Esta deriva desprovee al Gobierno de cualquier legitimidad democrática pero no de cualquier legitimidad política: la adhesión de la multitud a las movilizaciones sociales no debería ocultarnos la simpatía de una amplia capa de ciudadanos al ejercicio de la fuerza militar. Esta simpatía se ha alimentado de la crisis de representación porque el ejercicio mismo de la representación política se ha vuelto hace ya varios años una forma de espectáculo. Los partidos y sus líderes invierten muchos más recursos en diseñar estrategias comunicacionales y estudios electorales que a comprender la sociedad en la que se insertan. La situación de las oposiciones tampoco ayuda a visualizar una salida distinta: como al Gobierno, a todas ellas el estallido social las encontró completamente desprevenidas mientras preparaban las elecciones del año entrante. En el propio Frente Amplio se ha impuesto en la práctica la tesis de formar una coalición de partidos políticos y no un movimiento político-social, consiguiendo un importante éxito electoral al precio de sacrificar del todo la posibilidad de darle forma política al descontento social. Solo le queda intentar representarla, a la distancia.
por Francisco Ojeda Sánchez
Imagen / Fuerzas Especiales en la Rotonda Grecia, Jorge Morales
Esta columna es tributaria de una escrita hace ya seis años y medio en El Mostrador por el ahora diputado Renato Garín, titulada Chile rumbo al estado de excepción. Con independencia del posterior perfil público posterior del autor, no siempre asertivo, la columna tiene el mérito innegable de haber anticipado con notable precisión las características de la grave crisis política que se ha instalado en nuestro país y, de modo más meritorio aún, del herramental teórico clave para comprenderla. Intentaremos en adelante dibujar cómo la tesis central sostenida por el artículo se ha cumplido en lo sustantivo para, a continuación, señalar los rumbos que esto abre para el devenir del conflicto.
¿Qué es el estado de excepción?
Entendido como una herramienta jurídica, el estado de excepción es un recurso del Ejecutivo previsto en la Carta de 1980 que suspende temporalmente ciertos derechos fundamentales ante situaciones de conmoción exterior o interior. El Estado de Emergencia, declarado por el Presidente Piñera la noche del 18 de Octubre, es un tipo de Excepción que restringe las libertades de reunión y locomoción. Dura legalmente por 15 días y puede ser prorrogado por otra quincena. Prórrogas adicionales requieren de autorización del Congreso.
Sin embargo el estado de excepción nos interesa acá como clave interpretativa de la crisis que ha estallado en estos días. En esta dimensión, el estado de excepción es el concepto límite del derecho: demarca aquel espacio en que aquel ya no opera, pero que sin embargo es su condición necesaria. Generalmente se entienden como realización del estado de excepción revoluciones, golpes de estado, y otras situaciones en las cuales se pone en juego el ejercicio de la soberanía. Carl Schmitt, el exponente más conocido e influyente de la soberanía en el siglo XX, abrió su fundamental Teología Política con la sentencia “soberano es quien decide el estado de excepción”.
A la lectura conservadora de Schmitt se opuso Walter Benjamin en sus no menos fundamentales Tesis sobre la filosofía de la historia. Para este, “la tradición de los oprimidos nos enseña que el “estado de excepción” en que ahora vivimos es en verdad la regla”. Si Benjamin tiene razón entonces el estado de excepción está inserto en la normalidad jurídica, en una zona intermedia. Funciona, por ejemplo, en dispositivos que permiten la expulsión irregular de inmigrantes indeseados, o la represión y reclusión de mapuches a quienes su proceso les niega ciertos derechos fundamentales, etc. El estado de excepción, entonces, se vuelve un concepto que identifica dispositivos jurídicos excepcionales utilizados por los gobiernos como dispositivos de Gobierno (y, por tanto, parte de la normalidad) dirigidos habitualmente contra un “otro” a quien se declara “enemigo de la comunidad”, “malos chilenos”, “delincuentes”, etc. Así, estos “otro” son expulsados al menos transitoriamente de la polis, Homo Sacer al decir de Giorgio Agamben: alguien que puede ser asesinado sin que quien le quite la vida pueda ser signado como asesino.
