¿Qué partido único, para qué y desde dónde? Apuntes para el debate en el Frente Amplio y su proyección

En esta columna, primera de dos partes que tratan de plantear elementos para discutir de forma más concreta la posibilidad de conformar un partido único del Frente Amplio, se propone una lectura del escenario político actual, desde la revuelta de 2019 pasando por el acuerdo de noviembre, la elección presidencial y el proceso constitucional, así como elementos relativos al rol del partido, y al sujeto popular que buscaría representar.

por Felipe Ramírez

Imagen / Cierre de campaña de Gabriel Boric, 16 de diciembre 2021, Santiago, Chile. Fuente.


Desde Bernstein, el oportunismo ha apuntado siempre, de un lado, a describir las estratificaciones económicas objetivas en el seno del proletariado como muy profundas, y de otro, a subrayar la semejanza en la “situación vital” de las diversas capas particulares, proletarias, semiproletarias, pequeñoburguesas, tan fuertemente, que la unidad y la autonomía de la clase desaparecen en esa “diferenciación”. Desde luego, los bolcheviques serán los últimos en descuidar la existencia de tales diferenciaciones. Resta solamente saber qué manera de ser, qué función les corresponde en la totalidad del proceso histórico y social, en qué medida el reconocimiento de esas diferenciaciones conduce a plantear y a tomar medidas (preferentemente) tácticas, o (preferentemente) organizativas”.
Gyorgy Lukács, “Consideraciones metodológicas acerca de la cuestión de la organización”, en “Historia y conciencia de clase”.

 

“El partido debe tener autoridad ante las masas no porque sea el partido, o porque tiene el poder, o porque tiene la fuerza, o porque tiene la facultad para tomar decisiones. El partido debe tener autoridad ante las masas por su trabajo, por su vinculación a esas mismas masas, por su relación con las masas; el partido en las masas, el partido con las masas, pero jamás por encima de las masas”.
Fidel Castro, discurso pronunciado en la Asamblea de Balance de la Provincia de Oriente, junio de 1974, en “Selección de discursos acerca del partido”.

 

“Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”.
Karl Marx, Tesis sobre Feuerbach.

 

Durante las últimas semanas las y los militantes de los partidos políticos del Frente Amplio han visto cómo la posibilidad de conformar una única estructura se ha tomado buena parte de la agenda interna, luego de que el Presidente Gabriel Boric planteara el tema abiertamente en el último aniversario de Convergencia Social, y de que estallara el escándalo de los convenios tras descubrirse el caso de la fundación “Democracia Viva”, conformada por un grupo de ahora ex militantes de Revolución Democrática.

Precisamente este último factor pareciera haber generado una mayor urgencia en algunas personas por acelerar este proceso, jalonado por la decisión del congreso de Convergencia Social de llamar a “construir la máxima unidad política y a construir las condiciones para lograr un partido único en un proceso colectivo, deliberativo, escuchando a cada territorio, a cada militancia, en todas las comunas de Chile”, y la declaración de la Mesa Nacional del FA en la que anunció el inicio de un proceso de “cohesión política, orgánica e ideológica”. Mirando desde fuera, para muchas personas suena de toda lógica que los grupos del FA se unifiquen en una pura estructura: políticamente creen que obedecemos a las mismas ideas, con un grupo dirigente relativamente homogéneo y unido por una serie de experiencias comunes -tanto en el Congreso como antes en el movimiento estudiantil- y socialmente relativamente parecidos.

A ello se suma que se planteado públicamente, por parte de dirigentes de distintos grupos, la necesidad de superar la dispersión de esfuerzos y liderazgo, buscar acuerdos políticos más sólidos para poder sacar adelante la agenda transformadora propuesta, contar con mayor “solidez estratégica” y tener un partido con capacidad de articular mayorías distinguibles. Sin embargo, es poco lo que se ha profundizado realmente respecto al contenido de esas ideas, ni se aborda tampoco la diversidad no sólo identitaria -un tema que suele mirarse como algo accesorio- sino política e incluso ideológica existente, o el peligro de vaciamiento doctrinario que puede vivirse en un movimiento de estas características, sobre todo si pensamos en constituir un partido sólidamente anclado en la izquierda -y no en la ambigua categoría del “progresismo”.

