Por decirlo de otra forma, el fascismo en sentido pleno -en tanto que ideal-tipo- asocia un proyecto político de regeneración nacional a una violencia sistemática, combinando la acción de órganos estatales y de milicias extraestatales, contra todo fermento de conflicto o de división, por tanto en contra de quienes sería importante castigar para purificar y hacer renacer la Nación. Realiza por tanto el acoplamiento de un nacionalismo extremo concebido como “religión política” y una “militarización de lo político”, por retomar los términos del historiador Emilio Gentile.
Entrevista realizada por Selim Nadi (Contratemps)
En la conclusión de La possibilité du fascisme, escribes que “este libro (…) se ha dado por principal objetivo provocar una reacción sobre la forma en que comprendemos nuestra situación histórica”. ¿Podrías explicarnos el proyecto de un libro así?
La voluntad de escribir este libro se enraíza a la vez en una insatisfacción intelectual y en el sentimiento de que vivimos un momento histórico cuyo carácter extremadamente inquietante y peligroso no me parece que se toma suficientemente en serio.
Creo que hay una paradoja bastante extraña: por toda una serie de razones analizadas en el libro, una amenaza fascista de un nuevo tipo ha emergido, a partir de los años 1980 en Francia (también en otros países evidentemente, aunque en fechas y ritmos diferentes) y se ha desarrollado desde entonces; pero, a medida que crece el peligro, parece debilitarse la sensibilidad ante este peligro. En 2002, Jean-Marie Le Pen obtenía el 18% en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales y millones de personas se manifestaban contra la extrema derecha; en 2017, cuando Marine Le Pen obtuvo el 34% en la segunda vuelta, no se ha visto casi ninguna movilización de calle pero tampoco reacciones públicas significativas, incluyendo intelectuales.
La paradoja va más lejos: tengo impresión de que hay un acostumbrarse a la idea de que la extrema derecha progresa electoralmente de una forma que es a menudo percibida y presentada falsamente como inexorable. Se ha banalizado el hecho de que sus “ideas” se difundan en el campo político-mediático y se enraícen en el cuerpo social, pero no se toma verdaderamente en serio la posibilidad de que acabe por conquistar el poder político, sola o por medio de alianzas. Ahora bien, no es en absoluto una hipótesis abstracta, como muestran en Europa los casos de Italia (donde un partido cercano al FN, la Lega, está en muy buen lugar en el gobierno) y de Austria, sino también otros casos en el mundo: en India, por ejemplo, o también en Israel. La victoria electoral de un candidato fascista en Brasil, la primera potencia económica de América Latina, muestra de nuevo que nuestro tiempo no está en absoluto inmunizado contra el cáncer fascista.
La posición según la cual la extrema derecha contemporánea no estaría en situación de conquistar grandes parcelas de poder, se ha vuelto insostenible. Una forma diferente de banalizar el peligro fascista consiste en afirmar que esta extrema derecha no tiene ya nada de “fascista” (volveré sobre esto más adelante). Pero hay quienes se libran a veces de la amenaza pretendiendo que las “ideas” fascistas estarían gobernando ya. Ahora bien, constatar justamente que los partidos de gobierno han asumido una parte de la retórica ultrasecuritaria y racista de la extrema derecha, poniendo en marcha una parte de las medidas que ella preconiza desde hace mucho, debe llevar a señalar la complicidad de las élites políticas en la llegada posible de regímenes neofascistas y no a infravalorar la especificidad del proyecto fascista y el salto cualitativo en la opresión que constituiría la conquista del poder por los fascistas.
Así pues, efectivamente, desde este punto de vista, este libro desea constituir una señal de alarma demostrando la urgencia que hay en combatir frontal y conjuntamente al fascismo, bajo sus formas organizadas, y todo lo que le alimenta, en particular las políticas neoliberales y el endurecimiento autoritario de los Estados, así como el ascenso del racismo y de la xenofobia. Estos dos combates están imbricados y no deberíamos tener que elegir entre un enemigo “principal” constituido por Macron, porque está ya en el poder, y un enemigo “secundario” que solo existiría como marioneta para hacernos elegir al primero.
Al contrario, si es imperativo combatir ya al primero, es porque sus políticas contribuyen en gran medida a la llegada del fascismo. Igualmente, hacer retroceder a la extrema derecha, es debilitar al “enemigo cómodo” de la clase dominante, un “enemigo” cuyos éxitos son efectivamente utilizados para dar, sin arriesgar mucho, un sello “progresista” a un “extremo centro” implicado en una radicalización neoliberal, autoritaria y racista. Macron ha sabido jugar admirablemente con este tema en 2017 y ha recurrido a él de nuevo frente a Salvini y Orbán con vistas a las próximas elecciones europeas. La banalización de la extrema derecha es también utilizada para impedir toda puesta en cuestión real de los fundamentos de un sistema en el que están imbricadas la explotación patronal, el racismo estructural y la dominación hetero-patriarcal.
Pero, como he dicho antes, este libro deriva igualmente de una insatisfacción propiamente intelectual. He leído, desde hace mucho, estudios a menudo apasionantes de la historia del fascismo “clásico” o de los movimientos neofascistas de posguerra, investigaciones muy documentadas de sociología política sobre la extrema derecha contemporánea o elaboraciones sofisticadas en teoría política sobre el fascismo. Sin embargo encontraba este paisaje erudito extremadamente segmentado y muy marcado por la hiperespecialización académica, favorecedora de una despolitización del análisis del fascismo que toma a menudo la forma de discursos de consenso “contra el ascenso de los extremos” o “contra la violencia venga de donde venga”.
Muy poca gente investigadora intenta hacer dialogar estos diferentes trabajos para construir una comprensión sintética, histórica y sociológicamente armada, del tipo de fenómeno político al que nos enfrentamos actualmente, en Francia y muchos otros sitios. Es a esto a lo que he querido contribuir, sin duda muy imperfectamente dada la amplitud de la tarea.
Mientras que estos últimos años se han visto numerosas publicaciones sobre la “vuelta de los años 1930”, tú refutas el riesgo de una repetición de la experiencia fascista de forma idéntica a la de Italia o Alemania entre dos guerras. ¿Qué piensas de la idea, defendida en particular por Alain Bihr, según la cual siendo el fascismo el producto de una coyuntura muy particular, este término debería estar reservado a las experiencias del fascismo histórico y solo tendría una pertinencia muy limitada para comprender la situación actual?
