La obra de Mayer no es ideológica ni partidista, pero revela un compromiso político. Deconstruir la contrarrevolución en la época de la Guerra Fría; elaborar una interpretación secular del Holocausto en el momento de su conmemoración litúrgica; desmitificar el sionismo, sugiriendo que, sin un cambio radical, Israel no podría ser salvado por la Biblia o por la bomba atómica: estas evaluaciones revelan una postura política. Este compromiso no expresa un a priori ideológico sino que es el resultado de una erudición crítica. Ésta es probablemente la forma más fructífera de superar la discrepancia descrita por el teórico polaco Zygmunt Bauman entre “legisladores” e “intérpretes”, las dos principales formas de intelectuales que hemos conocido en el siglo XX.
por Enzo Traverso, publicación original en The New Statesman.
Traducción de Cristóbal Portales.
Imagen / Arno Mayer. Fotografía de Olli Eickholt.
Nota del traductor: Este 19 de diciembre, falleció el historiador Arno Mayer. Nos deja una obra diversa en temas, pero con una preocupación central: hacer sentido, desde una perspectiva materialista e histórica, de los últimos 200 años de historia europea. A modo de homenaje y buscando presentar su trabajo, traemos esta traducción de un texto sobre Mayer escrito por el historiador Enzo Traverso. En este texto, se revisa, a grandes rasgos, la vida de Mayer, sus principales obras y su forma de enfrentar la escritura del pasado.
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El historiador estadounidense Arno J. Mayer pertenece a una extraordinaria generación de eruditos judíos de habla alemana –George L. Mosse, Raul Hilberg, Peter Gay y Fritz Stern, entre otros– que nacieron en Europa entre el final de la Primera Guerra Mundial y el ascenso de Hitler al poder, alcanzando su madurez durante la Segunda Guerra Mundial. Los cataclismos del siglo XX forjaron su hábito mental y les dieron un agudo sentido de historia . Para ellos, la historia no es un objeto de contemplación pacífica y desapegada; es un reino de bifurcaciones repentinas, de giros inesperados que rompen continuidades y lo cambian todo. También es un reino de tragedia humana. La peculiaridad de Mayer entre ellos radica en la amplitud de su perspectiva y la variedad de sus intereses. Presentarlo como un “especialista” en temas particulares –diplomacia, revoluciones, El Holocausto , el sionismo, la violencia política- corre el riesgo de eclipsar el rasgo más llamativo de su obra: la propia “Europa”, la historia del viejo continente concebida e interpretada como un crisol de interacciones, intercambios y, a menudo, enredos mortales.
Nacido en Luxemburgo en 1926 en una familia de clase media judía culta ( Bildungsbürgertum ), Mayer y su familia huyeron Francia en medio de la invasión nazi en junio de 1940. Después de que se les negó la entrada a España y Marruecos por falta de visas, fueron arrestados durante varias semanas en Argelia y, finalmente, llegaron a Estados Unidos en 1941. En 1944, cuando tenía 18 años, Mayer obtuvo la ciudadanía estadounidense y se alistó en el ejército. Debido a sus habilidades lingüísticas, fue asignado a Fort Ritchie, Maryland, donde agentes de inteligencia interrogaron a prisioneros de guerra alemanes de alto rango. Al año siguiente, inició sus estudios en el City College de Nueva York , que continuó en el Graduate Institute of International Studies de Ginebra, y luego concluyó en Yale, donde obtuvo el doctorado en Historia. Después de enseñar durante casi diez años en Wesleyan, Brandeis y Harvard, se trasladó a la Universidad de Princeton en 1961, donde enseñó hasta su jubilación.
La trayectoria existencial e intelectual de Mayer estuvo marcada por la experiencia del exilio, y sus obras expresan la mirada de un intelectual europeo emigrado en América. No hay duda de que sus orígenes luxemburgueses lo empujaron a pensar históricamente más allá de los patrones nacionales y las fronteras políticas. Según señaló, Mayer compartió ese horizonte cosmopolita y supranacional con otros historiadores provenientes de naciones pequeñas, como el suizo Jacob Burckhardt, el belga Henri Pirenne y el holandés Johan Huizinga.
