Notas feministas de una revuelta popular con potencia antineoliberal

Cada vez que hay clausura democrática en la historia (política y/o económica) de Chile, hay un auge del movimiento de mujeres, al sufrir mayormente los efectos del empobrecimiento de la clase trabajadora y la supresión de derechos en dicho contexto. La protesta social de octubre 2019 expresa ese componente de clausura:  a mayor mercantilización de la vida más incompatible se vuelve la democracia, al  no existir posibilidad de decidir cómo queremos vivir, solo el dogma de pagar para sobrevivir. Esto se ve sintetizado en la frase de la revuelta chilena contemporánea “No son los 30 pesos, son los 30 años” de extrema mercantilización de las condiciones de reproducción de la vida cotidiana (educación, salud, pensiones, servicios básicos) aumentando la explotación de las mayorías trabajadoras, quienes con bajos salarios deben trabajar más para costear la supervivencia. Esa mayor explotación se agudiza en las mujeres, a quienes se les impone como deber natural sostener con trabajo gratuito la reproducción social de la familia.

por Daniela López L., Francisca Millán Z. y Ana Paula Viñales

Imagen / #8M en Santiago de Chile en 2011, Diego Ernesto Fernández en flickr


En días de asedio a la política desde la protesta social se torna imperativo mirar el presente con ojos de historia subalterna, mediante el repaso histórico de Julieta Kirkwood respecto a los movimientos feministas o movimientos político/sociales de mujeres en América Latina, durante períodos pre dictatoriales y dictatoriales, en los cuales, se pueden observar a lo menos, tres situaciones muy gruesas:

 

a) Situación democrática formal que puede tener distintos momentos y signos.
b) Situación de quiebre democrático y autoritarismo.
c) Situación revolucionaria.

 

Defenderemos para los desafíos actuales -sin caer en un símil simplista ahistórico- que se busca encerrar en la situación b) a la revuelta social de octubre 2019 en Chile.

 

Para el feminismo, la dictadura chilena fundada en 1973 -al imponer su autoritarismo- no sólo recurrió a las fuerzas militares, sino que también -brutal y exitosamente- a todo el autoritarismo subyacente en la sociedad civil, teniendo como componente una “razón de género” con la cual la tradición conservadora proporcionaba un modelo de familia coherente a la situación política: jerárquica, autoritaria y disciplinante que implicaba la vivencia de los roles estereotípicamente femeninos al interior de la familia. Una ideología tradicional/autoritaria, inmovilista y guardiana del orden social.

 

En dicho periodo histórico, señala Kirkwood, la disociación de las propias mujeres populares con la izquierda radicó en que no percibieron el ofrecimiento político que les presentó porque no se reconocían como “fuerza productiva” al ser, principalmente, reproductoras de la fuerza de trabajo. Sumado a ello, que la izquierda fue incapaz de pensar otro orden familiar por fuera del orden de género portando en su seno vértebras conservadoras que naturalizaron la explotación y la violencia de género hacia las mujeres. Es decir, la izquierda  no dió mayor importancia a este dominio de “lo privado”, extremadamente sensible a los predicamentos del  conservadurismo, sin cuestionarse toda la reproducción del orden social que se realiza en su interior.

 

En esta línea, cada vez que hay clausura democrática en la historia (política y/o económica), hay un auge del movimiento de mujeres, al sufrir mayormente los efectos del empobrecimiento de la clase trabajadora y la supresión de derechos en dicho contexto. La protesta social de octubre 2019 expresa ese componente de clausura:  a mayor mercantilización de la vida más incompatible se vuelve la democracia, al  no existir posibilidad de decidir cómo queremos vivir, solo el dogma de pagar para sobrevivir. Esto se ve sintetizado en la frase de la revuelta chilena contemporánea “No son los 30 pesos, son los 30 años” de extrema mercantilización de las condiciones de reproducción de la vida cotidiana (educación, salud, pensiones, servicios básicos) aumentando la explotación de las mayorías trabajadoras, quienes con bajos salarios deben trabajar más para costear la supervivencia. Esa mayor explotación se agudiza en las mujeres, a quienes se les impone como deber natural sostener con trabajo gratuito la reproducción social de la familia. Esfera recluida a lo privado, a la cual le corresponde el reino de la necesidad según el orden conservador que subsiste 30 años después de la vuelta a la democracia pactada en Chile- hoy en crisis- con sus particularidades debido al ingreso masivo de las mujeres al mercado del trabajo.

 

La democracia pactada de la transición tuvo más afán de control por parte de la elite que la apertura a forjar un consenso social más amplio. En este sentido, la transición excluyó a la sociedad porque las condiciones que significó el tránsito de la dictadura a la democracia se cimentaron en la continuidad de rasgos vertebrales del autoritarismo: rechazar la deliberación social para no alterar consensos políticos y económicos de la élite jamás transparentados, que contienen como parte integral un pacto sexual para el orden social, que se plasma en las familias como en la división sexual en el mercado del trabajo. Una élite conservadora que sembró las condiciones para un nuevo autoritarismo inspirado en la incuestionable y por tanto impune producción política de la desigualdad (social/sexual).