Pienso que, si se respetara rigurosamente este argumento, sería necesario librarse de una gran parte de los conceptos que usan las ciencias sociales en general y de casi toda la estructura teórica del marxismo en particular. Tomemos el ejemplo del concepto, importante en la tradición marxista, del bonapartismo, pero se podría decir casi lo mismo de un concepto tan central como el imperialismo. Es muy evidente que lo que Marx pone en evidencia elaborándolo está asociado a una situación histórica muy específica (la secuencia revolucionaria y las luchas de clases en Francia entre 1848 y 1852) y a un movimiento político particular (reunido alrededor de Louis Napoleon Bonaparte). El concepto permite sin embargo pensar otras situaciones históricas y otros movimientos políticos y ha sido además utilizado, en particular por el comunista alemán disidente August Thalheimer, para pensar el fascismo.
Hay detrás de este cuestionamiento un debate epistemológico importante y agudo sobre el estatus de los conceptos en ciencias sociales. Este rechazo a interrogar a la realidad presente de las sociedades capitalistas y de los movimientos de extrema derecha a partir de la categoría de fascismo me parece derivar de una concepción muy discutible de la utilidad y del uso de los conceptos: una concepción “taquigráfica” por hablar como el sociólogo Jean-Claude Passeron.
En esta visión, un buen concepto es el producto de una descripción histórica o sociológica tan precisa como sea posible de un fenómeno particular, pero tan precisa que el concepto no autoriza ya verdaderamente comparación alguna ni plantearlo como generalidad. Ya no hay entonces casi más que casos singulares y, si se lleva el razonamiento hasta el final, encontraremos con otras tantas categorías y conceptos que se podrán distinguir de movimientos o de regímenes. La comparación histórica y sociológica se resume entonces de alguna forma en un arte de la taxonomía, un placer de coleccionista en el que se trata simplemente de clasificar especies, movimientos y regímenes, así como instituciones, sistemas ideológicos, configuraciones de prácticas, etc.
Mi libro persigue un objetivo diferente pues se basa en la idea de que se pueden comprender lógicas sociales, proyectos políticos y dinámicas históricas que son suficientemente similares para ser pensadas a través del mismo concepto aunque se despliegan en contextos muy diversos, evidentemente bajo formas específicas que dependen de esos contextos y a las que hay que dar toda su importancia.
Es cierto que existe el peligro inverso -conceptos tan generales y abstractos que no permiten ya comprender ninguna realidad histórica concreta, pienso por otra parte que se podría decir lo mismo fácilmente de la categoría de populismo dado su carácter de extraordinario cajón de sastre- pero creo haber velado por que mi uso de la categoría de fascismo no choque con este escollo. Puedo tener desacuerdos con el historiador del fascismo Roger Griffin pero ha tenido razón en intentar construir un concepto ideal-típico de fascismo, lo que supone seleccionar las dimensiones más relevantes del fenómeno fascista, efectuando (y justificando) esta operación de selección a partir del estudio en profundidad de movimientos fascistas de entreguerras, pero sin pretender que el concepto así producido podría agotar toda la complejidad y la variabilidad de esos movimientos.
Desde este punto de vista, no pienso que se pueda definir únicamente el fascismo a partir del uso de la violencia política, como se hace a menudo. La violencia fue efectivamente central en el fascismo histórico aunque, contrariamente a una idea extrañamente concebida, los fascistas no llegaron en absoluto al poder por la fuerza sino por la vía legal sin, no obstante, ser mayoritarios en las elecciones. Sin embargo, la violencia marca históricamente todas las ideologías políticas y todos los tipos de régimen. Pensemos en las empresas coloniales de una violencia inaudita llevadas a cabo por regímenes considerados como “democráticos” (la Tercera República en Francia por ejemplo) o, en menor grado, en la represión de los levantamientos populares por ese mismo tipo de régimen (en particular junio de 1848 y la Comuna de París por quedarnos en Francia). Es más bien la conexión entre una ideología y una práctica política lo que especifica al fascismo, y, desde este doble punto de vista, es singular.
En primer lugar, en tanto que ideología política, el fascismo puede ser descrito, en particular a partir de la obra de Zeev Sternhell, como la síntesis compleja entre, de una parte, una revisión espiritualista del marxismo, que no deja subsistir casi nada de éste sino el ideal de una sociedad reconciliada con ella misma, no mediante la abolición de la explotación sino mediante la absolutización de la Nación y, de otra, una revuelta reaccionaria contra las ideas de las Luces, los derechos humanos, la democracia, etc. En tanto que práctica política, el fascismo ha sistematizado la invención de la milicia o del escuadrón de masas (lo que en italiano se llamó squadrismo), según una lógica paramilitar y extraestatal utilizada anteriormente por el Ku Klux Klan contra los negros en los Estados Unidos, pero también por las Centurias Negras contra los judíos en Rusia.
Por decirlo de otra forma, el fascismo en sentido pleno -en tanto que ideal-tipo- asocia un proyecto político de regeneración nacional a una violencia sistemática, combinando la acción de órganos estatales y de milicias extraestatales, contra todo fermento de conflicto o de división, por tanto en contra de quienes sería importante castigar para purificar y hacer renacer la Nación. Realiza por tanto el acoplamiento de un nacionalismo extremo concebido como “religión política” y una “militarización de lo político”, por retomar los términos del historiador Emilio Gentile.
Uno de los intereses de tu libro es que, lejos de calificar nuestra época de fascista (o incluso de postfascista) o de predecir la llegada ineluctable de un fascismo del siglo XXI, te interesas más bien por las condiciones sociales que podrían servir de caldo de cultivo al fascismo. En el segundo capítulo, explicas que, hoy, es la crisis del capitalismo la que hace posible la hipótesis fascista: ¿podrías repasar este punto que parece esencial para comprender la especificidad de la coyuntura actual?
Es efectivamente esencial para la comprensión del fascismo recordar que es un producto del capitalismo: “quien no quiera hablar del capitalismo debería callarse sobre el fascismo” decía con razón Horkheimer. Pero es al mismo tiempo insuficiente pues es demasiado general. Cualquier crisis del capitalismo no produce el fascismo: éste triunfó en la Alemania de los años 1930 sufriendo los efectos del krach bursátil de 1929 pero no en los Estados Unidos por ejemplo, donde la crisis tomó sin embargo igualmente aspectos catastróficos. Esto no quiere decir, por otra parte, que el fascismo no habría podido triunfar en los Estados Unidos; hay que guardarse siempre de esta teleología retrospectiva que consiste en pensar que lo que llegó debía necesariamente llegar, o que lo que no ocurrió no podía ocurrir en ningún caso.
