La renuncia a la alternativa: Antes que la corrupción, la bancarrota ideológica

⁸La izquierda local en cualquiera de sus versiones, desde la ultra radical hasta el progresismo más blando, no ha producido una alternativa a la subsidiariedad. No se ha avanzado más allá de construir organismos privados destinados a capturar fondos estatales para misiones de urgencia social. Para peor, han asumido la tarea de Guzmán y Pinochet como propia, y así han construido su propia maquinaria de organismos privados que deshuesan fondos estatales para “mejorar la vida de las personas”. La diferencia con la derecha se reducía a un asunto de “más verdadera caridad” y de “mayor probidad”. Y esa superiodidad moral hoy se reduce a una mueca triste.

por Luis Thielemann H.

Imagen / Protestas en Chile, 2019, Santiago, Chile. Fotografía de Carlos Figueroa.


Jaime Guzmán, en 1969, criticaba la forma y alcance que la expansión de las instituciones estatales habían adquirido hacia finales de la administración democratacristiana de Eduardo Frei Montalva. Al histórico ideólogo del maridaje de capitalismo salvaje y conservadurismo, que prima en Chile desde la Dictadura, le parecía que “el Estado ha ido invadiendo y controlando progresivamente los más variados campos de la actividad nacional”[1] y que aquello era ceder ante una función “rectora”, la naturaleza del Estado, o sea “su función de coordinación y subsidio”. En una de las muchas veces que debió defender ese concepto -subsidiariedad- como declarado paradigma basal de la Constitución de 1980, lo definió en 1981 como “aquél en virtud del cual ninguna sociedad puede asumir funciones que otras agrupaciones menores pueden desarrollar adecuadamente”, y para aclarar de inmediato que por “agrupaciones menores” entendía empresas privadas, indicó “menos aún puede hacerlo respecto de tareas que los particulares están en condiciones de emprender en forma individual”. Guzmán nunca fue ambiguo en sus definiciones. La incoherencia de su modelo era materialista: debía conjugar liberalismo económico a rajatabla pero con un poderoso brazo armado del Estado (consideraba exclusivas del Estado las tareas “de la defensa nacional, de la policía, de la administración de justicia, de las relaciones exteriores y (…) una serie de actividades que por su naturaleza nunca podrían ser asumidas por un grupo de particulares”). Por ejemplo, en 1991, con el modelo ya afianzado y siendo hegemónico, incluso entre la Concertación recién asumida en el Gobierno, se indicó fuerte y claro que “Un Estado subsidiario disminuye su tamaño y orienta su función redistributiva a superar la pobreza –y no a una utópica igualdad– como instrumento de efectiva justicia social. Se restituye a cada persona la libertad real para decidir su destino, liberalizando o privatizando –según sea el caso- el mayor margen posible de ámbitos como la educación, el mercado laboral, el sindicalismo, la seguridad social, la salud y la tarea empresarial”[2]. Los organismos como “Democracia Viva” son forma y agencia de esa idea de Estado.

 

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Este paradigma se expandió como un verdadero catecismo de toda la política posible de las últimas décadas. Claro que en la práctica las cosas dejan de ser abstracciones y pasan a ser historias conocidas. Casi todo lo que existe en el campo de “lo público” en Chile está atravesado por ese paradigma y hay ejemplos para observar a todo nivel. Desde el transporte colectivo hasta los servicios de salud, desde las pensiones hasta la seguridad, desde la pequeña oficina municipal al poderoso ministerio nacional. En general, ha sido un imbunche, retórico más que teórico, para defender un Estado orientado a la violencia represiva que sostiene los negocios y a financiar vía subsidios a instituciones privadas que hacen “caridad” de forma explícita o compleja. Dentro de las máximas expresiones de la forma histórica y concreta de la subsidiariedad, están, a modo de ejemplo, el Crédito con Aval del Estado o Transantiago, dos negocios brutales, ineficientes y cuya ganancia viene de un subsidio que, finalmente, le sale más caro al Estado en caso de que este financiara el sistema universitario y el transporte público.