 

En este marco, traemos de vuelta debates y ejemplos de Kirkwood plasmados en su texto de 1983 “El feminismo como negación del autoritarismo” para relevar su vigencia en el entendimiento de la complejidad y profundidad de la protesta social actual con potencia antineoliberal. Para ello, es vital visibilizar y afirmar que estos últimos años,  sectores anticapitalistas del feminismo han pujado y organizado parte importante del malestar que protagoniza la revuelta social de octubre 2019 en Chile, corriendo los límites de la política de la “agenda o departamento de género” de la transición, proyectándose “un feminismo ligado a la conflictividad social y no de cupo” en palabras de la feminista Verónica Gago. Un proceso de totalidad y no de acontecimiento o particularidad, que ha traído de vuelta a lo público la huelga general, los 8 de marzo más masivos de la última década a nivel global en contra de los recortes, de la precarización de la vida porque “vivas, libres y desendeudadas nos queremos” como señalan las compañeras argentinas. Un proceso que ha develado la crisis de la reproducción social del capitalismo en su fase neoliberal en contra de la vida. Esta es la crisis actual global, eso es lo que cruje hoy, lo que hace estallar malestares mayormente inorgánicos donde las mujeres son protagonistas. El agobio, el cansancio, la humillación de la carencia administrada con bonos y subsidios, la violencia -que se carga, mayormente, en las mujeres quienes suplen con sus cuerpos los cuidados que los bajos salarios y el alto endeudamiento no pueden pagar- recorren y unen al pueblo trabajador explotado.

 

Esos cuerpos femeninos -componentes de la conflictividad social- que portan rabia, cansancio e insumisión buscan ser disciplinados, nuevamente, en la protesta contemporánea por el orden autoritario conservador mediante el ejercicio de una violencia estatal específica en razón al género: la violencia política sexual, comprendiéndose como estrategia restauradora de dicho orden, y por lo mismo, como un acto de control y dominación que no solo ataca la integridad sexual de las mujeres y cuerpos feminizados hacia quien se ejecuta,  sino que atenta contra los derechos humanos en un sentido mucho más amplio.

 

En este sentido, la violencia político-sexual adquiere un componente disciplinador en contextos de revuelta, vale decir, la tortura sexual contra las mujeres se configura como un doble castigo a una doble transgresión.  La subversión a los imperativos de lo femenino, no solo en lo que respecta al lugar obligatorio para y por otros dentro de la institución familiar, sino que se torna literal y directa la transgresión del mandato de sumisión en la esfera pública que impone la estructura social. El mensaje es el siguiente: si la mujer no es controlada y subordinada por aquel a quien pertenece (familia, comunidad) será entonces reprimida con las mismas estrategias moralizadoras, por el Estado, quien deberá resguardar derechamente el orden económico conservador/financiero del neoliberalismo. Así las cosas, la violencia política recae sobre las mujeres mediante el uso de lo sexual como arma de guerra, atentando contra la completa integridad de cuerpos que amenazan la estructura conservadora resistiendo de manera explícita y manifiesta. Pretende lograr de esta forma, el desgaste físico y mental de las mujeres y feministas organizadas en la lucha contra el autoritarismo neoliberal, para favorecer la pérdida de libertad y autonomía, y así el repliegue y quebrantamiento de la protesta social.  Por esta razón, este tipo de violencia institucional puede recrudecerse y  alcanzar matices brutales de deshumanización, como violaciones en grupo o violaciones mediante el uso de perros adiestrados, vejámenes ocurridos en la dictadura cívico-militar del 73, y que hoy muestra sus primeras señales.

 

Vivimos tiempos en que se comienza a escribir una nueva historia de lucha popular, la cual puede tener una salida de profundización democrática, con medidas políticas de ruptura con el neoliberalismo o correr el riesgo latente de que se imponga por la fuerza la salida autoritaria y devastadora que nos reserva una violencia específica para disciplinarnos.

 

Compañeras feministas, en particular quienes nos sentimos parte de aquellos sectores del feminismo que han sido claves para ir recuperando el problema de la clase y el género al calor de la lucha social -tan vapuleado en los 90 (años dorados del neoliberalismo criollo)-. Debemos seguir pujando, hoy más que nunca, por un feminismo de la  lucha de clases que abre grietas a la hegemonía neoliberal en una revuelta popular que no aguanta miradas ni calculadoras cortoplacistas.

Daniela López Leiva
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Abogada, Investigadora de la Fundación Nodo XXI.

Francisca Millán Zapata

Abogada, fundadora AML Defensa de Mujeres.

Ana Paula Viñales

Sicóloga y militante del Partido Comunes, perteneciente al Frente Amplio de Chile.

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