No hay por tanto engranaje irresistible que vaya de la crisis económica del capitalismo al fascismo pasando por el ascenso de un nacionalismo xenófobo, del racismo y del autoritarismo, aunque efectivamente la crisis económica es el terreno sobre el que pueden prosperar el nacionalismo xenófobo, el racismo y el autoritarismo. Lo que es decisivo, a partir de un contexto de crisis del capitalismo, es lo que se juega en la sociedad y el campo político, por tanto in fine en las luchas sociales y políticas, que establecen ciertas correlaciones de fuerzas políticas. Para ser más preciso, el fascismo resulta a la vez de una crisis hegemonía, es decir de un debilitamiento de la capacidad de la burguesía para organizar su dominación política (y en particular para obtener la adhesión de la mayoría de la población al orden existente), y de una situación en la que la izquierda y el movimiento obrero son suficientemente fuertes para aparecer como una amenaza pero demasiado débiles para imponer una solución a la crisis política.
Para comprender nuestra situación es importante analizar esta crisis de hegemonía y su origen: la imposición de las políticas neoliberales a partir de los años 1980. Estas políticas han permitido restablecer en parte las tasas de ganancia (que habían bajado en los años 1970) pero al mismo tiempo han desestructurado el tejido social y en particular todo lo que aseguraba una intermediación entre, de una parte, la población y la sociedad civil, y de otra el campo político y el Estado; todo lo que garantizaba por tanto una cierta estabilidad política.
Dicho de otra forma lo que es puesto en crisis por el neoliberalismo, y que hace de él un “agente de autodestrucción del capitalismo”, por hablar como Neil Davidson, son las mediaciones políticas (hoy no hay ya partidos de masas en Francia), ideológicas (la alternativa entre el “gaullismo” y el “reformismo de izquierdas”, que encarnaba la oposición entre el RPR y el PS a comienzos de los años 1980, está hoy casi disuelta), e institucionales (los servicios públicos, la protección social, el Código del Trabajo, etc., que daban una cierta legitimidad política al capitalismo, son progresivamente destruidos por los sucesivos gobiernos).
En la medida en que la crisis del capitalismo causa estragos en todas partes y que en todos los países en los que se han puesto en práctica políticas neoliberales desde los años 1980, la amenaza fascista se despliega hoy a nivel mundial pero se declina en cada país con intensidades desiguales y bajo formas diferentes, que dependen de diferentes factores, en particular la historia política de cada país, la de sus luchas sociales y políticas, etc. Remiten igualmente al lugar de los diferentes Estados en el sistema imperialista mundial, que influye necesariamente sobre el contenido y las formas de aparición de esos nacionalismos extremos que constituyen los fascismos.
Se pueden por ejemplo distinguir los fascismos que se desarrollan en capitalismos en declive (en Francia y en Gran Bretaña por ejemplo), donde la ideología fascista toma formas más defensivas y electorales (lo que no quiere decir en forma alguna menos peligrosas), más volcadas hacia la restauración de lo antiguo, y en particular de la potencia de antaño (industrial, militar, etc.), y los fascismos que se desarrollan en capitalismos en ascenso (India y Brasil por ejemplo), donde la ideología fascista toma formas más ofensivas y dinámicas, en la medida en que se trata objetivamente para esas potencias en ascenso de conquistar un nuevo lugar en el capitalismo mundial.
Además de su estatus de viejo imperialismo en declive, y la omnipresencia del racismo de origen colonial que le está asociado, otro índice de la intensidad del peligro fascista en Francia tiene que ver paradójicamente con el hecho de que la hegemonía neoliberal ha sido fuertemente contestada, en el plano de las movilizaciones sociales, pero también en la escena intelectual, bastante más que en Alemania en particular (que solo recientemente ha conocido un desarrollo de la extrema derecha organizada, en este caso la AfD, sobre una base esencialmente xenófoba e islamofoba).
El personal político dirigente está ahí en gran medida debilitado, sin que la izquierda -no se habla aquí de esa “derecha acomplejada”, según la expresión de Frédéric Lordon, en la que se ha convertido el PS a partir de los años 1980- sea capaz de afirmarse como una alternativa de poder portadora de un proyecto de sociedad creíble para las clases populares en sentido amplio. Una tal situación se presta inevitablemente a una progresión del peligro fascista.
Aunque no asimiles en forma alguna el fascismo al autoritarismo, consagras un capítulo entero al auge del autoritarismo en el seno del Estado neoliberal, escribiendo en particular que el fascismo se alimenta de este autoritarismo: ¿cómo caracterizar la relación entre este autoritarismo y el riesgo creciente de fascistización de la sociedad francesa?
Efectivamente autoritarismo no quiere decir fascismo, y querría insistir en este punto. Las “democracias” acostumbran tener procedimientos, tendencias o momentos autoritarios, en los que se reprime con dureza las manifestaciones o incluso se aplastan de forma sangrienta los levantamientos, en los que se pisotean los votos de los pueblos, en los que se gobierna por decretos leyes (o usando el 49-3 –el artículo 49-3 de la Constitución francesa, faculta al gobierno a suspender el debate parlamentario sobre una propuesta de ley ante la cual, sólo cabe presentar una moción de censura al gobierno)), en los que se vigila estrechamente a la militancia revolucionaria, etc. Todo esto no es en modo alguno extraño a las “democracias capitalistas” (“democracia capitalista es casi un oxímoron), particularmente cuando las condiciones de la adhesión de la población se hunden hasta el punto de que el régimen se vuelve frágil.
Es lo que vivimos actualmente en numerosos países y en particular en Francia, como intento documentar en el tercer capítulo: es claramente la crisis de hegemonía la que explica el endurecimiento autoritario. Pero todo esto no debe ser confundido con el fascismo, pues éste procede de forma diferente: no ataca solo a la militancia revolucionaria: aplasta toda forma de protesta, incluso la más moderada; no solo limita el ejercicio de los derechos democráticos y de las libertades públicas, las suprime pura y simplemente; no reprime más duramente a las manifestaciones o las concentraciones de la oposición, las prohibe sin excepción; no hace la protesta abierta más difícil, la hace imposible, obligando a la clandestinidad a toda lucha contra la explotación y la opresión.
