Así, en esta elección, y en cualquiera, en realidad, el voto nulo, blanco o la abstención han demostrada una ineficacia total. En el mejor de los casos, han sido un problema sin urgencia para la clase política, y hasta un signo de buena salud del país para los más afiebrados neoliberales. Por el contrario, los rechazos de masas a la política se demuestran efectivos. El rechazo convocó precisamente a millones que antes decidían abstenerse y detuvo el mayor esfuerzo progresista en política en cinco décadas.
por Luis Thielemann Hernández
Imagen / Urnas de votación en las elecciones presidencial, parlamentarias y regionales de 2013. Fuente.
En la década de 1990, cuando se le preguntaba a la juventud por la nueva democracia, de inmediato se le instaba a inscribirse en los registros electorales, y así poder votar, porque eso era un derecho, que había costado recuperar, y eso habilitaba otros derechos. Sin duda que el fin del terror pinochetista y su gobierno de arbitrariedad era algo invaluable de la nueva democracia. Pero, luego de asegurar la vida y la tranquilidad para vivir, de una u otra forma, se terminaba ahí: la democracia era el derecho a opinar. A opinar y no a decidir. Claro que votando se decidía sobre quién realmente decidía, pero en la época de “los consensos”, que comenzó con la rendición de todos los contenidos progresivos prometidos de la reforma tributaria a la derecha apenas tres meses después de ser electo Aylwin, en junio de 1990, votar era solo opinar. Opinar sobre cómo y quién puede decidir, eso y poco más. Se resumía a la frase con que se canceló a los “no inscritos” de la época: el que no vota no puede opinar. Apenas una década después de la primera elección general de la nueva democracia, en 2001, el 41,8% de los chilenos mayores de 18 años prefirió no inscribirse en los registros electorales o, estando inscritos, no votó o votó nulo o blanco en las parlamentarias de ese año. Los votantes eran la minoría del país, y era una realidad progresiva. Algo no estaba funcionando y crujía la idea de ciudadanía del catecismo nacional.
I.
Hay un hecho difícil de digerir: La democracia desactivada de la década de 1990, perdió el interés de millones de personas en las décadas que han pasado. El pozo de los no inscritos había crecido de poco más de un millón de personas en 1989 a casi tres millones para la reñida segunda vuelta presidencial de 1999. Las alarmas saltaron, pues en los jóvenes la proporción de no inscritos superó el 60% en esa misma elección. Para la izquierda, y en general cualquier fuerza anclada en el paradigma moderno, esto es todo un tema, pues se supone que los impedidos de votar siempre han sido los grupos subalternos y, en la medida que se expande el derecho a voto, la participación popular crecería y permitiría el avance de reformas. La paradoja actual y desde hace más de tres décadas, reside en que las mayorías populares, especialmente la juventud, aunque están habilitadas para votar, no tienen mayor interés en el proceso mismo.
Ante ese problema, la primera década del presente siglo, se transitó de una discusión sobre cómo aumentar la participación electoral; la solución, campañas muy normativas para promover la inscripción de los más jóvenes, que corrían a destiempo de la experiencia concreta de esos grupos sociales. Por ejemplo, en 2008 el INJUV convocaba a inscribirse bajo el lema “Yo Tengo Poder, Yo Voto”, apenas dos años después de la revuelta estudiantil de 2006 y el descubrimiento del poder de la movilización callejera. No aumentó la inscripción. En un giro rocambolesco, el consenso de la clase política fue asumir que la obligación de inscribirse y luego también de votar, desincentivaba el sufragio. Así, en 2012 se estableció la inscripción electoral automática y el voto voluntario. La participación se desplomó de inmediato. En la década que operó este sistema –como se sabe hasta la presidencial de diciembre de 2021, inclusive– solo en las generales de 2013 se superó el 50% de participación (50,9%) y se llegó a fondos tan bajos como la municipal de 2016, cuando casi 9 millones (el 64,2%) de personas de un total de 13 millones 750 mil (aprox.), se abstuvieron de votar.
II.