Pero pensar globalmente necesita una metodología y, en cierta medida, implica una filosofía de la historia. Fue Marx quien moldeó el estilo de pensamiento de Mayer más que ningún otro, y, adoptando así una vieja categoría marxista, podemos definirlo como un historiador de Europa considerada como totalidad concreta. Es decir, cada parte sólo puede entenderse en relación con sus otras partes. Sin respaldar ninguna ortodoxia marxista, Mayer mira al pasado considerando las conexiones entre estructuras sociales, conflictos de clases y formas de dominación, conectando ideologías, culturas y visiones del mundo con estas infraestructuras materiales.
Mayer, que escribe en inglés, pero habla alemán y francés como lenguas nativas, es más cosmopolita que el académico estadounidense promedio y, al mismo tiempo, no pertenece en el sentido más estricto al medio de los exiliados judíos alemanes. Su origen cultural es Europa. Por otro lado, su apego a la cultura estadounidense está arraigado en la tradición de la izquierda intelectual que combinaba espíritu crítico, radicalismo político y una fuerte conciencia de sus raíces europeas. Al inicio de la Guerra Fría, cuando Mayer terminó sus estudios universitarios, la trayectoria de los Intelectuales de Nueva York también estaba terminando, pero sentía cierta afinidad con personalidades como Max Eastman o Irving Howe. En la década de 1950, era antimacarthista y se hizo muy amigo del filósofo de la Escuela de Frankfurt, Herbert Marcuse.
En el prólogo de Why Did the Heavens Not Darken? (1988), su célebre libro sobre los orígenes del Holocausto, Mayer narró su biografía como joven refugiado rescatado por Estados Unidos. Aunque sirvió en la Segunda Guerra Mundial, nunca idealizó su nueva patria. En nuestras conversaciones a lo largo de los años, a menudo mencionó la atmósfera sofocante de racismo y antisemitismo que rodeaba a las universidades de la Ivy League en la década de 1950, cuando comenzó su carrera académica. En 1970, incluso fue arrestado y detenido durante un día después de ocupar con sus estudiantes un edificio en Princeton en el que los académicos realizaban estudios cartográficos encargados por el Pentágono para preparar los bombardeos en Vietnam. En este sentido, podría definirse como un típico representante de la “izquierda sin hogar” estadounidense, una izquierda sin afiliaciones partidistas, crítica, radical y claramente influenciada por el marxismo, pero lejos de ser ortodoxa o dogmática. En Princeton se sintió cercano a Felix Gilbert y Carl Schorske. Sus amigos políticos estaban fuera del entorno de la Ivy League: en Estados Unidos, Marcuse y Barrington Moore; en el Reino Unido, Eric Hobsbawm; en Francia, Pierre Vidal-Naquet.
Como “macrohistoriador”, no indiferente a los detalles o acontecimientos singulares, pero siempre preocupado por inscribirlos en un contexto histórico más amplio. Mayer se centró en una variedad de temas como guerras y revoluciones, nacionalismo y genocidio, diplomacia, levantamientos populares, aristocracia y la clase media, longue durée y la contingencia, los siglos XIX y XX, Europa y Estados Unidos, así como Asia y el Oriente Medio. Respondiendo a sus críticas, hace varios años, Mayer resumió su propia concepción de la escritura de historia, indicando algunas “reglas” subyacentes en sus obras: contextualización, historicismo, comparación y conceptualización. Fue un autorretrato metodológico interesante, y tomar prestadas estas categorías –y en ocasiones redefinirlas– es una buena manera de “deconstruir” al historiador Arno J. Mayer.
La contextualización es un hilo conductor que recorre todo el corpus de Mayer, desde sus primeros libros dedicados a reinterpretar el nacimiento de la diplomacia del siglo XX – Political Origins of the New Diplomacy 1917-1918 (1959) y Politics and Diplomacy of Peacemaking (1967) – hasta Why Did the Heavens Not Darken?. Consiste en situar un acontecimiento o una idea dentro de su época, dentro de su marco social, entorno intelectual y paisaje mental. Para Mayer, esto es particularmente importante, por ejemplo, cuando se intenta comprender las actitudes de Vladimir Lenin y Woodrow Wilson en vísperas de la Conferencia de Paz de Versalles en 1919, o para explicar el nacimiento del Terror en las revoluciones francesa y rusa, pues evita interpretaciones puramente ideológicas. La contextualización también permite a Mayer ver el Holocausto –al que acertadamente llama judeocidio– como resultado del crisol de la Segunda Guerra Mundial, en medio de la cruzada secularizada nazi contra el bolchevismo, cuando la lucha por conquistar el Lebensraum, la destrucción de la URSS y el exterminio de los judíos se convirtieron en una única guerra apocalíptica.
