lucha en la lucha electoral.
Tres, creo que obvias que estamos en una coyuntura estrategica donde esta en juego el cambio de una fase de la correlación de fuerzas con el enemigo y que la resolución de esa posibilidad SERA ELECTORAL o no será. El 2021 ganamos la presidencial y refundamos Chile o tendremos que afrontar un proceso muy dificil.
Cuarto, el autonomismo como corriente ideológica del marxismo, frecuentemente se pierde en la forma en que se construye el sujeto. En lo mismo cae Thompson, no solo la afirmación de los intereses de clase son los que llevan a la conciencia de clase. Sino como señalas el antagonismo, la dialéctica. Y sin animos de encontrar atajos, pero no ver que este momento político de agudización de las contradicciones es un momento clave para la construcción -incipiente- de un sujeto de transformación que se exprese en una elección el 2021 que nos permita cambiar de fase y proponer en vez la educación del pueblo así en el aire nada más… creo que es un problema.