Esto no va a funcionar: apuntes sobre el frentepopulismo.

La vitalidad no-sincrónica del frentepopulismo se explica por la ignorancia de nuestras izquierdas globales. Ignorancia respecto a las razones que hicieron surgir el frentepopulismo en un momento histórico de emergencia de los movimientos de masas del fascismo. Razones que no son nuestras razones, en cualquier caso, y que desembocaron en los debates sobre la “transición” al socialismo. Como dice Jason Moore en un libro reciente, el problema de la transición es como esos invitados de piedra que uno echa por la puerta de adelante para verlos de nuevo entrar por la ventana. Es fácil olvidar, pero esas condiciones que hicieron posible el frentepopulismo en los años 30’ ya no están ahí.

por Claudio Aguayo – Borquez

Imagen / Marcha del Frente Popular de Hungría, 1949. Fuente: Wikimedia.


Mark Fisher indicaba, en 2016, una relación entre la “teoría paranoica total” que pretende tener un remedio para todas las incertidumbres del presente, y la melancolía de izquierda que, cada vez que un proyecto político de izquierda asume o puede asumir el poder—Fisher pone como ejemplo a Jeremy Corbin—enuncia desesperanzada: “¡esto no va a funcionar!”. Hay, obviamente, algo muy epocal en el trabajo de Fisher. Su escritura está instalada en el zenit de los fracasos políticos del movimiento Occupy y las consecuencias de la crisis financiera de 2008. Nuestro zenit es otro: después de la pandemia, la coyuntura global que llevó a Bernie Sanders a su mejor momento electoral y que produjo las bases de apoyo de Jeremy Corbin, se encuentra acabada. Los personajes también, por cierto. Jeremy Corbin pasó a la historia como un dirigente cancelado y derrotado por la elite neoliberal, el thatcherismo, y el realismo capitalista del laborismo británico. Sanders envejeció mal, y en 2023 lo sorprendimos defendiendo el derecho de Israel “a defenderse”.

La subjetividad capitalista global vivió la pandemia desde cierto fondo de negatividad: algo en el mundo estaba finalmente estropeado; el capitalismo no nos puede proteger de males que nos exceden; lo Real había llegado para quedarse. Porque si algo puede decirse de la coyuntura pandémica fue ese tremendo acceso de lo que Adrian Johnston llama antiphysis, antinaturaleza, o naturaleza desnaturalizada: la imagen de una naturaleza que no se ajusta, por así decirlo, a los parámetros de armonía con los que la entendió el romanticismo moderno. Johnston identifica esta naturaleza con lo Real lacaniano, con un producto negativo, ante cuya amenaza el sujeto genera protecciones—como la precisamente protectiva fantasía de la naturaleza como un “todo”, como un “jardín cosmológico”, etc.

Pero esta consecuencia subjetiva está lejos de agotar los efectos de la pandemia. Hay algo estructural que merece ser igualmente observado. La pandemia generó una crisis económica transnacionalizada, destruyendo las cadenas de distribución globales, generando inflación, el consiguiente empobrecimeinto de ese punto de acolchamiento clasista del capitalismo global que es la clase media, y debilitando la hegemonía global de las exportaciones estadounidenses frente a China. Los efectos de esa crisis, desde luego, todavía se sienten como una pesada carga de una humanidad trágica: una guerra entre Rusia y Europa, y el genocidio a cielo abierto y transmitido en vivo más largo de la historia en Palestina. Después de ver los cadáveres apilados en fosas comunes en Brasil y New York por efecto del COVID-19, vemos pedazos de niños saltar por los aires todos los días, en un acostumbramiento inaudito a la crueldad tele-transmitida.

El lenguaje de Mark Fisher es hijo del pesimismo respecto al horizontalismo organizativo surgido en los movimientos que arrojó la crisis financiera de 2008; hoy los problemas parecen haberse multiplicado. Es difícil, en ese sentido, imputarle el “¡esto no va a funcionar!” a la melancolía de izquierda en una coyuntura en la que, efectivamente, las coaliciones electorales no pudieron torcerle la mano a la irracionalidad anárquica del capital. Habría que preguntarse si este afecto es hoy día asimilable a lo que Wendy Brown definió como melancolía de izquierda. Mientras que la economía del melancólico funciona a partir de una devaluación del yo, la del neurótico está signada por la ansiedad. Ambas economías, en el fondo, podrían proferir la misma exclamación, “¡esto no va a funcionar!” como infatuación de síntomas completamente diversos.

Pero hay un momento en el libro de Fisher, Postcapitalist Desire, que corresponde a sus clases dictadas con anterioridad a su trágico suicidio, que puede decirse que expresa muy bien el fondo de desconocimiento de nuestra pesada angustia expresada en la frase “¡esto no va a funcionar!”. Se trata de un momento en el que confiesa a sus estudiantes que no entiende nada de economía, y que quisiera saltar el tema de la relación entre aumento de salarios e inflación. Fisher aparece, en ese momento, como el epítome de las humanidades contemporáneas. Por que por más que su escritura transmita los signos de una negociación brillante con la literatura anticapitalista y la teoría crítica, no querer saber nada de la economía es el signo de las humanidades. Es una situación a la que, en todo caso, ha sido empujada por la división global del trabajo académico; no se le puede achacar toda la responsabilidad a los intelectuales brillantes como Fisher.

Lukács avizoraba muy bien esto en Historia y conciencia de clases, en 1922, cuando indicaba como uno de los fetiches primordiales del capitalismo la reducción de la economía a una ciencia o disciplina específica, hecha para iniciados, inaccesible para el conocimiento dialéctico. ¿No es eso lo que nos transmiten nuestros “economistas”, que debemos entender que un siglo de matematización y pensamiento neoclásico vuelven cualquier intrusión dialéctica en la economía una ilusión de alucinados? Pero, por otra parte, en 1954, Lukács va a emplear una fórmula inversa: la de la “deseconomización” del pensameinto. Precisamente, hay que leer esta diferencia tantas veces achacada entre los dos Lukács—el luxemburguista y el bolchevique—como una compatibilidad secreta: es la transformación de la economía en una disciplina reificada y fetichizada, en una parcela de saber inaccesible, lo que ha producido una deseconomización del pensamiento. Por eso la fantasía a la que accede Fisher nos es tan contemporánea: es la curiosa ilusión de querer encontrar las fórmulas para la transición a un mundo poscapitalista sin entender o emprender una crítica seria de la ciencia regia del capital, que es precisamente la economía.

La vitalidad no-sincrónica del frentepopulismo se explica por la ignorancia de nuestras izquierdas globales. Ignorancia respecto a las razones que hicieron surgir el frentepopulismo en un momento histórico de emergencia de los movimientos de masas del fascismo. Razones que no son nuestras razones, en cualquier caso, y que desembocaron en los debates sobre la “transición” al socialismo, componiendo una biblioteca y un archivo olvidado con los nombres de Paul Sweezy, Ernst Mandel, Oscar Lange, Charles Bettelheim, etc. Como dice Jason Moore en un libro reciente, el problema de la transición es como esos invitados de piedra que uno echa por la puerta de adelante para verlos de nuevo entrar por la ventana. Es fácil olvidar, pero esas condiciones que hicieron posible el frentepopulismo en los años 30’ ya no están ahí.

Históricamente, esto es obvio, el frentepopulismo no es una invención posmoderna. Nuestro frentepopulismo francés, chileno, español, etc., parte de una serie de diferencias históricas cuya consideración debería al menos preocuparnos. Ahí donde fue posible, el frentepopulismo fue encabezado o animado por Partidos Comunistas poderosísimos subordinados a la visión burocrática del socialismo de la era de Stalin. ¿Cómo es posible que, en una exhibición de completa ignorancia, se diga ahora que el frentepopulismo es inherentemente democrático, que pertenece a la tradición inclusive libertaria de la izquierda, esa izquierda que no lastima, que no usa el terror, que no defiende gulags ni invasiones a Hungría? Sólo una izquierda y lo que es particularmente más grave, una izquierda completamente ignorante respecto a la historia del siglo XX y al devenir de sus ideas, puede recordar el frentepopulismo de esa manera. El frentepopulismo fue siempre una expresión local y situada de la hegemonía estalinista en la izquierda europea, y más generalmente, de la estabilidad del capitalismo de estado en la entreguerra europea y mundial. Por eso fue tan insostenible cuando terminó la guerra y vino el macartismo.