El estado de excepción en Chile, una tesis verificada
El espacio en que se ha cultivado con mayor protagonismo el estado de excepción es en el de las movilizaciones sociales de los últimos años. Es importante recordar dos momentos cúlmines: el 20 de Mayo de 2006 y el 4 de Agosto de 2011. En ambos casos la fuerza pública ejerció una violencia desmedida contra un movimiento social que contaba con amplio apoyo ciudadano. Lo hizo valiéndose de procedimientos de dudosa legalidad (como suspender el derecho de reunión en perímetros definidos), pero declarando en todo momento la normalidad, esto es, que las actuaciones de la policía se ajustaban a sus atribuciones, salvo “excesos”. No es menor que ambos estallidos ocurrieron en gobiernos de distinto signo: Bachelet I y Piñera I, respectivamente, revelando que la normalización de la excepción ante la protesta social excedía con mucho el signo político de un gobierno particular y, en cambio, se trataba de una gubernamentalidad propia del estado chileno de la Transición.
La tesis que se ha verificado en los trágicos sucesos que han sacudido nuestro país en los últimos días se señalaba en la citada columna de 2013 en recurso a Giorgio Agamben: “el soberano no puede declarar la excepción pues hacerlo sería su ruina”. El Presidente Piñera decidió declarar la Excepción en Santiago la noche del 18 de Octubre y el 19 en otras de las principales ciudades del país. Con esto ha lesionado el dispositivo central que ocultaba los mecanismos de control del estado chileno hasta ahora: la declaración de la “normalidad” constitucional, la que ahora se nos revela excepcional y deja a la vista el protagonismo de la violencia policial y militar en el mantenimiento del orden social durante las últimas décadas.
La excepción como espectáculo
Pero, ¿cómo pasó esto? ¿Se trata de un error de lectura del Gobierno o de algo más estructural? Si observamos la historia de la excepción en las últimas décadas de nuestra historia notaremos un desplazamiento. En la “alta transición” (90-98) la excepción era ejercida por los militares (ejercicio de enlace, boinazo) y negada por los gobiernos concertacionistas en virtud de la normalidad del orden de 1980. En la “baja transición” (98-2011) el eje se desplaza, como hemos visto hacia los movimientos sociales. Sin embargo al mismo tiempo opera otro desplazamiento: el ejercicio de la excepción se reviste de espectáculo. En 2006 y 2011 la actuación policial fue revestida de una cobertura de los medios que puso el acento en ejercicios agudos de violencia como micros quemadas, agresiones a la prensa y otros disturbios graves. Si bien era obvio que se buscaba reducir el apoyo ciudadano a los movimientos sociales, también fue notorio el uso del poder de las imágenes de violencia en televisión y prensa escrita, la métrica de las cifras de detenidos, y la coordinación discursiva entre Gobierno, prensa escrita y fuerza pública.
La violencia como espectáculo fue adoptada entonces como práctica de gobierno. Pero el espectáculo se funda, como había advertido Guy Debord, en “una declinación del ser en tener, y del tener en aparentar” (La Sociedad del Espectáculo, tesis 17). El problema de adoptar la violencia espectacular como práctica de gobierno es que degrada la propia soberanía de “ser” a “apariencia”. Lo que hizo el Presidente Piñera el 18 y 19 de Octubre no fue entonces tanto un estado de excepción como el espectáculo de tal. Sacó a las fuerzas militares a la calle sin orientaciones e, inicialmente, sin intenciones de usarlas a toda capacidad, esperando que su sola imagen atemorizara a la multitud y la desmovilizara. Al no conseguirlo se queda sin recursos, porque el uso letal de la fuerza militar privaría al Gobierno de lo que le queda de legitimidad. El desvelamiento de la violencia estatal como mecanismo de control social y político ha quedado desnudado.