A pesar de las ansiedades y apuros que pueden rodear este debate, resulta fundamental abrir la discusión y desarrollarla con calma y sin apuros, incorporando a la militancia de los distintos partidos y movimientos, y poniendo sobre la mesa las distintas visiones que conviven en el FA. En esa línea, este artículo busca aportar con una propuesta de lectura sobre la situación política actual, así como con algunos elementos relativos al rol de un partido político de izquierda para modificar esa situación, a partir de una interpretación específica de la composición social del país.

 

El escenario actual

A pesar de que el triunfo de Gabriel Boric y Apruebo Dignidad en las elecciones presidenciales fue celebrado con justa razón como la primera vez que la izquierda llegaba al gobierno desde la Unidad Popular -con toda la épica que ello representa, más aún en un período marcado por los 50 años del Golpe de Estado-, lo cierto es que este ciclo político corto ha estado marcado por una seguidilla de derrotas electorales y políticas que han revertido la correlación de fuerzas en el país, pasando desde un escenario de avance transformador e impugnación del neoliberalismo tras la revuelta de 2019, a una fuerte contraofensiva reaccionaria y conservadora.

Podríamos decir, tomando prestada la nomenclatura que aplicábamos en Izquierda Libertaria[i] en su minuto -y que es el marco de análisis que puedo aplicar ya que Convergencia Social no cuenta con herramientas de análisis similares que puedan cumplir dicho rol-, que en 2019 pasamos de una situación de “ruptura democrática” entendida como el lento rearme del campo popular desde los primeros años 2000 a punta de sucesivas movilizaciones sociales -estudiantiles, sindicales, territoriales, medioambientales, feministas- con el norte de superar el neoliberalismo como régimen social representado institucionalmente por la Constitución de 1980 y sus cerrojos autoritarios, a una de “confrontación democrática”, comprendida como la concreción de dicha impugnación en la revuelta social y la posterior apertura del proceso constituyente.

Sin embargo, a pesar de los años de trabajo político y social desarrollado y los análisis y lecturas realizados, llegado el momento “de la verdad” en la izquierda no se contaba con la fuerza política ni las herramientas orgánicas para llevar esa impugnación a una transformación del régimen político del país, por lo que esa segunda etapa, por definición efímera y de un equilibrio precario entre las  fuerzas sociales y políticas en pugna, terminó por decantarse en una arremetida conservadora merced a la derrota sufrida en la primera fase del proceso constitucional, haciéndonos retroceder a una situación de “resistencia”. En otras palabras, ante la progresiva derrota en el proceso político tras la revuelta y la llegada al gobierno, va surgiendo la necesidad de al menos resguardar lo acumulado frente una correlación de fuerzas desfavorable, buscando formas de contener al conservadurismo en el debate constitucional, establecer prioridades estratégicas en las reformas a impulsar desde el gobierno, y generar un diseño para fortalecer la inserción en los territorios y organizaciones sociales, combinando la próxima elección municipal con el reforzamiento de la inserción en el mundo social.

¿En qué consistió este proceso de reversión en la correlación de fuerzas? ¿era el actual resultado el único posible? ¿cómo pudimos pasar de las jornadas del “octubre chileno” de 2019 al actual escenario de avance del Partido Republicano, máximo exponente de la élite y la oligarquía? Son numerosas las preguntas que surgen en la izquierda en la actualidad, ya que a pesar de ser gobierno no hemos sufrido sólo derrotas electorales: el Ejecutivo está constantemente bajo asedio enfrentando duras trabas desde la derecha e incluso parlamentarios de la “centroizquierda” para desplegar su agenda, y existe una creciente parálisis de las fuerzas sociales que apoyan, sino al gobierno, al menos su programa, sin que existan hasta el momento acciones de masas defendiendo las transformaciones que permitan hacer contrapeso a la labor de zapa de la derecha y al callejón sin salida que es actualmente el Parlamento.