Dentro de las expresiones menos notorias de la subsidiariedad, está la asignación de la ejecución de políticas públicas a organizaciones privadas, tengan o no fines de lucro. Y es que “un Estado subsidiario disminuye su tamaño” cerrando viejas oficinas de asistencia social y abriendo fondos para que ONG, Fundaciones y otros engendros neoliberales, realicen labores de asistencia social. Allí caben desde las fundaciones privadas que administran centros del viejo SENAME, hasta aquellas que realizan talleres de prevención de drogas, por supuesto, instituciones privadas que intervienen en campamentos y poblaciones precarias como “Democracia Viva”. Allí también funciona el imbunche retórico de Guzmán: resulta mucho más beneficioso para un privado producir una Fundación que obtenga dineros estatales, y decida con discrecionalidad qué hacer con esos fondos públicos que tratar de reformar el pesado Estado o intentar ejecutar esa tarea respetando los engorrosos procedimientos fiscales. Pero, especialmente, lo tentador está en ganar dinero estatal sin pagar los costos que pagan los políticos cuando lo hacen, sin tener que dar explicaciones a la ciudadanía ni mendigar sus votos. También para quienes quieren el glamour de vivir como académicos o especialistas y cobrar sueldos afines, pero sin pasar por los procesos de graduación y selección que le son consustanciales a las prácticas de investigación universitarias. En el fondo, la subsidiariedad es la descomposición de lo público en un complejo aparato de saqueo de recursos estatales para la ganancia privada que, como consecuencia secundaria, tiene la realización de políticas sociales. Da lo mismo si eso lo hace un gran empresario o un profesional asalariado, el mecanismo es exactamente el mismo. Y lo que se concluye, con una sobreideologización bien pagada, es lo mismo en ambas clases. El único régimen de lo público posible es el de provisión privada, o más simple todavía, la única sociedad posible es el mercado, el único Estado posible es la policía. Por supuesto, eso es la ultraderecha.

 

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La izquierda local en cualquiera de sus versiones, desde la ultra radical hasta el progresismo más blando, no ha producido una alternativa a la subsidiariedad. Lejos de las críticas muy elaboradas que se le hicieron en distintos momentos, la práctica concreta de las distintas izquierdas en las instituciones públicas ha sido replicar la subsidiareidad. No se ha avanzado más allá de construir organismos privados destinados a capturar fondos estatales para misiones de urgencia social. Para peor, han asumido la tarea de Guzmán y Pinochet como propia, y así han construido su propia maquinaria de organismos privados que deshuesan fondos estatales para “mejorar la vida de las personas”. También se han tragado acríticamente la historia de la lenta burocracia estatal que debe ser reemplazada por la eficiente y veloz empresa privada; pero con “consciencia social”. La diferencia con la derecha se reducía a un asunto de “más verdadera caridad” y de “mayor probidad”. Y esa superiodidad moral hoy se reduce a una mueca triste.

Se produce así una paradoja, lo que se considera bueno para cuidar los dineros estatales y evitar la corrupción es destinar el dinero a la administración privada, el Estado es considerado un lastre a la hora de ejecutar esos recursos. Nadie piensa en lo más obvio: reformar el Estado para hacerlo más eficiente. La renuncia es estremecedora. La paradoja ilumina la hegemonía ideológica de la subsidiareidad en las filas de la izquierda chilena: ninguna de las estridentes autocríticas a partir del escándalo de platas en el Ministerio de Vivienda le parece aquello el origen del problema.

El caso de “Democracia Viva”, para quienes habitamos este mundillo llamado “la izquierda chilena”,  lamentablemente es el último capítulo de una tendencia iniciada hace casi una década: la tentación subsidiaria ante la levedad ideológica, la impotencia política y la desconfianza en lo popular. Una especie de minimalismo reformista era lo que se ocultó detrás la estridencia moralista con que fue naciendo la nueva izquierda del siglo XXI, bajo la hoy deslucida consigna de “las manos limpias”.

 

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Si bien hoy todo parece un desnudo afán por simplemente rapiñar los fabulosos presupuestos fiscales, no siempre fue así de explícito. Es posible indicar que probablemente ese objetivo no estuvo siempre al centro. Sobre todo para quienes conocen de cerca el proceso de construcción de los partidos de la nueva izquierda, especialmente los del Frente Amplio, es claro que es gente que no siempre fue “mala”, sino fruto de un proceso de corrupción ideológica que corrió libre sin que nadie lo advirtiese con la suficiente fuerza como para no ser liquidado en la tormenta de crisis, rupturas y creación de organizaciones que fue la década pasada.

