La crítica al gobierno de Nicolás Maduro hecha por el progresismo, en definitiva, no proviene, como en el caso del trotskismo, del sentido eminentemente capitalista de los últimos años de la Revolución Bolivariana. El problema no es que Maduro haya impulsado un ajuste inaudito. Que haya privatizado empresas. Que PDVSA haya hecho una serie de convenios con empresas trasnacionales. Que haya impuesto una dolarización de facto. El problema del progresismo no es la boliburguesía o el reemplazo del capitalismo de estado del chavismo por una neoliberalización en curso, porque su política económica en Chile es la misma: ajuste, tratados de libre comercio, consolidación relativa de los pilares del neoliberalismo chileno.
por Claudio Aguayo – Bórquez
Imagen / Chavistas en una movilización de apoyo a la opción “Sí” en el referendum constitucional de 2007. Fuente: Wikimedia.
“Hoy decir que es alianza
Ser de toda confianza
Incluso muy conveniente,
Lo que antes ser muy mal
Permanecer todo igual
Y hoy resultar excelente.
Hombre blanco hablar con lengua de serpiente”
Javier Krahe
La viga en el ojo propio. Así podría llamarse la escandalización moral que provoca en el progresismo chileno la elección en Venezuela. Se trata de una táctica para sacudirse de una herencia que es imputada como bárbara, porque al ser identificados como chavistas, los progresismos son blancos fáciles de la retórica anticomunista. Piensan que, con este acto de repudio internacional, pueden evitar las acusaciones de totalitarismo y autoritarismo que les tiene preparada la ultraderecha. Se olvidan de que Hayek y Von Mises, los nuevos viejos dioses del encaramado Javier Milei, consideraban al socialismo moderado igual o más “asesinables” que el socialismo radical autoritario. Hayek hablaba de los “orígenes socialistas del nazismo”, y no hacía ninguna distinción entre las democracias keynesianas de Estados Unidos y la burocracia estalinista. Porque esa diferencia que el progresismo se empeña en fabricar por todos los medios y con todos los ademanes de descarte, la ultraderecha neoliberal no la ve.
Lo más triste de la columna de Pierina Ferretti en la edición chilena de El País, “De te fabula narratur” es que se jacte de citar un libro que va tan contra la práctica política del progresismo como El Capital de Marx. Si hubiese un mínimo de lectura, y no la mera adjudicación suelta, se asumiría de partida que cualquier proyecto que estreche la reproducción capitalista está condenado, a ojos de una burguesía global radicalizada, a ser obliterado en las elecciones. Y si las elecciones no dan resultado, ya sabemos. Volver a Marx es un imperativo en la actual coyuntura, no porque–acusación fácil de otro segmento ontológicamente pluralista del progresismo–haya que mantener una fidelidad militante a la palabra sagrada. Este imperativo proviene del hecho de que, hasta ahora, no hay una teoría más completa del capitalismo. Si hay algo teóricamente impecable en El Capital es precisamente que la primera página del primer tomo se ajusta lógicamente con la inconclusa última página del último: es, como recuerda Thomas Sekine, una “dialéctica” del capital. Y una de las conclusiones del contenido radical de este libro es que, precisamente, hay una relación de exclusión catastrófica entre el poder del trabajo y el del capital. Es, como dice Marx en los Grundrisse, una lucha entre la disipación de la fuerza vital, el trabajo vivo, y la sed de acumulación. Pero esa sed no es una decisión de los magnates, de los dueños de fábricas, de los emprendedores. Es una consecuencia necesaria de una estructura de la que todos somos portadores: ‘De te fabula narratur’, nosotros estamos implicados ahí, nos guste o no.