Contextualizar significa observar el nacimiento de Israel, como lo hizo en Plowshares into Swords: From Zionism to Israel (2008)[El arado y la espada: Del sionismo al Estado de Israel (2010)], como una contingencia histórica condicionada por la situación internacional al final de la Segunda Guerra Mundial, en lugar de celebrarlo en términos teleológicos como la realización de un destino judío. También le permite dilucidar el judeocidio sin caer en una visión “mística” o, en última instancia, oscurantista del exterminio de los judíos como un acontecimiento “trascendiendo” la historia, como hizo el cineasta francés Claude Lanzmann en su documental Shoah (1985) al adoptar como propio un infame aforismo de las SS citado por Primo Levi: Hier ist kein Warum (“Aquí no hay por qué”). Representar la guerra nazi contra la Unión Soviética como una “cruzada” moderna contra el bolchevismo significa inscribirla en la “visión a largo plazo” de la historia al considerar sus antecedentes –la ideología nazi del siglo XX como una guerra religiosa o una teología política secularizada– y en la “segunda Guerra de los Treinta Años” desatada por el colapso del orden europeo del siglo XIX en 1914.
El historicismo es la segunda regla de Mayer. Esto no significa simplemente colocar hechos e ideas en orden cronológico. Incluso si Mayer –para citarlo– es un “historicista que toma muy en serio la diacronía (cronología)”, eso no lo convierte en un historiador neo-rankeano –cuando el significado del pasado simplemente emerge de su cuidadosa reconstitución a través de una extensa investigación de archivos. Si bien su atención tanto a los acontecimientos como a las fuerzas sociales que actúan en el proceso histórico lo excluye de muchas variantes de la historiografía posestructuralista y posmodernista, su concepción de la cronología está, sin embargo, en desacuerdo con un tipo tradicional de historicismo (el Historismus criticado por Walter Benjamin como un tiempo lineal, “homogéneo y vacío”). El historicismo de Mayer, por el contrario, significa periodización, que es el resultado de una interacción compleja –en ocasiones un choque disruptivo– entre tendencias estructurales y contingencias históricas, entre duraciones largas y cortas, entre épocas y acontecimientos. Esto es cierto, de diferentes maneras, para el estallido de la Gran Guerra, el Holocausto y el nacimiento de Israel también.
Según Mayer, cronología significa, ante todo, dar cuenta de la autonomía de los acontecimientos. Todos los acontecimientos históricos tienen sus propias premisas, pero no resultan de una causalidad determinista, porque pueden asumir su propia dinámica, “trascender” sus premisas e incluso cambiar radicalmente el curso de la historia. El terrorismo revolucionario, así como las guerras y los genocidios, deben interpretarse en su contexto; no pueden explicarse en términos puramente teleológicos. Este tipo de historicismo inspira la crítica de Mayer a la visión de Fernand Braudel de la “ longue durée ”: una historia estratificada en la que el movimiento de fuerzas estructurales –demografía, economía, geografía, mentalidades, etc.– reduce los acontecimientos a epifenómenos superficiales e irrelevantes, comparados por el historiador francés a la “espuma” que cubre las olas del océano. A diferencia de Braudel, Mayer subraya que los acontecimientos pueden revertir tendencias estructurales: el Holocausto destruyó un siglo y medio de emancipación judía, cuyos logros parecían irreversibles para muchos observadores al comienzo de la Segunda Guerra Mundial.