Perspectivas de un presente anómico
Lo que hemos presenciado no es tanto la declaración del Estado de Excepción como su descubrimiento y, por tanto, su final en cuanto dispositivo de Gobierno. Pero esto no significa que el Gobierno no tiene salida a la crisis actual: puede negar la excepción, como lo ha exigido el Frente Amplio, y devolver a los militares a los cuarteles; pero también puede negar la democracia y realizar la excepción, haciendo uso efectivo de la fuerza militar.
El profesor de Derecho Constitucional Jaime Bassa legitima, en su intervención ante la Comisión de DDHH del Senado del 23 de Octubre, esta última tesis. Al señalar que el Gobierno ha incurrido en una “excepción dentro de la excepción” (al operar ilegalmente la excepción), y a un “estado de sitio de facto”, se concluye que el Gobierno ha operado soberanamente afirmando la excepción extralegal y negando LOC de Estados de Excepción de la Carta de 1980 reformada en 2005. En rigor, lo vigente hoy en Chile es lo que Schmitt llamaba “dictadura comisarial”, que ocurre cuando se niega la ley para protegerla.
Esta deriva desprovee al Gobierno de cualquier legitimidad democrática pero no de cualquier legitimidad política: la adhesión de la multitud a las movilizaciones sociales no debería ocultarnos la simpatía de una amplia capa de ciudadanos al ejercicio de la fuerza militar. Esta simpatía se ha alimentado de la crisis de representación porque el ejercicio mismo de la representación política se ha vuelto hace ya varios años una forma de espectáculo. Los partidos y sus líderes invierten muchos más recursos en diseñar estrategias comunicacionales y estudios electorales que a comprender la sociedad en la que se insertan. La situación de las oposiciones tampoco ayuda a visualizar una salida distinta: como al Gobierno, a todas ellas el estallido social las encontró completamente desprevenidas mientras preparaban las elecciones del año entrante. En el propio Frente Amplio se ha impuesto en la práctica la tesis de formar una coalición de partidos políticos y no un movimiento político-social, consiguiendo un importante éxito electoral al precio de sacrificar del todo la posibilidad de darle forma política al descontento social. Solo le queda intentar representarla, a la distancia.
Lo que presenciamos en las calles es la expresión de descontento y desesperanza de una multitud que se enfrenta a la ahora desnuda violencia estructural del estado chileno. La alternativa a la negación de la democracia en virtud de dicha violencia es la negación de la excepción: la profundidad de la crisis es tal que cualquier oposición que quiera darle forma al descontento no puede bajar de la exigencia de una nueva Constitución. Pero esta necesidad es al mismo tiempo una tragedia, porque solo el pueblo puede legitimar una nueva Constitución pero la multitud que tenemos no es aún el pueblo que necesitamos, no tiene forma política.
Lo ocurrido en los últimos días parece prescribirnos un futuro no democrático en la forma de una democracia autoritaria que movilice la pulsión de orden de parte de la población. Dicha opción implica necesariamente la perpetuación de la anomia en la que vivimos, la activación de un katechón permanentemente en guerra con los “malos chilenos”. Pero hay algo de lo que esta perspectiva carece y la multitud sí ha mostrado: una idea de la ley, en la forma de exigencia de derechos humanos y derechos sociales. Y solo quien tiene de su lado la ley puede llamar a la unidad de una República que incluya a todos: la erección de la multitud actual en pueblo constituyente pasa por la conquista de los derechos que hoy carece como universales, lo que paradójicamente pasa por el reconocimiento de los mismos incluso en quienes hoy la reprimen. Solo así es posible, finalmente, ir más allá de la “trampa de la soberanía” y negar la excepción.
Francisco Ojeda Sánchez
Investigador y docente de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez.