La pregunta que emerge es a qué puede deberse este súbito arrebato republicano de quienes jamás enviarían a sus vástagos a esos liceos emblemáticos, difícilmente evaluarían como alternativa para su clase un ambiente como el de la educación pública, y quienes además saben muy bien que la selección solo sirve para identificar, seducir, aproximar y transformar en allegados a los mejores productos de la poblada.
por Bélgica Rojas
Imagen / Fuente: El Desconcierto.
Es conmovedor el entusiasmo con que la intelectualidad de derecha ha entrado en el debate educacional, mostrando una empatía insospechada por la crisis de los liceos emblemáticos, estremecida por las brechas que minan la legitimidad de la oferta educacional pública, y proponiendo un horizonte de reparación que, si bien no luce muy claro, parece flotar con holgura junto a principios tan nítidos, tan de sentido común, como la reposición de la selección por mérito.
La pregunta que emerge es a qué puede deberse este súbito arrebato republicano de quienes jamás enviarían a sus vástagos a esos liceos emblemáticos, difícilmente evaluarían como alternativa para su clase un ambiente como el de la educación pública, y quienes además saben muy bien que la selección solo sirve para identificar, seducir, aproximar y transformar en allegados a los mejores productos de la poblada.
Conviene aceptar, en cualquier caso, que ese debate acusa cinismos más extendidos (y próximos, incluso). La defensa dizque confesional de la educación pública también es una marea que arrastra a la actual coalición gobernante, cuyos herederos –si es que tienen– tampoco están siendo confiados a la oferta pública como dictaría la tesis de la consecuencia/coherencia tan cara a sus franjas más moralizantes.
Siendo de mal gusto quedarse en apuntar oportunismos e inconsistencias, quizás este solo sea el lugar para asombrarse de la nostalgia educacional que ha sostenido el debate de las últimas semanas, con múltiples vocerías que teorizan sobre algo que poco y nada tiene que ver con ellos, pero que desmenuzan sabiendo que el futuro, la predictibilidad, el mínimo de anticipación que estos tiempos permiten, depende de la efectividad de lo que pase en el aula.
Volvemos así a la vieja pregunta por la función social de la escuela y el sentido de las interacciones que allí tienen lugar. Sin utopías, sin buenismos, sin exageraciones. Lejos de toda nostalgia.
No se trata, por lo mismo, de que quienes forman parte del mundo educativo asuman la urgencia de salir en defensa de las reformas que se han implementado. Sería complejo y en algunos casos hasta oportunista. Sí cabe salir en defensa de los principios que las sostuvieron y que probablemente siguen teniendo sentido: superar la selección como una práctica aceptable y normalizada en la etapa formativa, poner todas las trabas posibles a la mercantilización (cuyos efectos hemos ido perdiendo en la memoria, pero que en su minuto parecieron inaceptables), ofreciendo un curso de acción y un marco institucional para el proceso de desmunicipalización, al tanto del daño acumulado que la administración municipal infringió a la provisión de la educación en toda su cadena, desde la infraestructura a la calidad pedagógica, desde la gestión a los derechos laborales del profesorado y los asistentes.
Esas tareas siguen en marcha, y a ellas se suman las preocupaciones de nuestro agitado tiempo: la convivencia, la salud mental, la autoridad de las y los docentes, la incorporación de la tecnología, la reconstitución de los establecimientos como espacios seguros. Esas son las demandas del futuro. Solo por eso vale la pena tomar distancia del ánimo que hoy vocaliza la intelectualidad educacional de derecha, absorta en la nostalgia de un mundo con fronteras nítidas, con todo en su lugar, plagado de paisajes lisos con algunos relieves excepcionales, como los liceos emblemáticos, que eran los únicos lugares desde donde podíamos esperar sorpresas agradables y de vez en cuando altaneras.
Bélgica Rojas
Estudiante de educación diferencial.