Por decirlo de otra forma, el fascismo designa la abolición pura y simple de lo que se llama Estado de derecho. Pero sabemos que una parte de la población hoy -en particular las y los musulmanes, migrantes, Romanís, las y los habitantes de los barrios populares -sufren ya tratos de excepción. El fascismo es por tanto a la vez la extensión de este tipo de trato a franjas cada vez más amplias de la población, pero también la intensificación de este régimen de excepción, que puede llegar hasta la deportación masiva e incluso hasta el exterminio.
Hay por tanto una diferencia entre el Estado fuerte (o autoritario) y el fascismo que está lejos de ser solo un capricho de intelectuales que intentan buscarle tres pies al gato, porque tiene consecuencias importantes en la práctica política. Pero esto no significa en absoluto que deberíamos considerar al autoritarismo como un “mal menor” y satisfacernos con él en nombre de que el fascismo constituiría un riesgo mayor. El autoritarismo alimenta ya la dinámica fascista, contribuye a reforzar las organizaciones fascistas, prepara el terreno para la puesta en pie de una dictadura fascista, y esto por diversas razones.
La primera es que el autoritarismo tiende a acostumbrar a las clases dominantes a la utilización creciente de procedimientos antidemocráticos y a formas de represión, o a una intensidad represiva, bastante inconcebible anteriormente. Y el autoritarismo tiende desde ese punto de vista a legitimar las soluciones ultra-autoritarias preconizadas desde hace mucho por la extrema derecha y a hacer contemplar más en serio a la derecha posibles alianzas con la extrema derecha.
La segunda es que el endurecimiento autoritario favorece una autonomización de los aparatos represivos del Estado, en el sentido de que se les da una capacidad de acción cada vez más importante, y en particular a los servicios dedicados a las tareas más brutales de mantenimiento del orden -pienso por ejemplo en la BAC (Brigadas Anticriminalidad. Se puede ver un ejemplo de su actuación en https://www.publico.es/internacional/mano-dura-policia-francesa-multiplica.html ndt). Ahora bien ya sabemos hasta qué punto la extrema derecha está enraizada en esos aparatos y en esos servicios, y hasta qué punto podría encontrar en ellos puntos de apoyo si llegara al poder.
La tercera razón es que el refuerzo autoritario del Estado crea una base institucional y un arsenal jurídico, en suma proporciona a las y los fascistas instrumentos de acción pública como dicen los politólogos, que les permitirían instalar y consolidar su poder, reprimir rápidamente y con mucha dureza toda forma de oposición, prohibir organizaciones, etc., sin tener verdaderamente necesidad de salir de la legalidad. Ahora bien se sabe ya hasta qué punto la V República se aleja de los estándares democráticos mínimos concediendo al Presidente de la República prerrogativas considerables y en particular el poder de suspender las libertades públicas (los “plenos poderes” que el presidente puede atribuirse o el “estado de sitio” que el gobierno puede decretar).
La última es que el ascenso del autoritarismo tiene por efecto habituar a la población a ver restringidos sus derechos políticos y limitadas las libertades públicas, pero quizás sobre todo considerar como legítimos los tratos violentos y arbitrarios infligidos a ciertas franjas de la población -hoy las y los musulmanes, migrantes y personas gitanas en particular.
Aun inscribiéndote en un planteamiento marxista, señalas varios problemas en los análisis marxistas ortodoxos del fascismo -en particular la reducción del fascismo a un simple utensilio de la clase dominante. ¿Podrías explicarnos estos puntos y desarrollar en particular la importancia del hecho de comprender el “carácter multiclasista ” del fascismo a fin de comprender la coyuntura actual y la posibilidad del fascismo?
Lo que he dicho antes del fascismo como producto de una crisis de hegemonía permite justamente insistir en el hecho de que no es una simple herramienta de la burguesía que ésta podría utilizar cuando y como quisiera en el momento en que tendría una necesidad acuciante. El fascismo no responde a una simple “necesidad” del capitalismo en un momento dado de su historia. La clase dominante tendría más bien un interés objetivo en mantener sus formas “democráticas” de dominación política, en particular porque éstas favorecen la ilusión de una participación de la población en las tomas de decisión y porque permite operar una conciliación entre los intereses diversos, y a veces contradictorios, de las diferentes fracciones que componen esa clase.
Pero lo que es verdadero en abstracto no lo es siempre en una situación histórica concreta: cuando el capitalismo entra en una crisis multiforme y estructural, cuando la inestabilidad política se vuelve tal que la situación parece ingobernable (lo que no quiere decir que las clases populares estén a la ofensiva), una fracción de la clase dominante puede ser tentada por la “solución” fascista”. La conquista del poder por el fascismo y la construcción de una dictadura fascista van entonces a resultar de la alianza entre esos sectores de la clase dominante (que no ofrecen solo financiación sino sobre todo el apoyo de sus representantes políticos tradicionales) y el movimiento fascista propiamente dicho. Los primeros con la ilusión de que podrán sin grandes esfuerzos controlar al segundo.
Más en general, mucha gente que se reclama del marxismo no ha roto con una concepción mecanicista del curso de la historia. Esta concepción remite de hecho a una ilusión intelectualista (“escolástica” que diría Bourdieu), consistente en construir un esquema teórico y a imaginarse que la historia -pasada, presente y por venir- funcionaría invariablemente según ese esquema. Este planteamiento es erróneo incluso cuando ese esquema es cercano de procesos históricos reales, puesto que postula que el devenir de las sociedades se conformaría de alguna forma a “leyes de la historia”. Toda la historia del siglo XX ha desmentido suficientemente lo que podía constituir el sentido común del pensamiento de la II Internacional (con Kautsky a la cabeza) como para desembarazarse de él definitivamente.
¡Pero el problema es aún más grave cuando el esquema es en lo esencial falso! Ahora es el caso de esta idea pseudomarxista según la cual el fascismo sería la solución a la que la burguesía recurriría cuando su poder está amenazado por una ofensiva revolucionaria de la clase obrera. Lo que permite afirmar que el fascismo no tendría actualidad hoy puesto que no habrá ninguna ofensiva revolucionaria del proletariado en el horizonte, por tanto ninguna razón para la clase dominante para usar el fascismo.