En ese proceso, la nueva izquierda se desprendió de dos elementos de su cultura política. Primero, estuvo la renuncia a la crítica cultural e ideológica profunda a la Dictadura y su continuidad en la Transición. Eso hace que hoy pareciera que la corrupción es simplemente el dolo con recursos fiscales y no hacer política y Gobierno con los medios y fines del enemigo. Se abandonó así la pregunta fundamental de la izquierda chilena, y que en décadas pasadas copó casi todas sus fuerzas intelectuales: ¿cómo convertir Chile en un país más justo y democrático –ni siquiera el socialismo– si los medios institucionales están destinados en su totalidad a servir a la reproducción del orden capitalista salvaje y sus clases propietarias?. El segundo abandono fue olvidar que la tarea de la izquierda es política y no solamente administrativa. Es decir, es de conflicto y lucha en las instituciones y no solo mantener su correcto funcionamiento. Esta tarea era enfrentarse a la derecha con todo, tal y como ella lo hace (recordemos que la derecha es la única fuerza política que en Chile realmente ha practicado la lucha armada para conquistar el poder). La tarea política de disputa del poder era transformar los medios institucionales para conseguir otros fines en la sociedad, y no simplemente darle otro “tono moral” –las manos limpias y la eficiencia– a los mismos viejos medios diseñados por la Dictadura y bajo las ideas de Guzmán descritas más arriba.

Es majadero reiterarlo, pero cuando la izquierda pone fundaciones privadas a realizar tareas públicas con sus militantes ganando dinero por esa vía renuncia al conflicto político secular y a la crítica cultural de fondo contra el orden neoliberal. ¿Cómo se perdieron esos elementos? Tal vez nunca los tuvo, y simplemente no quiso heredarlos de la vieja cultura de izquierda. Tal vez, y es lo que más creo, son cosas que se perdieron en 1973 y parte de la derrota, a modo de trauma que disciplina y somete, es que ni siquiera nos atrevemos a nombrarlos como urgencia. ¿Por qué no? La respuesta es siempre que no porque la dificultad, porque es costoso, porque demora mucho tiempo. Es decir, la respuesta es siempre renunciar a lo que diferencia el pensar y construir la izquierda como una alternativa histórica ante un mundo equivocado, a construirla como una simple opinión sobre una realidad más o menos inmodificable, o, como hemos dicho, una simple versión más piadosa de la subsidiareidad.

 

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Estas dos renuncias a la política como conflicto y a construir una propuesta alternativa integral al orden neoliberal empezaron a ocurrir en paralelo a la fundación de los partidos del Frente Amplio. La renuncia estuvo siempre ahí de forma accesoria, sin embargo en el presente de la derrota (cuyas razones deben ser objeto de un análisis mayor) se volvió un factor central. En el período en que los partidos del FA empezaron a construirse (2012) y hasta la primera actuación nacional del bloque (2017) en todos los espacios orgánicos se crearon fundaciones como copia de los Think-Tank que tenía la política tradicional. Casi todos operaban saltándose a las instancias intermedias de los nuevos partidos, se saltaban a sus bases y sus organismos de resolución e incidían de inmediato en la dirección política. En todos los partidos operaba la Friedrich Ebert Stiftung, la fundación de la socialdemocracia alemana y la Heinrich Böll, de los verdes de ese país. Estas fundaciones operaban con bolsones de dinero –a los que se postula con proyectos “sociales”, tal y como lo hizo Democracia Viva– orientando o disciplinando a sus fundaciones “ahijadas locales” y, por esa vía, incidiendo en las disputas fundacionales del Frente Amplio. Esto significó la liquidación de las posiciones integralmente izquierdistas,  y eliminó la perspectiva de construir otro régimen de lo público, el resultado fue el abrazo de la subsidiaridad con banderas progresistas. ¿Qué tiene que ver eso con la subsidiareidad? Si los partidos son en sí mismos “proyectos de Estado”, las fundaciones que coparon el FA desde sus inicios, usurpaban –dinero mediante– las tareas de la militancia, como orgánicas paralelas a la dirección de los partidos. Todo en el marco de los abandonos ideológicos más arriba mencionados. Este problema ya existía desde 2012, fundaciones y ONG’s dentro de los partidos de izquierda que criticaban al capitalismo y concursaban a fondos públicos para realizar su utopía, aunque con diferencias “de opinión”.