El progresismo es la forma política de la izquierda subsumida en la lógica cultural del capitalismo tardío. Considero atender esta fórmula. Fredric Jameson, en 1993, indicaba que la retórica moralizante y la inevitable confusión entre la ética y la política, así como el predominio disciplinario de la ética en las humanidades (piénsese en la extremación de dicha lógica en nuestra contemporaneidad: “éticas de la tierra”, “éticas de lo no humano”, “éticas de lo diverso”, entre otros trends académicos), es uno de los rasgos distintivos del capitalismo tardío, de la orgía de acumulación global desatada después de la caída de los socialismos reales. Debe pensarse cuidadosamente la relación entre esta inevitabilidad de la retórica moralizante y el discurso, a estas alturas monstruoso, de los derechos humanos. Como dice Alain Badiou: “los derechos humanos son actualmente una ideología del capitalismo globalizado [que] considera que hay una sola posibilidad en el mundo: la sumisión al mercado y la sumisión política a la democracia representativa”. Los derechos humanos de hoy son una política de la piedad. Todo lo que despierte sentimientos piadosos debe convertirse en fundamento de la acción política. Hay que llorar por Palestina y enviar ayuda humanitaria urgente a Gaza. Pero preguntarse por la justeza de las acciones políticas de Hamas, por las posibilidades de la resistencia, es abandonar la política de los derechos humanos y, con ello, ser excluido del campo de la discusión política admitida.
Quizás una de las formas más aberrantes de la subjetividad contemporánea es la ansiedad por la utopía que, citando otra vez a Jameson, “toma forma como una aprehensión frente a la represión” frente al hecho de que el socialismo implicará renuncias, que la abstinencia de mercancías constituirá una frustración sistémica del deseo. Esta ansiedad frente a la utopía no puede calificarse de mera cobardía. Es el subproducto de una izquierda dominada globalmente por las clases medias que han sido moldeadas por su acceso al consumo, a las nuevas mercancías digitales, al tiempo libre, a las áreas verdes, al prestigio de la profesión, etc. Una revolución efectuaría, al menos por un período dominado por la crisis, un estrechamiento de la “base de reproducción”, al decir de Marx, de la clase media. Ello explica mejor las ambivalencias del progresismo que una crítica del resentimiento. Atribuir las “volteretas” a la mala voluntad, o lisa y llanamente a la maldad, constituye un error de lectura. Si el presidente Boric puede ser halagado como el portador de una nueva “democracia radical”, como dice la autora de la columna en otro lugar, mientras condena el “régimen” de Maduro en medio de negociaciones con una monarquía autoritaria, es porque esa monarquía todavía puede encarnar el ego ideal de las clases medias.
Un rasgo irritante de la retórica del progresismo es su codependencia con lo que Hegel llama el “infinito espurio”. Necesariamente, como ideología general de la creatividad y la iniciativa privada, el neoliberalismo se nutre de un deseo eufórico de lo nuevo. Por eso su comprensión del capitalismo es anti-dialéctica, consiste en una proliferación espuria, infinita, de definiciones. De ahí que el lenguaje de la autora circule en torno a evitar los “determinismos” y realizar un esfuerzo “heteróclito”. Es lo que he llamado jerga de la heterogeneidad, tomándole semi-prestada una fórmula a Theodor Adorno. Es una inaptitud para la dialéctica suturada con la proliferación infinitesimal de definiciones.
Es muy sintomático que Daniel Matamala, el sujeto trascendental del progresismo chileno, haya definido a la revuelta de 2019 simultáneamente como “fuego de los fanáticos” y “horizontal, alegre, colorido millón de amigos”. Hay una revolución fea y una revolución bonita, como dice Marx en 1848: “la revolución de junio ha sido la revolución fea, la revolución repulsiva, porque las realidades han tomado el lugar de las palabras”. Al progresismo parecen incomodarle las revoluciones cuando se ponen feas. Comparten con Milei esa típica aversión pequeñoburguesa por los edificios grises, esa denuncia descarnada de la arquitectura soviética como representativa de un horizonte aburrido. Todo en el capitalismo tardío parece acercarse a una intensificación imparable de la estetización de la política. Al colapso epistemológico de la teoría en la retórica moralizante, el parlamentarismo y los derechos humanos, se le suma una necesidad de preservar los objetos legados por el yuppie dream y el crecimiento experimentado por las nuevas clases medias surgidas de la contrarrevolución capitalista de los 1980.