A ello se suma que el escenario electoral se transformó radicalmente tras la incorporación del voto obligatorio luego del acuerdo de noviembre de 2019, con 5 millones más de personas en el padrón con un comportamiento que ha tendido a reforzar a la extrema derecha, si bien no con un abierto compromiso de características ideológicas, si con un apoyo que se ha mantenido en el tiempo de forma estable en dos oportunidades. A pesar de la derrota en segunda vuelta, la derecha y sobre todo su sector más extremista ha sido capaz de maniobrar de tal forma, que ha podido atraer el apoyo de esas franjas de nuevos electores en apoyo a su esfuerzo por frenar o incluso revertir el impulso transformador. Su objetivo es claro: tratar de salvaguardar los elementos centrales del neoliberalismo, pero ajustándolos al nuevo contexto mundial, con un nuevo texto constitucional que combine una agenda reaccionaria y conservadora y una respuesta a las necesidades de las distintas facciones del gran empresariado nacional, en contraposición a los intereses de la mayoría trabajadora.

Esa nueva realidad fuerza a la izquierda a buscar nuevos mecanismos y herramientas para intentar llegar a aquellos segmentos de la población que durante las últimas décadas sistemáticamente se habían situado por fuera del debate y la acción política (por la razón que fuera), en todos los niveles -electoral y social-, pero que hoy están obligados a participar al menos en el primero. Ante ello, por supuesto que suena atractiva la idea de conformar un gran partido desde los movimientos y partidos del Frente Amplio, que le dé más solidez al gobierno -o a la apuesta que lo vaya a suceder en las próximas elecciones de 2025- y permita tratar de contrarrestar las derrotas electorales iniciadas con la parlamentaria y la primera vuelta presidencial de 2021, pasando por el plebiscito de salida del 4 de septiembre de 2022 y terminando en la reciente elección al Consejo Constitucional, donde se instaló como gran triunfante Republicanos.

Sin embargo, el objetivo de lograr mejores resultados electorales -y en ese marco, “frenar a la extrema derecha”- no se alcanza con el mero rejunte de siglas y activistas en un mismo espacio orgánico, más bien eso sería un primer paso para poder intentarlo, requiriéndose además al menos una revisión de la política que nos llevó a esta situación en primer lugar, y realizar los ajustes necesarios para enfrentar y superar dichos problemas, de manera de construir un partido y una propuesta acorde a los desafíos concretos que toca enfrentar. De lo contrario, la maniobra no sería más que una “huida hacia adelante”, un espejismo que escondería detrás de un nuevo nombre las debilidades y los errores sin corregirlos, ahondando la crisis e impidiendo que podamos revertir el escenario político general. En ese sentido, el riesgo de que una decisión sustentada únicamente en criterios electorales caiga en el mero oportunismo es alta.

Por lo mismo, y retomando las categorías planteadas antes, hay que preguntarnos ¿cómo pasamos desde la acumulación de fuerzas y la impugnación al neoliberalismo, a la actual ofensiva reaccionaria? ¿desde las movilizaciones de masas y la huelga general de octubre y noviembre de 2019 a la avalancha republicana en el Consejo Constitucional?