Este esquema es falso históricamente pues, en los casos italiano y alemán, la burguesía abre las puertas del poder a las y los fascistas en un momento en que la clase obrera está en fuerte retroceso y no tiene ya capacidad, al menos en lo inmediato, de postularse al poder. Esto no es un problema menor: ¿Por qué la clase dominante italiana (incluyendo el rey) acepta a finales de 1922 entregar el poder a Mussolini, un dirigente francotirador que sabe poco controlable, precisamente cuando el movimiento obrero italiano está derrotado, desmoralizado y dividido?
En Nacimiento del fascismo, Angelo Tasca habla del fascismo como de una contrarrevolución “póstuma o preventiva”, y tiene razón: el fascismo debe permitir cerrar definitivamente un ciclo histórico en el que el movimiento obrero ha podido amenazar al orden capitalista e impedir toda revolución en el futuro. Pero el actor de esta contrarrevolución no es simplemente la clase dominante, y ciertamente no una clase dominante que en cada momento tiraría de los hilos con una mano firme y hábil, incluso si evidentemente sectores de esta clase, en particular las y los propietarios de tierras, jugaron un papel eminente en el fascismo italiano. Al contrario, la burguesía es una clase cuyo poder se basa en la propiedad económica pero que es estructuralmente débil en el plano político, y que está por tanto llevada a delegar el ejercicio del poder político a dirigentes especializados en la gestión del Estado.
El actor principal de esta contrarrevolución, es el propio fascismo como movimiento de masas, que logra erigirse en actor político insoslayable y en recurso posible, no frente al ascenso revolucionario de la clase obrera, sino frente a una situación de ingobernabilidad a la que ha contribuido en gran medida, e incluso que no ha dejado de alimentar mediante toda su acción, tanto en el plano parlamentario como en la calle.
Una forma más sofisticada de decir lo mismo, a saber, que el fascismo sería hoy impensable, consiste en afirmar que el programa de la extrema derecha contemporánea no correspondería a las “necesidades del capital”, cuando, según una tesis habitualmente defendida, el fascismo histórico habría correspondido a las tendencias del capitalismo de su tiempo, es decir, una intervención más fuerte del estado en la economía, la concentración de capitales, etc.
Hay varios problemas en esa tesis, además del hecho de que las y los fascistas no tienen ningún problema en cambiar radicalmente de programa cuando su necesidad se hace sentir o en contradecir totalmente sus programas electorales una vez en el poder. El primero es que es muy discutible que el fascismo haya efectivamente correspondido a las necesidades fundamentales del capital, aunque haya correspondido ciertamente a las necesidades inmediatas de una parte al menos de los capitalistas italianos o alemanes. Se puede pensar que son las modalidades no fascistas de intervención creciente del estado en la economía, pero también de integración del movimiento obrero, puestas en marcha en otros países (en particular los Estados Unidos), las que correspondían mejor a las necesidades de la clase capitalista en su conjunto.
Pero el segundo problema es más importante en lo que nos preocupa: incluso en régimen capitalista, un fenómeno político como el fascismo puede acontecer no porque responda a las necesidades de la acumulación del capital sino debido a los inmensos desequilibrios y contradicciones insolubles -o al menos difícilmente solubles por medios ordinarios- creadas por la acumulación del capital, incluso cuando una parte del programa del fascismo se encuentra en contradicción con las necesidades fundamentales del capital. En este caso, una parte de la clase dominante puede apoyar al fascismo esperando que el ejercicio del poder le llevará a mostrarse “razonable” económicamente, es decir, a no poner trabas a la satisfacción de sus intereses.
Así se puede plantear el problema de la extrema derecha contemporánea. Ciertos aspectos de su programa -por ejemplo el euroescepticismo del FN- pueden entrar en contradicción con los intereses o necesidades del capitalismo francés y esa es, sin duda, en parte, la razón por la que el FN ha puesto este aspecto de su programa en sordina desde las últimas elecciones presidenciales. Es también por esto, porque es fundamentalmente un partido capitalista como muestro en el libro, por lo que en el caso de llegar al poder es muy poco probable que realizaría la salida del euro o de la UE.
¿Es decir por tanto que la extrema derecha no tendría ninguna oportunidad de llegar al poder? No, pues ni ayer ni hoy los éxitos del fascismo se basan en el hecho de que serían los mejores defensores de los intereses fundamentales del capital. El fascismo es capaz de conquistar el poder cuando al término de una crisis de hegemonía prolongada ha logrado construir una coalición de intereses heterogéneos y obtener una audiencia de masas, principalmente sobre la base de una ideología nacionalista extrema, y en una situación de ingobernabilidad tendencial que lleva a ciertos sectores de la clase dominante a considerarle como una solución, por tanto a abrirle las puertas del poder mediante alianzas políticas.
Aunque reconozcas que fuerzas de extrema derecha, como el FN, se alimentan de la agenda política racista de los gobiernos sucesivos desde hace 30 años, rechazas, con razón, asimilar el racismo de Estado al fascismo: ¿qué papel juega, en tu opinión, el racismo en esta “posibilidad del fascismo”?
Para establecer la relación con la pregunta precedente, es otro fallo central de un cierto marxismo el no tomar en serio lo que se juega de específico y de autónomo en el terreno de la ideología y de la política. En el planteamiento economicista que acabo de evocar, el fascismo es reducido a una simple solución adoptada por el capital ante a una crisis de su sistema y frente a una ofensiva revolucionaria del proletariado. ¿Porqué habría entonces que tomar en serio, intelectual y políticamente, las transformaciones y las ofensivas ideológicas que -por un tiempo que puede ser largo- favorecen a las y los fascistas?
A fuerza de ir repitiendo que el fascismo tendría por principal o incluso única función aplastar al movimiento obrero, se olvida que el nazismo no habría ciertamente podido desarrollarse, volverse un movimiento de masas, y por tanto ser capaz de aparecer como una solución a ojos de una parte de la clase dominante alemana, sin el enraizamiento y el desarrollo a lo largo de varios decenios de las ideologías pangermanista y antisemita. El economicismo va hasta hacer incomprensible el judeocidio: si el nazismo es el simple representante del gran capital alemán, aspirando a destruir el movimiento obrero para salvaguardar sus intereses, ¿por qué gastar tanta energía en exterminar a las y los judíos de Europa, una empresa monstruosa que no remite a ninguna racionalidad económica capitalista?