Todavía, sin embargo, y esta es la paradoja, las condiciones del frentepopulismo del siglo XX eran infinitamente mejores que las condiciones para un frentepopulismo en el siglo XXI, en el que la izquierda ingresa a coaliciones multipartido desprovista del elemento de masas.

Estas preocupaciones se vuelven tristemente invisibles bajo la absurda premisa de que la economía, pero especialmente su “crítica” en la tradición de Marx, es algo que puede ser obviado. Y esto especialmente válido para quienes hacemos trabajo intelectual. ¿Es intelectualmente honesto descubrir la pólvora cuando hay todo un archivo olvidado o censurado de los problemas de la transición, del frentepopulismo, del desarrollo capitalista, de las relaciones entre socialización y mercado, etc.? Entre 1936 y 1938 hubo frentepopulismo en Europa. Hubo frentepopulismo en Chile—el gobierno de Gabriel González Videla nos recuerda sus consecuencias: la “ley maldita” que proscribió a los comunistas. Definir la Unidad Popular como frentepopulismo en sentido clásico es más difícil, por la intensa hegemonía obrera de su composición clasista.

Pero no sólo eso. El frentepopulismo aparece hoy como un tronco hueco al que cualquiera puede sumarse para esconderse de los tenebrosos vientos de la ultraderecha. Su definición está dada, en efecto, por lo que Laclau llamó significante vacío. Ese significante vacío del frentepopulsimo actual, una estrategia política llena de humo y aire, en vez de estar constituido a partir de las necesidades “populares” o de la acción populista propia, es meramente reactivo. Es el significante vacío que el término “ultraderecha” ha adquirido en los últimos años, con su plétora de académicos obsesionados por descubrir la novedad de las ultraderechas contemporáneas—que es muy similar a la novedad de la máquina de humo, que produce la fumarada sin necesidad del fuego.

El problema de la frase indicada por Fisher, “¡esto no va a funcionar!”, no son sus ribetes melancólicos ni su tendencia a la paranoia leninista, como dice él. Se trata más bien del sentido que le es asignado a la frase cuando es proferida. En el fondo, cuando esta frase tiene la saludable estela de la neurosis, cuyo síntoma necesitamos más que nunca para salir del atolladero, puede mostrar los límites de una práctica populista que, ensayada durante un siglo, no sólo no ha funcionado, sino que ha gravitado en torno a las reposiciones siempre crecientes del capital y la clase dominante. Si aplicásemos la teoría de Mandel—o el historiador Fernand Braduel—sobre las “ondas largas” de desarrollo capitalista y de la historia del poder proletario, veríamos claramente una disposición creciente del capital a sobreponerse al trabajo tras la estela de desastre que dejan los gobiernos progresistas de “alianzas amplias”. El frentepopulismo está en el corazón de esta tendencia, nos guste o no, y quizás llegó la hora de darle crédito a León Trotsky, quien leyera dicha estrategia como una sumisión a la burguesía (francesa y española), como un obstáculo superestructural a la acción autónoma de los sectores más desposeídos por el capital, en suma, como un freno a la lucha de clases posibilitado por la deseconomización de la teoría.

Claudio Aguayo-Bórquez
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Profesor y Magíster en Filosofía, Ph.D. en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Michigan. Profesor de la Universidad Estatal de Fort Hays en Kansas.

Un Comentario

  1. Busquen un articulo que se llama Decir la verdad sobre la clase, Tamas, Húngaro, el que mucho abarca, poco aprieta

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