No es este el espacio para realizar una revisión pormenorizada de las dos décadas de acumulación de fuerzas sociales y políticas que constituyeron la fase de “Ruptura Democrática”, digamos solamente que las experiencias de luchas sociales permitieron conformar un acumulado militante que en gran medida dio vida a nuevos referentes políticos que hoy conforman el Frente Amplio, mientras iban resquebrajando la legitimidad del pacto social de la transición y el carácter omnipotente de la Constitución de 1980, incapaz de dar respuesta al agotamiento del modelo neoliberal -en crisis en Chile y a nivel internacional-, ni de entregar alternativas para canalizar el descontento, al no existir margen para su modificación “desde adentro”[ii]. Ello se expresó en un callejón sin salida política institucional, que dio paso a la revuelta social de 2019, hito que abre una nueva fase, con una correlación de fuerzas que permite la impugnación antineoliberal y la apertura del primer proceso constituyente y el triunfo en el primer plebiscito del Apruebo. Es lo que denominábamos antes la “Confrontación democrática”: la pugna por ampliar la democracia estableciendo las bases de un nuevo modelo de desarrollo más allá del neoliberalismo en la Convención Constitucional. El resultado, sin embargo, fue una amarga derrota. ¿Por qué sucedió esto?

Una hipótesis que me atrevo a adelantar es que un hito clave en el devenir de todo este proceso está en el acuerdo del 15 de noviembre, no tanto debido al acuerdo en si mismo -descarto en ese sentido la mitología que habla de una “revolución” traicionada, que habría podido alzarse victoriosa si no hubiera sido por dicha situación externa- sino a las lógicas y formas bajo las cuales se establece el acuerdo -marginando al componente social y aislando la política en la esfera institucional-, y por ende, a la renuncia en ese minuto, por parte de los partidos de la izquierda, a la posibilidad de fortalecer espacios de centralización y dirección que permitieran cristalizar la fuerza social desplegada de forma desarticulada en las semanas precedentes en una forma orgánica más sólida.

Por el contrario, al resituar el debate político exclusivamente en el congreso, los partidos asumieron un liderazgo meramente institucional y simbólico, ajeno a las masas y a la experiencia política que habían acumulado desde el 18 de octubre, desechando la aspiración a constituir de una vanguardia, entendida como un liderazgo colectivo que combinara lo político y lo social en una  relación mutua que dotara de dirección política al campo popular en el momento de la crisis -lejos por ende, de la degeneración caricaturesca de la vanguardia estalinista de un supuesto “Estado mayor” que “dirige” y un movimiento de masas que “obedece”.

Si bien profundizaré en una segunda parte respecto al carácter del partido a constituir, quiero recuperar una idea que me parece fundamental remarcar cuando analizamos esta coyuntura en específico, y es que cuando la realidad nos puso frente a una situación clave en la lucha de clases en el país, olvidamos un elemento central respecto al papel de los partidos, y es que éstos no son sólo herramientas electorales para la disputa institucional, esa es sólo una parte de su despliegue, ni son tampoco un mero “portador” de ideas, sino que por el contrario, son la pieza clave de la estrategia revolucionaria -o transformadora, si se prefiere-. Recurro a una cita que me parece clarísima al respecto:

Quien dice estrategia, dice decisión e iniciativa, por consiguiente proyecto, implantación, relaciones de fuerzas. Quien dice estrategia dice también batalla, y las batallas son momentos en los que el tiempo cuenta el doble, el triple, en los que el desenlace depende de las capacidades de decisión de los protagonistas. Ciertamente, en una revolución social las masas pasan a la acción. No se trata entonces de una maniobra de un Estado mayor. El partido no decide solo, ni arbitrariamente.(…) Lo que permite entonces decidir y actuar, no es únicamente la acumulación de fuerzas y la educación del partido, es el tipo de lazo que se ha tejido entre el partido y el movimiento de masas, la autoridad política y moral conquistada: que hace que pueda ser seguido y comprendido más allá de sus propias filas”. (Daniel Bensaid, en “Estrategia y partido”)

Esta idea, clave para imaginar el partido y sus tareas, se aplica no sólo para momentos de “ofensiva”, sino también en los momentos que requieran ajustes, priorizaciones o incluso retrocesos. Por lo mismo, el argumento que planteo no parte desde una negación “extremista” del acuerdo ni de los hechos que marcaron los meses de octubre-noviembre de 2019, sino de un intento por comprender el devenir de una de las mayores crisis políticas impugnadas, al actual auge reaccionario.