Comprender el fascismo de nuestro tiempo, ese fascismo posible y sin embargo resistible, supone por tanto buscar en los últimos decenios, a la vez en los campos intelectual y mediático (lo que no he hecho) y en el campo político (lo que he intentado hacer), los materiales que han sido producidos y reagrupados hasta constituir una nueva ideología fascista. Aún en fase de construcción, esta ideología no está unificada en el plano mundial. Se basa en un conjunto de axiomas convergentes, que remiten todos a un nacionalismo xenófobo (que hace evidentemente de las personas migrantes el enemigo común de todas las extremas derechas), pero evoluciona históricamente y toma formas diversas según las tradiciones intelectuales y políticas de cada país.
La ideología neofascista puede ser ultraconservadora en cuanto a los derechos de mujeres y de homosexuales (en Brasil por ejemplo), o al contrario presentarse como la defensa más consecuente de esos derechos que estarían amenazados por las y los extranjeros y en particular las personas musulmanas (en los Países Bajos o en una parte de la extrema derecha francesa, en particular Marine Le Pen). Puede basarse principalmente en la estigmatización de las y los musulmanes (en Europa del Oeste), o las personas negras (como en los Estados Unidos) o las personas gitanas o judías (como en Europa del Este). Incluye generalmente ideas ultra-productivistas (el crecimiento industrial es a menudo concebido por la gente fascista como una condición del renacimiento de una nación), pero se encuentran corrientes que defienden formas de eco-fascismo, generalmente super-vivencialismo (prepararse para sobrevivir a una posible hecatombe nuclear, ecológica, etc. ndt), y reaccionarias. Etc.
Por volver específicamente sobre el racismo, hay un punto que me resultó bastante extraño cuando preparaba el libro. En la izquierda y la extrema izquierda francesa de los años 1980, en particular en el marco de lo que se podría llamar “la ideología SOS-Racismo”, el racismo tendía a no ser considerado más que para ser reducido a la extrema derecha (en particular al FN), lo que excluía toda consideración por los mecanismos sistemáticos de producción de la inferioridad racial (discriminaciones en la contratación, en la promoción, en el mercado de la vivienda, pero también acoso policial y violencias impunes, segregación racial del espacio, etc.). Y sin embargo la extrema derecha continuaba siendo vista esencialmente como “el peor enemigo de la clase obrera”; sin mención explícita por tanto a quienes estaban principalmente en el punto de mira del FN, la gente inmigrada y descendiente de inmigrantes postcoloniales, y sin política para dirigirse específicamente a esas personas.
Evidentemente, la xenofobia y el racismo eran ampliamente evocados, incluso considerados como el motor central del desarrollo de la extrema derecha, pero tendían a ser vistos como virus ideológicos impuestos desde fuera de la política francesa por el FN, que permitían dividir a la clase obrera adulando los prejuicios arcaicos de una parte del pueblo francés. Ésta es aún desgraciadamente la visión de algunas personas, no hay más remedio que reconocerlo… El cuadro es muy diferente si se comienza por considerar el racismo colonial como una dimensión central de la construcción del Estado francés (en el contexto de la República imperial y luego neocolonial), con implicaciones fuertes hasta en la formación de la clase obrera en Francia, considerando igualmente la muy duradera y profunda implantación del antisemitismo en la política francesa.
Jean-Marie Le Pen no es entonces sencillamente quien inocula el virus sino uno de los síntomas más visibles de una enfermedad que afecta desde hace mucho a la sociedad y la política francesas. Un síntoma cómodo, puesto que permite proyectar los rasgos de una sociedad entera sobre un solo individuo que los concentra y los asume explícitamente. Si hay que criticar la demonización de Le Pen, no es ciertamente para atenuar su carácter racista y xenófobo, o porque finalmente la extrema derecha no sería tan peligrosa -lo es-, sino porque esta demonización ha tenido por lo esencial una función de válvula de escape, permitiendo hacer olvidar la amplitud, el carácter sistémico y la transversalidad del racismo en la sociedad francesa.
Así pues lo que he intentado hacer en el capítulo del libro que consagro a estas cuestiones es describir la dialéctica entre la ofensiva nacionalista y racista en Francia, o dicho de otra forma la ofensiva blanca (en el sentido sociológico y político del término), y el desarrollo de la extrema derecha, que se puede describir simplemente como la tendencia más brutalmente racista del nacionalismo francés, la tendencia cuyo proyecto se identifica totalmente al de una purificación étnico-racial y política del cuerpo nacional francés.
Lo que me ha llevado a insistir en dos cosas: de un lado, el papel central, en la progresión del FN, jugado por el doble consenso xenófobo e islamofobo, que se construye y se impone en la política francesa a partir de finales de los años 1980. Lo que supone subrayar la responsabilidad primera de los partidos dominantes, y en particular del PS, puesto que éste se ha aliado primero al consenso antimigratorio antes de ser uno de las puntas de lanza de la ofensiva islamofoba en los años 2000; de otro lado, hay que comprender la centralidad del racismo y de la xenofobia en la ideología y el desarrollo del FN, contrariamente a una idea a menudo formulada en la izquierda estos últimos tiempos, según la cual su éxito expresaría una protesta socioeconómica desviada, es decir que no encontraría simplemente su justo objetivo (la patronal, el accionariado, las y los capitalistas, etc.), idea que refuto con bastante amplitud en el libro.
Querría añadir algunas palabras sobre un punto que no está suficientemente subrayado en el libro, es decir, que esta ofensiva blanca no se comprende al margen del proceso de afirmación de lo que Sadri Khiari llama “la potencia indígena”, que documenta y analiza brillantemente en La Contre-révolution coloniale en France. Además de las movilizaciones contra los crímenes policiales sistemáticamente impunes o contra la islamofobia, se podría encontrar un ejemplo reciente de esta afirmación, y de las reacciones que suscitó por parte del poder político, a través de las manifestaciones de masas en solidaridad con Gaza en el verano de 2014, cuya represión extremadamente brutal y liberticida inauguró la ofensiva autoritaria del gobierno Hollande-Valls-Macron, contrariamente a la idea según la cual esta ofensiva habría comenzado con la represión de las manifestaciones realizadas con ocasión de la COP21 o del movimiento contra la ley del Trabajo.
Solo consagras un capítulo a la extrema derecha, y específicamente al FN ¿porqué? ¿Qué piensas del debate sobre la naturaleza fascista (o no) del FN?
No le consagro más que un único capítulo porque es un error fundamental llevar lo que llamo la dinámica fascista solo a la cuestión del partido que encarna el proyecto fascista, dejando por tanto de lado el problema no solo de los factores (económicos, sociales, políticos e ideológicos) sino también del tipo de situación de crisis que hace posible el fascismo, lo que el historiador Geoff Eley llama “fascism-producing crisis”. Hay por tanto que tratar esta encarnación organizativa como un elemento, efectivamente central pero entre otros, de la dinámica fascista.