 

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La subsidiareidad de izquierda es algo muy endeble ideológicamente. No tiene la potencia de su versión de derecha, más coherente con los intereses de la clase que representa. Esa ramplonería crítica y la impunidad con que hasta ahora ha operado en la política siempre fue útil a la derecha. Primero, como afirmación ideológica, y ahora, como prueba de la corrupción de izquierdas. La política no tiene tiempos neutros: o crece el poder del capital o crece el de sus impugnadores. Si los impugnadores deciden afirmar el orden capitalista bajo el argumento tatcheriano de que “no hay alternativa”, entonces efectivamente gana la derecha. La subsidiareidad de izquierda –realmente no existe– siempre es de derecha. O crece el aparato de lo público que resuelve problemas sociales a costas del dinero de los privados (vía impuestos); o crece el dinero de los privados a partir del aparato público. ¿Cómo criticar el CAE, las Isapres, las AFP, la educación privada y elitista, las carreteras privadas o el salvaje mercado de la vivienda, si lo que se propone es la misma torta con más o menos crema? La subsidiaridad real, tal y como ha existido, es una forma de ganar dinero estatal sin cargar con la burocracia del Estado. La subsidiaridad y el engrandecimiento de lo público no son compatibles, son formas antagónicas de comprender al Estado y a la sociedad. Tan antagónicas que la subsidiareidad se impuso en la historia aniquilando a miles de personas y torturando a decenas de miles, en su abrumadora mayoría de izquierda y del movimiento popular.

Entonces, lo que ocurre hoy y en el caso de Democracia Viva y otros más que solo constituyen, hasta ahora, corrupción política y no legal; es que esa izquierda es agente activo en el crecimiento del poder del capital y sus lógicas de acumulación privada vía subsidiaridad. Este crece mientras sus impugnadores hacen lo que hacen en el Estado: ganar dinero a través de debilitar la fuerza interventora del Estado y aumentar la fuerza de los privados, de su propia empresa –es hora que llamemos por su nombre a las “fundaciones”– y sus propios bolsillos privados.

Así, digan lo que digan, el primer mensaje que manda a la sociedad esta crisis de corrupción política es que la izquierda es tan corrupta como todos. El segundo mensaje es que es mejor que las tareas sociales las haga una empresa privada sin funcionarios burocráticos a que lo haga el viejo Estado inútil. Puede que eso sea cierto, pero se supone que la izquierda debía cambiarlo, no engrandecerlo, no hacerle propaganda, y menos todavía aprovecharlo como oportunidad de lucro. No defenderlo en la práctica como modelo ideal. En el peor de los casos, lamentarlo como tragedia, con vergüenza. Y luego, ya en lo profundo de la bancarrota, empezar desde el principio, otra vez, una nueva crítica de fondo al neoliberalismo como moral.

 

Notas

[1] Citado en Jorge Jaraquemada, “Subsidiariedad y rol del Estado en Jaime Guzmán”, Fundación Jaime Guzmán, https://www.fjguzman.cl/subsidiariedad-y-rol-del-estado-en-jaime-guzman/

[2] Citado en Jaime Tagle “Subsidiariedad, justicia y valores morales en Jaime Guzmán”, El líbero, https://ellibero.cl/tribuna/subsidiariedad-justicia-y-valores-morales-en-jaime-guzman/

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Historiador, académico y parte del Comité Editor de revista ROSA.

Un Comentario

  1. DOLOR.VERGUENZA Y RABIA. DAN GANAS DE LLORAR. PRESO EL 73. RELEGADO.SEPARADO DE FAMILIA. Y AHORA ESTO. CORRUPTOS EN EL GOBIERNO. COMO LA DERECHA.

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