En esa línea, un planteamiento que centrara la concreción del acuerdo como instancia que permitiera dar salida transformadora a la crisis política -de hegemonía incluso- que se daba en ese momento, pero no centrándola desde la izquierda en la pura institucionalidad, sino aprovechando los incipientes espacios de centralización al calor de la lucha tanto en Unidad Social como específicamente en su Bloque Sindical, que había demostrado el 12 de noviembre una amplia capacidad de liderazgo aunque fuera moral, habría permitido cumplir dos objetivos: por un lado, constituir un espacio que articulara los partidos de izquierda -con su militancia desplegada en los espacios de masas pero también sus dirigencias políticas e institucionales- con las organizaciones de masas, buscando fortalecer la organicidad de una revuelta profundamente inorgánica, y también como espacio de sistematización política de los debates y discusiones que se daban al calor de la disputa constitucional en las organizaciones de masas.

Quienes hoy miran con duda e incredulidad la mera posibilidad de movilizaciones desde las organizaciones sociales olvidan que paralelo a las manifestaciones y las negociaciones se desarrolló un profundo proceso de discusión, debate, elaboración y acuerdo en numerosos espacios: sindicatos y organizaciones de todo tipo, en un embrión de una perspectiva transformadora que lamentablemente no encontró luego expresión política. De hecho, haber contado con esta alternativa orgánica y política -esta unidad entre partidos y movimientos de masas- habría podido servir de dique de contención ante posturas mucho más inorgánicas que tuvieron luego su auge en la primera Convención, de la mano precisamente del vacío y la desorientación generada por el acuerdo y sus efectos, como fue la Lista del Pueblo.

Lo que ocurrió después es por todos conocidos: la movilización social decayó rápidamente en un fuerte reflujo, transformándose con el paso de los meses el impulso de la revuelta en una repetición ritual de protestas cada vez más aisladas en Plaza Italia, con la consolidación de sensibilidades particulares y sectoriales en vez de perspectivas totalizantes -o de clase- para anclar el debate constitucional. El desorden y la retirada parcial dio pie a la derrota de Apruebo Dignidad en la primera vuelta y la parlamentaria, a maximalismos desarticulados, y a la durísima derrota del 4 de septiembre en el Plebiscito Constitucional de salida, seguida de la avalancha republicana en el nuevo Consejo Constitucional.

Es cierto que la pandemia tuvo un papel en el reflujo: no cabe duda que la imposibilidad de reunirse y las restricciones a la movilidad impactaron en la posibilidad de mantener el nivel de agitación social, pero ese contexto también permitió un amplio despliegue de iniciativas de base que permitieron a las masas enfrentar los momentos más duros de la crisis, antes de que la derecha se viera forzada a implementar los retiros de fondos previsionales y el IFE. Ollas comunes, cooperativas de consumo, iniciativas de “comprando juntos” se activaron por doquier, y sindicatos, juntas de vecinos y otras organizaciones formales cumplieron un rol clave como apoyo a las familias trabajadoras en momentos en que no había acceso a recursos básicos como alimentación. En la izquierda, sin embargo, no fuimos capaces de cruzar y proyectar el espíritu de activa organización popular con la crítica a la negligencia criminal del gobierno de Piñera ante la emergencia sanitaria.