La autonomía de los acontecimientos puede ser crucial, pero no es suficiente. El historicismo de Mayer inscribe los acontecimientos –con su carácter disruptivo– en tendencias más amplias, sin diluir las primeras en las segundas, sino más bien considerando ambas en su relación simbiótica. Así, las revoluciones, las guerras y los genocidios se convierten en pasos distintos del proceso histórico, que surgen de sus estructuras y contradicciones, pero que también configuran y transforman sus principales tendencias. En otras palabras, los acontecimientos pueden convertirse en su propia causa inmediata. Toda la obra de Mayer es un intento de aprehender la “crisis general del siglo XX”, una crisis que le parece una moderna Guerra de los Treinta Año, una época con su propio perfil, hecha de acontecimientos cataclísmicos entrelazados. De esta manera, la Primera y la Segunda Guerra Mundial están conectadas entre sí por un “cordón umbilical”; el Terror de la Revolución Rusa, así como el Holocausto, son dos momentos paroxísticos de esta “crisis general”. Este énfasis en vincular los acontecimientos con fenómenos coyunturales más amplios y tendencias estructurales es lo que conecta todos sus libros, desde Persistence of the Old Regime (1981)[La persistencia del Antiguo Régimen (1994)], su retrato de la Europa dinástica, hasta los publicados sobre la diplomacia, el Holocausto y el nacimiento de Israel.
Al asignar un papel crucial a las fuerzas sociales así como a la violencia en la historia –una violencia que surge desde abajo, como Geburtshelferin der Geschichte (“partera de la historia”)– Mayer pertenece a una tradición historiográfica marxista, enriquecida por otras contribuciones sociológicas y políticas, en particular la de Max Weber. Su historicismo, sin embargo, no debe atribuirse a un historicismo marxista clásico como el que inspiró el cuarteto de obras de Hobsbawm sobre los siglos XIX y XX: una vinculación casi lineal de “edades” diferentes y ascendentes de revoluciones, capital, imperios y extremos. Para Mayer, la crisis general del siglo XX fue el resultado de la “persistencia del Antiguo Régimen”, el entorno en el que se crearon y movilizaron las fuerzas de su propia disrupción.
El siglo XIX fue una época de profunda transformación social, con el surgimiento de ciudades, centros industriales, cultura de masas y el ascenso de una burguesía moderna como la fuerza económica más dinámica. Pero estos cambios tuvieron lugar dentro de un mundo que siguió siendo en gran medida rural y que conservó sus instituciones dinásticas. La aristocracia apareció, incluso a los ojos de las nuevas clases dominantes, como un horizonte insuperable que definía costumbres, rituales y comportamientos. El siglo XX nació del colapso de este mundo de estabilidad y tradición. El resultado fue una segunda Guerra de los Treinta Años, e incluso el mundo bipolar posterior a 1945 –no por casualidad llamado “Guerra Fría”– no podía compararse con el “concierto europeo” que gobernó la “Paz de los Cien Años” entre el Congreso de Viena en 1814-15 y el estallido de la Gran Guerra. Rechazando cualquier perspectiva teleológica, algunas obras recientes y aclamadas sobre la historia del siglo XIX –The Birth of the Modern World, 1780-1914 (2004)[El nacimiento del mundo moderno, 1780-1914 (2010)] de C.A. Bayly y The Transformation of the World: A Global History of the Nineteenth Century (2009)[La transformación del mundo (2021)] de Jürgen Osterhammel– confirman la hipótesis de Mayer, con la diferencia que han sido escritos después, no antes del quiebre histórico de 1989.
La tercera regla en la escritura histórica de Mayer es la comparación. Comparar acontecimientos, épocas, contextos e ideas es indispensable para comprenderlos. La comparación requiere precauciones, principalmente la conciencia de la distancia histórica que separa los acontecimientos paralelos, el reconocimiento de que las afinidades no son identidades, que las analogías no pueden transformarse en homologías. Como base de su pensamiento histórico, la comparación adquiere una importancia creciente en las obras de Mayer: rápidamente evocada en sus primeros libros –en los que la Restauración de 1815 es la referencia oculta a su interpretación de la Conferencia de Versalles que tuvo lugar un siglo después– la comparación se convierte en el objeto mismo de The Furies: Violence and Terror in the French and the Russian Revolutions (2000)[Las furias: violencia y terror en las revoluciones francesa y rusa (2014)].
