Y es que cuando el voto y la lucha hacen sentido el pueblo se moviliza, se agita, vota y también se organiza, convence a sus pares, defiende a su gobierno, pero cuando la política se aleja, se encapsula en las alturas, deja de ser real, el reflujo es difícil de contener en base a consignas o hashtags.
por Felipe Ramírez
Imagen / Lo que falta pa empezar…, 1 de mayo 2008, Montevideo, Uruguay. Fotografía de Montecruz Foto.
Este primero de mayo tiene sin duda un sabor de dulce y agraz, porque nos encuentra en una coyuntura difícil, confusa y radicalmente distinta a las anteriores conmemoraciones de esta histórica fecha.
Si en un registro a largo plazo coincide con los 50 años del Golpe de Estado y el brutal cierre represivo al intento de avance radical de la clase trabajadora chilena y su proyecto emancipatorio en la historia nacional, en el corto plazo nos pilla a la defensiva, con un gobierno progresista contra las cuerdas a pesar de haberse alzado gracias a una histórica -aunque confusa e inorgánica- revuelta popular.
Lo que es peor, el proceso constitucional inconcluso está ad-portas de una elección que puede terminar con el crecimiento de las dos opciones de la extrema derecha en las elecciones del 7 de mayo: la de la oligarquía defendida por el Partido Republicano, que se levanta desde el odio producido por el pánico al término de sus privilegios tras la revuelta, y la del radicalismo de las capas medias y la defensa de las promesas incumplidas del neoliberalismo, representado por el PDG.
Las circunstancias (nos) tienen a la izquierda -dentro y fuera del gobierno- desorientada y medianamente paralizada, buscando formas de comprender lo que sucede y generar una ruta que permita no sólo hacer frente a la derecha en ascenso, sino también rearticular las propias fuerzas sociales y políticas que sólo un año y fracción atrás nos tenían entrando a La Moneda.
Al respecto, cabe destacar que es precisamente en el ámbito del Trabajo en donde probablemente el gobierno ha logrado los avances más destacables durante lo que va de administración, destacando hitos como el Alza del Sueldo Mínimo y el avance de las 40 Horas Laborales, y mantiene además grandes desafíos para lo que queda de gobierno, como la Reforma previsional. Sin embargo, los sindicatos como tales no han tenido el protagonismo que se podría haber esperado en un gobierno de izquierda, a pesar de las dificultades económicas y la alta inflación, que ha golpeado el poder adquisitivo de las y los trabajadores.
Esta situación resulta anómala si recordamos que fue precisamente la clase trabajadora organizada, la que entre los años que mediaron entre las luchas estudiantiles y la ola feminista mantuvieron en alto la movilización social, gracias a la lucha contra las AFP, en la que los sindicatos tuvieron un especial liderazgo. A esto se suma que, si bien la revuelta de 2019 tuvo un alto componente popular inorgánico, son inseparables del protagonismo sindical en la jornada de Huelga General del 12 de noviembre, antesala directa del proceso constitucional.
Aunque diversas voces han puesto énfasis en la agitación y participación de sectores medios en los últimos 15 años, lo que resulta innegable, y que pareciera que sectores relevantes del Frente Amplio se afincan en esas franjas sociales sobre otras a la hora de plantear su política, el sindicalismo ha ocupado un rol relevante en el devenir político y social al menos entre 2006 y 2020, o sea en el amplio proceso de reorganización y movilización ascendente que nos trajo al actual escenario.
Entonces, ¿qué pasó? ¿Por qué la izquierda no ha sido capaz de relevar las problemáticas y la organización desde el mundo del trabajo en la actual coyuntura? Y más relevante quizás, ¿por qué, ante la presión de la derecha para imponer una agenda reaccionaria desde el Congreso, las organizaciones de los trabajadores no han sido un actor que impulse las transformaciones que se demandaron durante al menos los últimos 15 años?
Un factor clave pareciera ser que los partidos de la izquierda han privilegiado la administración estatal y el despliegue electoral en detrimento de las organizaciones de masas a la hora de enfocar el trabajo de su militancia, al grado de “vaciar” sus espacios de inserción social, o dejándolos en un tercer o cuarto lugar de prioridades, en momentos en que se han sucedido con rapidez numerosas elecciones y donde, por consiguiente, la lucha social pareciera tener menos relevancia.
Este error ha mostrado su gravedad precisamente este último año, en el que el gobierno se ha visto asfixiado por la intransigencia de la oposición y el revanchismo del extremismo centrista, que buscan negarle la sal y el agua al Ejecutivo aprovechando su falta de mayoría parlamentaria, sin que existiera desde las direcciones partidarias, ni tampoco desde el gobierno, ningún esfuerzo por equilibrar la cancha mediante la movilización de su electorado para incorporar a aquellas franjas despolitizadas que se vieron obligadas a votar por primera vez.
La dura lección de la derrota del 4 de septiembre -y también del fracaso de la reforma tributaria- es que en un contexto de avanzada reaccionaria no hay transformaciones, por más moderadas que sean, sin respaldo de masas, o en otras palabras, sin conflicto que dé sentido las transformaciones y genere apoyos. Por el contrario, la derecha populista -ya sea Republicanos o el PDG- no han dudado en aumentar los grados de enfrentamiento de manera de ampliar su electorado y sus apoyos.