Ahora bien, esta cronología tiene un matiz relevante: tras el acuerdo del 15 de noviembre bo todo fueron derrotas, al contrario. El impulso transformador entregó una importante victoria en el plebiscito de entrada del proceso constituyente, y también una mayoría transformadora -aunque muy condicionada por lo desarticulada de esa mayoría y la ausencia de coherencia programática, lo que se pagaría muy caro- en la primera Convención Constitucional. Y si bien la primera vuelta presidencial y las parlamentarias fueron una dura derrota, ello fue atemperado por la masiva respuesta defensiva e instintiva en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, en que ante la posibilidad de un triunfo de José Antonio Kast se logró una amplia unidad “antifascista” en las urnas, que se reflejó en un aumento de la participación electoral que permitió vencer en segunda vuelta y llegar a la Presidencia con nuestro compañero Gabriel Boric. Al voto duro de AD se le sumó no sólo el voto de la antigua centroizquierda que había votado por Yasna Provoste o MEO, sino también muchísimas personas que no habían votado en segunda vuelta, pero si en el primer plebiscito y eran por ende, un voto transformador.

Por lo tanto, logrado el triunfo, se presentaba el desafío de generar un proyecto transformador que recogiera la correlación de fuerzas parlamentaria -con la izquierda en minoría- y representara políticamente a ese apoyo amplio y heterogéneo conseguido en segunda vuelta, por lo que se requería un difícil ejercicio de equilibrio que permitiera establecer prioridades en el programa, y al mismo tiempo fidelizar las distintas bases sociales de apoyo. Sin embargo, la actualidad nos muestra un gobierno condicionado por las tensiones entre las coaliciones oficialistas, con una base social disgregada y desorientada, y en buena medida desmovilizada, que ha debido además encajar varias derrotas en este año y medio.

 

¿Un partido para quiénes?

Planteada la propuesta de lectura sobre el escenario político, paso entonces a discutir a quiénes podría buscar representar el eventual partido del Frente Amplio, como expresión política que busca construir una alternativa socialista que transforme Chile. En el fondo, me parece relevante revisar cómo leemos la realidad social de nuestro país de manera de anclar al Partido con una Línea Política que debería orientar, tanto a la militancia de base, como a quienes trabajen en el Estado en sus diferentes niveles, o que cumplan roles de liderazgo en cargos de representación popular en un marco coherente.

Es cierto que la discusión sobre el “sujeto” tiene larga data en la (“nueva”)  izquierda y la academia, y también al interior de los movimientos que en su minuto dieron vida a Convergencia Social, pero parecieran haber tenido poca proyección al interior de los partidos del FA una vez constituidos, existiendo pocas posiciones oficiales al respecto. Sin embargo, algunos elementos se han planteado sobre todo en discursos de algunos de los dirigentes de CS, por ejemplo el diputado Diego Ibañez afirmó en una entrevista en Radio Infinita que en su opinión las “identidades colectivas” habrían desaparecido a partir de la fragmentación de la sociedad, en buena medida tras la implantación del neoliberalismo en los 70-80, existiendo en la actualidad segmentos sociales más pequeños, por lo que se buscaría representar más bien a quienes sienten un “malestar transversal” con la situación del país, las injusticias, la corrupción, entre otros males, lectura similar a otras en que categorías como “la clase trabajadora” no tendría un papel central, o se ubicaría en el mismo rango que otras apelaciones a diferentes segmentos sociales.

Esto tiene importancia porque, como comentaba previamente, en 2019 la incapacidad de la izquierda de conformar un espacio de dirección centralizada a partir de la revuelta que aunara los partidos y organizaciones de masas, dio pie a la fragmentación y el auge de visiones sectoriales y parciales aunque radicalizadas en el proceso constituyente, sin que proyectaran una visión coherente de sociedad. Su contraparte radica en la visión que, mediante la renuncia a la perspectiva de clase, ancla la propuesta transformadora en una visión “antineoliberal” que aúna desde su abstracción, distintas “sensibilidades” sin una perspectiva que las reúna coherentemente, y que debido a un vacío estratégico, centra la política de manera exclusiva en la institucionalidad como palanca central de cambio, disminuyendo el papel de las masas y sus organizaciones. La “clase en general” -y la clase trabajadora en particular- dejaría de ser una categoría útil debido a la diversificación social introducida por el neoliberalismo, en un giro análogo al vivido por las izquierdas del mundo occidental (europeas y estadounidenses) cuando adoptaron enfoques “identitarios”, con la salvedad de que si para la Concertación el eje lo representó la “clase media” en una enorme amplitud, para este sector de la izquierda estaría en el conjunto de segmentos sociales golpeados por el modelo.