La crítica al gobierno de Nicolás Maduro hecha por el progresismo, en definitiva, no proviene, como en el caso del trotskismo (para el caso, indudablemente más honesto), del sentido eminentemente capitalista de los últimos años de la Revolución Bolivariana. El problema no es que Maduro haya impulsado un ajuste inaudito. Que haya privatizado empresas. Que PDVSA haya hecho una serie de convenios con empresas trasnacionales. Que haya impuesto una dolarización de facto. El problema del progresismo no es la boliburguesía o el reemplazo del capitalismo de estado del chavismo por una neoliberalización en curso, porque su política económica en Chile es la misma: ajuste, tratados de libre comercio, consolidación relativa de los pilares del neoliberalismo chileno.
La principal diferencia que mantiene el progresismo chileno con Maduro tiene que ver con su insubordinación al falso universalismo de los derechos humanos y la democracia parlamentaria, a la ideología superestructural del capitalismo globalizado. Dice Pierina Ferreti: “Los elementos clave vienen siendo advertidos desde el comienzo de esta historia por intelectuales y militantes: el autoritarismo propio de la cultura militar y la militarización del Estado; la extrema dependencia de los precios del petróleo y los ciclos económicos internacionales; la identificación entre Estado y partido”, etc. Aquí hay una fórmula clave: el problema de Venezuela es el autoritarismo, la monogamia del poder, su unicidad, o como decía Roa Bastos su monólogo. La sagrada heterogeneidad pequeñoburguesa ha sido violada.
Las preguntas que deja este listado de quejas monotemático (Estado, Estado, Estado) es amplia; requeriría contrastar la posición—si existe—sobre China, donde esta tendencia a la uniformización de lo social convive con una proliferación irresistible de experimentos de acumulación capitalista sometidos a la vigilancia y el control estatal. Requeriría preguntarse si es Venezuela el nombre de un pretexto para no entender nada y seguir desplazando a la izquierda chilena hacia su vaciamiento teórico, que luego es llenado por demandas ilimitadas de la ultraderecha. Requeriría preguntarse por la posibilidad de que, el día 28 de julio, más allá de las críticas izquierdistas al proyecto bolivariano en su conjunto, Gabriel Boric el presidente de la “democracia radical” le haya puesto combustible a un golpe de estado. Y requeriría mirar la viga en el ojo propio. No sólo por la represión a los Mapuche, la condena de Héctor Llaitul, el sostenido apoyo a una institución que viola los derechos humanos como Carabineros de Chile, y un interminable etcétera. Un síntoma pivote de esta tendencia es el surgimiento de todo un lenguaje xenófobo y anti-inmigrante en el seno de la izquierda y que se usó en Chile para justificar el apoyo a la oposición venezolana. Por mientras, ese ejército de reserva del capital global que migra y se desplaza entre fronteras nacionales que no pueden contener la crisis, va a seguir avanzando por los países periféricos en busca de una mejor vida. Sin un proyecto propio, sin un lenguaje político. Y enfrentándose a una izquierda cuya única articulación terminológica termina en un travestido camuflaje con el miedo a la utopía, la cultura endogámica de las clases medias, y la retórica del totalitarismo global de la democracia parlamentaria. Construir una verdadera izquierda requiere una ruptura radical con estos lenguajes y con este proyecto. Dejad que los muertos entierren a sus muertos.
Claudio Aguayo-Bórquez
Profesor y Magíster en Filosofía, Ph.D. en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Michigan. Profesor de la Universidad Estatal de Fort Hays en Kansas.