En este tour de force, critica muchas formas de comparación abusadas y de orientación ideológica, como la asimilación de la rebelión de Vendée de 1793 y la colectivización soviética de principios de la década de 1930 al genocidio. Mayer muestra que, a pesar de sus excesos, la guerra de Vendée no debe verse a través del lente de victimarios y víctimas. En cambio, opuso a dos ejércitos enemigos como parte de un choque general entre revolución y contrarrevolución: el objetivo del Terror Jacobino era la contrarrevolución organizada, no un grupo étnico. Podrían hacerse consideraciones similares sobre la colectivización soviética. Contra la mayoría de los enfoques inspirados en las teorías del totalitarismo, Mayer sugiere que la comparación más pertinente del Holodomor –la hambruna inducida por la colectivización forzada de la agricultura en toda la URSS (mucho más allá de Ucrania) entre 1930 y 1933– no es Auschwitz, sino la hambruna irlandesa del década de 1840, una catástrofe que mató a una octava parte de la población de la isla. Ambos fueron el resultado de políticas económicas y sociales, impulsos autoritarios y actitudes de desprecio hacia el campesinado, pero –y esto es crucial– ninguno de ellos fue planeado como genocidio.
La cuarta regla es la conceptualización, no en el sentido de la historia conceptual de Reinhart Koselleck, que intenta captar la transformación de nuestro lenguaje en relación con la de su mundo social subyacente, sino más bien en el sentido de Marx y Weber, quienes consideraban los conceptos como herramientas de análisis. Mayer trata los conceptos como “tipos ideales” útiles para interpretar procesos históricos reales. Mayer se presenta como “un conceptualizador, pero sin dejar de ser un narrador”. No es fácil fusionar conceptualización y narración. El primero ofrece un marco interpretativo, mientras que el segundo muestra la complejidad de las cosas reales, en la medida en que la historia es un proceso vivo que no puede reducirse a abstracciones. Encontrar una síntesis entre la inteligibilidad de los conceptos y lo sabroso de la narración es un desafío importante en la escritura de historia.
En cuanto a la comparación, los libros de Mayer se vuelven cada vez más conceptuales, desde sus primeras obras, que se basan de manera más convencional en abundantes investigaciones de archivos, hasta sus obras posteriores, que se conciben como esfuerzos ambiciosos hacia una interpretación global de los dos últimos siglos de Europa. La primera parte de Las Furias esboza una teoría de la revolución y la contrarrevolución, y la segunda parte compara las dos mayores revoluciones de la modernidad, pero los conceptos que estructuran el libro –(contra)revolución, violencia, venganza, religión y sacralidad– se deducen de la narración de acontecimientos en lugar de aplicarse o proyectarse mecánicamente sobre ellos. El título del libro, tomado del historiador francés del siglo XIX Jules Michelet, se convierte en un concepto metafórico, transformando un Idealtypus weberiano, o tipo ideal, en algo que evoca la “imagen-pensamiento” de Benjamin. En otros libros, Mayer crea nuevos conceptos como “judeocidio” para capturar la singularidad de un acontecimiento histórico, o inventa fórmulas para describir el significado de una época histórica y, en consecuencia, las transforma en metáforas tan sorprendentes como la “persistencia del Antiguo Régimen”. o “arados en espadas”.
Estas reglas no son “leyes” del conocimiento histórico, pero designan una “práctica” –la escritura de la historia– que permanece profundamente arraigada en el presente. Siempre es en su propio tiempo cuando los historiadores intentan reconstruir, pensar e interpretar el pasado, y la escritura de historia no escapa al “uso público del pasado”. Los historiadores deberían ser conscientes de esto y evitar tanto las limitaciones de la contingencia como la ilusión de neutralidad vinculada a una falsa distancia olímpica. Mayer desconocía semejante serenidad cómoda.
La obra de Mayer no es ideológica ni partidista, pero revela un compromiso político. Deconstruir la contrarrevolución en la época de la Guerra Fría; elaborar una interpretación secular del Holocausto en el momento de su conmemoración litúrgica; desmitificar el sionismo, sugiriendo que, sin un cambio radical, Israel no podría ser salvado por la Biblia o por la bomba atómica: estas evaluaciones revelan una postura política. Este compromiso no expresa un a priori ideológico sino que es el resultado de una erudición crítica. Ésta es probablemente la forma más fructífera de superar la discrepancia descrita por el teórico polaco Zygmunt Bauman entre “legisladores” e “intérpretes”, las dos principales formas de intelectuales que hemos conocido en el siglo XX.