A diferencia de la lectura de esos compañeros/as, me parece que el anclaje de clase sigue siendo central para comprender la sociedad chilena y los efectos concretos que el neoliberalismo tiene sobre la población, pero sin caer en caricaturas y simplificaciones extremas -que en gran medida nunca han existido-. Por el contrario, la diversidad en la clase trabajadora siempre ha existido -de ahí la cita de Lukács que abre este texto, recordando las luchas de Lenin y los bolcheviques contra Bernstein y el reformismo en la 2a Internacional-, existió también durante las décadas de la guerra fría ya fuera en el mundo capitalista como en el socialista, y por supuesto existe hoy, bajo otras circunstancias y condiciones. Es por eso que precisamente la unificación social y política de la clase es un objetivo estratégico para la izquierda constituida en partido(s).

En ese sentido, creo que resulta de gran ayuda incorporar la idea de “bloques sociales” elaborada por Erik O. Wright, incluyendo las categorías de “clases en transición” (pequeños propietarios y pymes, profesionales autónomos) y “en los márgenes” (trabajadores temporales o informales, desempleados crónicos, grupos marginados o minorías) que complejizan el análisis y nos entregan un marco de análisis que nos permite acercarnos desde una perspectiva de clase a la actual sociedad chilena, tomando en consideración las transformaciones de las últimas décadas en la estructura social.

Al respecto, cito una columna publicada en esta misma revista en julio de 2020 precisamente sobre el tema de las clases sociales:

“Desde esta perspectiva se sostiene que las clases sociales surgen cuando existe una desigualdad en la posesión de bienes de producción tales como medios de producción, autoridad (es decir, capacidad para controlar el trabajo de otros) y cualificaciones (o conocimiento “experto” sobre el proceso productivo). Quienes poseen estos bienes de producción pueden explotar a quienes no lo tienen. Por ejemplo, los empresarios (quienes controlan medios de producción) o los gerentes (que no son propietarios, pero sí tienen altos niveles de autoridad y, por lo tanto, controlan el proceso productivo) pueden explotar a quienes no poseen medios de producción ni autoridad—la clase trabajadora. Esto hace que los explotadores sean los “privilegiados” del sistema capitalista. Ellos no sólo tienen mayor nivel de bienestar económico que la clase trabajadora, sino que, en su condición de explotadores, también tienen un poder económico que les permite apropiarse del excedente producido por la clase trabajadora” (Wright 1992: 34-35).

Entender las clases de esta manera tiene una consecuencia central para quienes sostenemos políticas de izquierda: la clase no sólo denota diferencias de recursos económicos, sino que también—al estar basada en relaciones de explotación—la existencia de intereses materiales antagónicos entre explotadores y explotados.[iii]

Fue precisamente la existencia de esos intereses antagónicos lo que hizo erupción en la revuelta de 2019, que sintetizó el conjunto de luchas sociales que sucesivamente se habían desarrollado en la década y media anterior: las masivas luchas feministas, las huelgas y paros sindicales -incluyendo las masivas protestas contra las AFP-, las manifestaciones estudiantiles, medioambientales, etc, y que situó una clara diferenciación entre los bandos en conflicto, donde las categorías sociales intermedias “tomaron posición” mientras la “clase” tomaba el liderazgo en la calle (esta idea la desarrollé el mismo 19 de octubre en una columna publicada también en Revista Rosa[iv]).