Evidentemente, ha sido y es beneficioso para los partidos dominantes -hace poco el PS, hoy En Marche- focalizar el debate en el FN: esto les permite no tener que rendir cuentas de las políticas que han realizado (y realizan), uno de cuyos efectos ha sido la progresión del FN. Es claramente debido a que el PS ha gobernado alineándose con la derecha -o para ser más precisos asumiendo las políticas neoliberales, securitarias y xenófobas- que millones de personas han llegado a considerar que la “derecha y la izquierda es lo mismo”, lo que ha abierto innegablemente un espacio político al FN. Tras haber avanzado en los años 1980 sobre la base de una retórica derechista y anti personas inmigradas, éste hizo suya, por otra parte, a partir de los años 1990 la consigna de “ni derechas ni izquierdas” que fue la consigna histórica del fascismo francés (específicamente salido del Partido Popular francés de Doriot), retomada y ampliada por Marine Le Pen desde su conquista del partido.
Pero hay un segundo problema: el debate sobre la “naturaleza” (fascista o no) del FN está, sistemáticamente, mal planteado. Primero habría que insistir en el hecho de que ninguna organización tiene una “naturaleza”, es decir una esencia fijada de una vez por todas por su genealogía. Toda organización evoluciona en función de correlaciones de fuerzas internas y de su entorno, tanto que una organización inicialmente de derechas puede ir hacia el fascismo (la trayectoria reciente de la AfD en Alemania aboga en este sentido), y que un partido fascista puede mutarse en una organización de derecha clásica. Se ha podido observar este segundo caso en Italia donde la principal organización neofascista europea de posguerra, el MSI (Movimiento Social Italiano) se ha vuelto progresivamente -bajo el nombre de Alleanza Nazionale- un partido de derecha conservadora, cuando al mismo tiempo emergían a través de trayectorias complejas otros partidos neofascistas: la Lega (anteriormente Liga del Norte), pero también Fratelli d´Italia (una escisión de Alleanza Nazionale), Casapound, Forza Nuova, etc.
Pero sobre todo el carácter fascista o no del FN es generalmente evaluado a partir de la constatación de la presencia en su seno de militantes que asumen explícitamente la herencia fascista, o manifiestan los rasgos más visibles de la pertenencia a la esfera de influencia fascista, o que han sido miembros de organizaciones claramente fascistas o neofascistas. Ahora bien, dada la ilegitimidad desde 1945 de todo lo que está asociado al fascismo, es difícil ver cómo la dirección del FN podría no considerar que toda marca explícita de simpatía o de relación con el fascismo histórico, por su parte o incluso por parte de adherentes al partido, les condenaría a la marginalidad política. Tal manera de plantear el problema no puede por tanto conducir mas que a la conclusión siguiente: el FN habría roto con el fascismo.
Esto tiende además a hacer pasar a un segundo plano los dos criterios más pertinentes para la caracterización del FN: su ideología (el tipo de proyecto político defendido, que hay que intentar hacer aparecer y reconstruir a partir de los discursos en los mitines, de los programas electorales, de las declaraciones de sus dirigentes, de las investigaciones realizadas en su seno, etc.) y su práctica. Estoy obligado aquí a remitir al libro pero digamos que, si se toman en serio estos dos criterios, me parece que se está obligado a caracterizar al FN, no como un vago partido populista o soberanista, sino como partido fascista inacabado o en gestación. En efecto, si no dispone por el momento del aparato de movilización, de encuadramiento y de violencia propia de los movimientos fascistas clásicos, se funda claramente en un proyecto de tipo fascista (que no tiene ninguna necesidad de proclamarlo abiertamente o de estar vehiculizado por gente que se reclamaría de todos los aspectos del fascismo).
¿Cuáles son los principales obstáculos que deberá superar la izquierda para hacer frente a la “posibilidad del fascismo”?
Primero hay que señalar que la izquierda francesa está quizás librada del PS, punto importante en la medida en que este partido ha constituido desde su giro neoliberal desde comienzos de los años 1980 un actor central primero de la estabilización política del capitalismo francés, un capitalismo sacudido por la protesta multiforme característica de los “años 1968”, luego de la ofensiva neoliberal, xenófoba y autoritaria. Se trataba por tanto de un cerrojo que había que hacer saltar. Su declive brutal, cuando tenía todas las palancas del poder político en 2012, señala una ocasión histórica para hacer emerger una nueva fuerza política, aunque la realización de este objetivo se enfrente a una serie de serios obstáculos. Mi hipótesis es que el antifascismo podría jugar un papel positivo de catalizador político pero bajo ciertas condiciones.
La primera, la más evidente, es rechazar la reducción del antifascismo a una postura moral de indignación frente a los discursos y las iniciativas de la extrema derecha. La indignación no es en sí problemática (Daniel Bensaid tenía razón cuando describía la politización radical de la forma siguiente: “Te indignas, te rebelas, y luego ves…”), pero se reduce demasiado a menudo a una simple reacción individual, fácilmente recuperable por los partidos dominantes, y, a fin de cuentas inofensiva, porque es reacia a los compromisos colectivos e incapaz de señalar responsabilidades así como tareas políticas.
Igualmente hay que ponerse en guardia contra la tentación intelectualista consistente en reducir el antifascismo a una tarea de refutación puramente intelectual de los “argumentos” de la extrema derecha. No porque haya que negarse a enfrentarse al fascismo en este terreno de las ideas, sino porque no habría que ilusionarse sobre este punto: no siendo sus progresos principalmente producto de victorias intelectuales sino de condiciones económicas, sociales y políticas, lo que hay que hacer prioritariamente es trabajar por transformar esas condiciones, y esto mediante la acción política. Tanto la indignación como la batalla intelectual son productivas solo a condición de que se prolonguen y se inscriban en un planteamiento colectivo de lucha por una sociedad diferente, dicho de otra forma, en una política de emancipación.
Una segunda condición es librarse de la ilusión institucional, que se declina en dos niveles. El primero es lo que se llama el “frente republicano”, consistente, por decirlo rápidamente, en la alianza política con todas las fuerzas no-fascistas. Este planteamiento tiene los defectos de ser puramente defensiva, estrictamente electoral y sobre todo poner a la gente antifascista a remolque de los partidos cuyas políticas no dejan de alimentar el ascenso del fascismo. Esto no puede a medio término más que favorecer aún más este ascenso, validando la idea defendida por la extrema derecha de que ella constituiría la única amenaza para el sistema y, por tanto, la única alternativa.