1973-2023: lecciones desde la clase trabajadora
Decíamos al principio de este texto que hoy se unen dos coyunturas: los desafíos frente a los partidos de gobierno, y el aniversario de los 50 años del Golpe de Estado, que ha generado variadas actividades a lo largo del año. Una reflexión que pareciera estar ligeramente ausente es precisamente el rol que tuvo la clase trabajadora organizada en el proyecto que se plasmó en la Unidad Popular, para bien y para mal, con sus logros y con sus contradicciones y límites.
Porque si bien la gesta de esos mil días es inseparable del presidente Salvador Allende, también lo es del creciente proceso de organización y movilización sindical, ya sea en la formación de la Central Única de Trabajadores y sus bravas huelgas generales en la década de los 50, en el avance de la sindicalización campesina en los 60 y la Reforma Agraria -que golpeara en el corazón a la todopoderosa oligarquía terrateniente y desatara su sed de venganza-, y en la ocupación de fábricas y la socialización de las empresas.
En ese sentido, resulta de especial interés tomar en cuenta el papel que le cabe a la movilización popular en la defensa de un proceso de transformación, tomando en consideración las limitaciones que imponen las correlaciones de fuerza en la institucionalidad, pero sin constreñir la acción política a los meros equilibrios parlamentarios. Precisamente la experiencia fundante del Frente Amplio y sus organizaciones -esos 15 años de luchas sociales de masas que nos formaron- radica en el papel de politización y transformación que está en el núcleo profundo de la lucha social, que es proyectado y no anulado por la disputa institucional.
Más allá de la discusión sobre las tensiones entre el gobierno de la UP y los organismos de masas como los cordones industriales y similares, cabe destacar que es cuando se disloca el eje que articula ambos niveles que la derecha golpista logra derribar al proyecto popular. La falta de acuerdo estratégico entre el despliegue institucional y el de masas impide enfrentar de manera victoriosa coyunturas complejas como la actual, en donde se necesita no sólo un acuerdo que permita contar con una base firme para enfrentar a la oposición, sino claridad con respecto a cómo ir sacando adelante un proyecto transformador que requiere por definición amplias bases sociales en el heterogéneo mundo popular, compaginando diferentes intereses en una perspectiva nacional y de clase.
En ese sentido, si existe cierto acuerdo respecto a que la correlación parlamentaria demanda privilegiar determinados elementos del programa de gobierno y establecer una articulación más amplia con partidos por fuera de Apruebo Dignidad, la definición de esa prelación no puede ser un ejercicio entregado sólo a dirigentes partidarios, parlamentarios y ministros, sino que requiere un ejercicio de reflexión o deliberación que de una u otra forma involucre a quienes sostienen cotidianamente al proyecto de gobierno, más allá incluso de la militancia de sus partidos.
Resulta indispensable además darle un giro al despliegue militante, con mayor énfasis en las organizaciones de nuestras comunas y lugares de trabajo, sus problemáticas, sus conflictos, sus demandas y sus soluciones, para que nuestros partidos no terminen transformados en simples aparatos electorales esperando la próxima campaña para salir a la calle.
En caso contrario, si reducimos las bases de apoyo a mera masa electoral a la que convocar cuando el calendario del SERVEL lo defina, los criterios que regirán estarán ligados únicamente a las preocupaciones institucionales, con todos los límites que ello tiene y que ha demostrado. Si el gobierno cree que puede sostenerse únicamente sobre la base a maniobras parlamentarias y el lobby ministerial, la derrota de la reforma tributaria demuestra lo profundamente equivocados que están, más aún si pretende mantener el apoyo electoral para las siguientes elecciones, cuando la desilusión campee entre quienes votaron por nosotros con esperanza de cambios y se encontraron con “más de lo mismo”.
De todas formas, existen luces para mantener la esperanza. Si la derrota del 4 de septiembre pasado fue brutal, la resistencia que se encontró en las comunas populares -Maipú y Puente Alto entre ellas, pero también otras de la periferia santiaguina donde el Apruebo perdió por margen estrecho- y en aquellas que protagonizaron en el pasado luchas sociales -como en Freirina, donde si bien se perdió, fue por menos que en las comunas aledañas- nos permiten identificar condiciones para al menos contener la avanzada reaccionaria. Y es que cuando el voto y la lucha hacen sentido el pueblo, este se moviliza, se agita, vota y también se organiza, convence a sus pares, defiende a su gobierno, pero cuando la política se aleja, se encapsula en las alturas, deja de ser real, el reflujo es difícil de contener en base a consignas o hashtags.
Y ante eso es tarea de la izquierda transformar esas posibilidades en realidades, pero ello requiere un cambio en la forma como se está pensando y desplegando la política, y de eso se trata precisamente el primero de mayo: un día que nos recuerda que cada avance requiere un enorme esfuerzo que nos agrupa más allá de las fronteras, con la convicción de que esa mayoría trabajadora puede construir un futuro distinto.
Activista sindical, militante de Convergencia Social, e integrante del Comité Editorial de Revista ROSA. Periodista especialista en temas internacionales, y miembro del Grupo de Estudio sobre Seguridad, Defensa y RR.II. (GESDRI).