Cabe entonces al nuevo partido elaborar una política que permita identificar los intereses de esas distintas categorías sociales y el papel que pueden llegar a cumplir en un proceso transformador:  cómo encajan en la construcción de un proyecto político socialista desde sus condiciones materiales -en tanto trabajadores asalariados, profesionales precarizados, pymes, emprendedores, informales, desempleados- y de qué manera nuestra militancia los incorpora al mismo. Pero para ello, el partido surgido de este proceso de unificación requeriría si o si un giro, poniendo mayor énfasis en el trabajo de base que realiza el Frente Amplio en los distintos espacios de trabajo y militancia que deben hacerse cargo de las tareas recién mencionadas, de manera de contar no sólo con mayor espalda electoral, sino también y fundamentalmente, con una nueva legitimidad social y también capacidad de lucha política y de masas en contextos en que la institucionalidad y en particular el Congreso se encuentra en “empate” entre la izquierda y la centroizquierda por un lado, y la derecha y la extrema derecha por el otro.

De hecho, si en un aspecto la debilidad popular de la izquierda se ha notado -y no sólo del FA sino en general de todo Apruebo Dignidad- es en la nula movilización popular en apoyo del gobierno durante este año y medio de administración, a pesar de lo brutal del asedio de la derecha y lo virulento de los ataques en contra de los intereses de las masas populares, llegando al punto de oponerse a la reforma tributaria o al alza del sueldo mínimo de forma totalmente impune, sin ningún costo, ya que fuera de la discusión parlamentaria -que pareciera importarle muy poco al país-, la política no se expresa en disputa real para la gente.

Es cierto, en ese sentido, que hay un fuerte reflujo social, es algo reconocido en este mismo artículo, sin embargo ello no es más que un dato de la causa. Tal como afirma la cita de Marx al comienzo de este texto y lo dicho sobre el rol del partido, el desafío consiste precisamente en generar un Partido capaz de transformar esa realidad, no sólo de observarla, y para ello no basta la institucionalidad. En una segunda columna profundizaré de manera más concreta respecto a qué tipo de partido podemos buscar construir, y de qué manera nos podemos hacer cargo de las deudas que como Frente Amplio tenemos en cuanto a nuestro programa de cara a los próximos años.

 

Notas

[i] Aludo aquí a la “primera” Izquierda Libertaria, fundada en junio de 2016 a partir de la confluencia de la Organización Comunista Libertaria, el Frente de Estudiantes Libertarios, la muralista UMLEM y otros espacios representantes de la tradición comunista libertaria.

[ii] Era lo que en su minuto se expresaba bajo la consigna “El modelo no cederá: a construir Poder Popular”, bajo el entendido de que la Constitución de 1980 sólo era posible de ser reemplazada mediante la lucha política.

[iii] “La izquierda y las clases sociales en Chile: ¿Problema superado?”, Pablo Pérez, Felipe Ramírez. https://www.revistarosa.cl/2020/07/20/la-izquierda-y-las-clases-sociales-en-chile-problema-superado/

[iv] “Evasión en el metro ¡Es la lucha de clases, estúpido”, Felipe Ramírez. https://www.revistarosa.cl/2019/10/19/evasion-en-el-metro-es-la-lucha-de-clases-estupido/

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Activista sindical, militante de Convergencia Social, e integrante del Comité Editorial de Revista ROSA. Periodista especialista en temas internacionales, y miembro del Grupo de Estudio sobre Seguridad, Defensa y RR.II. (GESDRI).

Un Comentario

  1. Muchas gracias Felipe por tus palabras. Siempre un agrado leerte. La lucha ideológica sigue siendo contra la idea de “multitud” dispersa y sin dirección. Y una izquierda anclada únicamente en las luchas de reconocimiento. La propuesta sigue siendo la construcción de la clase trabajadora con sentido histórico y como expresión de un sujeto múltiple, pero orgánicamente susceptible de dirección política.

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