Señalemos de paso que este rechazo del planteamiento del “frente republicano” no excluye un llamamiento al voto para descartar el peligro inmediato de una victoria fascista en las elecciones, si al menos este llamamiento está claramente distinguido de cualquier tipo de alianza, si se acompaña de una crítica pública de las fuerzas burguesas o reformistas, y si se combina con la popularización de una estrategia antifascista de lucha y de un proyecto político de ruptura con el orden existente. Así, era justo llamar a votar por Haddad en Brasil para hacer frente al peligro mortal representado por Bolsonaro, sin por ello dar un cheque en blanco al PT e insistiendo en la necesaria movilización postelectoral para hacer retroceder a la extrema derecha.
Pero la ilusión institucional es también la creencia en la capacidad de las instituciones políticas, y más en general de los Estados “democráticos”, para “digerir” los movimientos fascistas, y por tanto para impedir la construcción de dictaduras. Quienes pretendían esto en el siglo XX fueron desmentidos y los pueblos -en particular las minorías y las y los militantes del movimiento obrero- pagaron las consecuencias. Hay varias razones para esto, pero se pueden mencionar dos rápidamente.
En primer lugar todos los regímenes “democráticos” prevén medidas de excepción que el poder ejecutivo puede usar en circunstancias en que la seguridad del Estado es considerada como “amenazada”: el fascismo no tiene en general mas que apoyarse en procedimientos legales para instalar su poder y construir su dictadura. Luego, el Estado no es un árbitro neutrode los conflictos sociales y políticos, que se situaría por encima de las fuerzas en lucha (y en particular por encima de las clases). Cuando franjas eminentes de las clases dominantes optan por apoyar un partido fascista, el Estado -en particular sus aparatos represivos de Estado- tienden no solo a cerrar los ojos sobre las actuaciones crimínales sino a colaborar activamente con ellas (desarmando al movimiento obrero y armando a las bandas fascistas). Esperar que la policía, el ejército o la justicia nos protejan del fascismo, es por tanto cavar la propia tumba. Toda iniciativa en el sentido del aumento de las capacidades de autodefensa popular debería por tanto ser acogida positivamente, impulsada y sistematizada por las organizaciones.
Una tercera condición es el rechazo de un sectarismo que puede tomar diferentes formas y reclamarse de ideas muy variadas (la construcción del único partido verdaderamente revolucionario, la pretensión de encarnar en exclusiva al pueblo, etc.), pero que, todas, llevan a rechazar hacer frente. Hacer frente no con cualquiera y simplemente contra el fascismo, sino con quien acepte defender y popularizar un programa de defensa de los intereses de la mayoría de la población, de lucha contra las opresiones, y de conquista de la democracia (lo que supone en particular tomar el poder sobre la producción, por tanto socializar la economía).
Sabemos que la respuesta de Trotsky en el contexto alemán de los años 1930 defendía la estrategia de frente único entre las organizaciones del movimiento obrero, en ese caso la socialdemocracia y el comunismo: solo un frente así, dotado de una estrategia de defensa armada y de ofensiva política, habría podido frenar, en su opinión, la conquista del poder por el movimiento nazi, proponiendo una solución socialista a la crisis de hegemonía. Pero el frente único tal como lo veía (en la onda del tercer y cuarto congreso de la Internacional Comunista) suponía la existencia de organizaciones potentes, profundamente implantadas en el proletariado y por tanto susceptibles de arrastrar ampliamente en la lucha contra el fascismo.
El frente antifascista de nuestro tiempo puede parecer más difícil de construir, porque no puede ser decretado por arriba por fuerzas hoy mucho más limitadas y fragmentadas. Esto no significa en absoluto que no deba ser buscado obstinadamente y construido pacientemente en cada ocasión, porque no hay que contentarse simplemente con esperar y esperar una movilización espontánea que realizaría finalmente dicho frente. Las organizaciones políticas, sindicales y asociativas tienen y tendrán un papel que jugar pero su implantación, declinante en algunos casos o embrionaria en otros, el hecho de que estén menos orgánicamente ligadas a la vida de las poblaciones, supone que se intente llegar más allá de sus miembros y simpatizantes, que haya que conseguir dirigirse a las diferentes franjas de las clases populares sin oponer esta necesidad a las perspectivas legítimas de las organizaciones.
Una cuarta condición, particularmente crucial en Francia, es la conexión estrecha que debe imponerse entre el antifascismo y el antiracismo político. Dado el lugar que juega el racismo -en particular bajo la forma de islamofobia- en el desarrollo de la extrema derecha y la “derechización” de todo el campo político (que se refuerzan uno al otro en un círculo vicioso del que las políticas antimigratorias, la violencia policial y la islamofobia de Estado son productos inmediatos y cuya conclusión final puede ser el fascismo), ningún antifascismo serio puede omitir esta cuestión… Remito aquí a lo que he dicho antes pero añadiría que el planteamiento de frente único evocado antes debe a partir de ahí ser extendido a todas las organizaciones y colectivos que luchan contra las opresiones estructurales, para construir lo que llamo en el libro un bloque subalterno.
Para concluir, diría que, si la cuestión del fascismo es tan crucial para nosotros y nosotras, es porque más allá de las resistencias inmediatas, plantea el problema de la alternativa, al no poder ser vencida la peste parda por un combate estrictamente defensivo sino mediante una lucha por una sociedad diferente que supone conquistar el poder. Si el fascismo puede ser definido bastante adecuadamente como el movimiento real que, en una época de crisis orgánica del capitalismo, perpetúa por el terror el orden establecido e intensifica la opresión a la vez que se presenta bajo aspectos subversivos, radicales e incluso revolucionarios, resulta claro que hay que oponerle, no la defensa sin atractivo del mundo tal como es, sino “el movimiento real que abole el estado actual de las cosas” del que hablaban Marx y Engels, y que llamaban comunismo. Nos corresponde por tanto, colectivamente, imaginar sus formas, encontrar sus caminos y forjar sus medios.
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http://www.contretemps.eu/possibilite-fascisme-entretien-palheta/
Traducción: Faustino Eguberri para VientoSur
Selim Nadi
Contratemps.