Una frase que se repite demasiado en la crítica contemporánea es que en las democracias de las décadas finales del siglo pasado, y sin modificaciones en el presente, habríamos pasado de “ciudadanos a consumidores”. Es decir, la relación con la política habría pasado de una participación activa, madura e informadamente soberana que sería propia del ciudadano, y cuyo rol como ideal habría guiado la expansión del sufragio en el siglo XX, al punto de definir toda la forma de su política; a una participación estrictamente electoral y en que el consumo propio de los mercados capitalistas es la forma rectora, su molde de plomo, con sus valores asociados al inmediatismo, la irresponsabilidad, un consumo destinado a lo individual y ultraidentitario, en el fondo, la pérdida del compromiso democrático. Esta hipótesis parece ser un consenso general. Este texto se toma la libertad de discutirla.
El punto débil en el que se propone una ruptura es el de la primera suposición, dejando en espera la segunda. Así, no es sostenible una extensión generalizada de las prácticas asociadas al ideal de ciudadanos visto más arriba, en el siglo XX, ni en Chile ni probablemente en ninguna parte. El interés por votar y participar de la política no estaba dado por altos valores abstractos de la democracia liberal. Probablemente y como se propone más abajo, eso es una proyección de los deseos de políticos e intelectuales.
En el caso chileno, la participación siempre fue un problema, también en la era del sufragio universal (solo para los hombres) durante toda la primera mitad del siglo XX. La participación, o sea los inscritos para votar y que realmente lo hacían, rara vez superaba el 50% del total de potenciales votantes. Para la presidencial de 1946, solo el 47% del potencial total de votantes estaba inscrito, y de ese grupo, el 25% se abstuvo. Para la presidencial de 1952 pudieron por fin ejercer el derecho a sufragio pleno las mujeres, pero así y todo su interés se limitó a que solo el 41% de las potenciales nuevas votantes, se inscribiese ese año. La participación siguió siendo un problema y ofreciendo la paradoja de un derecho que se conquistaba para no ejercerse por una buena parte de la población. Aunque en 1958 se reformó la ley electoral, para eliminar el cohecho e imponer la cédula única, intentando así facilitar la participación popular y campesina sin presiones, para la parlamentaria de 1961, apenas participó el 25% del potencial electoral total. La crisis hizo que en 1962 se reformase nuevamente, y se simplificó el sistema de inscripción, y estableció una “semi obligatoriedad” de la inscripción electoral, sin la cual no podían realizarse muchos tramites civiles, como, por ejemplo, pagar contribuciones, obtener pasaporte, postular a ciertos empleos públicos, etc.
Esta reforma, y su coincidencia con un creciente proceso de participación política popular que utilizó las prácticas de hecho –las tomas de terreno, de fundo y las ocupaciones de recintos laborales, específicamente– para conseguir objetivos sociales y políticos, y los combinó con la participación institucional a modo de confirmar o engrandecer tales conquistas; hizo saltar la participación electoral a niveles no vistos hasta entonces, y tampoco en el presente. Pero no era el ideal ciudadano, o bien, como dijo Salazar sobre esta época, “Del ciudadano electoral y pasivo emergía, amenazador, el ciudadano histórico”. Más bien, era un reemplazo de la minoría ciudadana por la inmensa y creciente masa votante interesada. Votar por garantizar una toma, un alza salarial, una reciente parcelación, para defender el litro de leche. También para impedirlo. Por supuesto que este voto iba acompañado de lealtades más profundas, ideológicas si se quiere. Las clases de verdad se representaban en los ideales de sus partidos. Pero lo que hacía sostenible en el tiempo dicha lealtad ideológica, a los partidos políticos, era la mutua clientelización política, entre representante institucional necesitado de votos y masa electoral necesitada de esas instituciones. Se comprueba tanto en la forma del apoyo electoral de la clase obrera a los partidos de izquierda entre 1964 y 1973; como en el apoyo a la derecha en el trienio 1970-73, al Golpe de Estado de ese último año, y luego el paso a la oposición a la Dictadura en la década de 1980, de los gremios de clases medias.
Entonces, luego de este largo punto, es posible por lo menos poner en duda la existencia del ideal ciudadano en el siglo XX, especialmente en el voto. En realidad, la participación siempre fue baja, y su aumento siempre estuvo asociada a lo que se podía obtener votando. Era un interés frío y calculado. La diferencia con el presente no estaba en la ciudadanía ideal, sino en que los votantes actuaban organizados, como grupo, se hacían valer tal y como en otras instancias de la vida en sociedad -como sindicato, como comité de pobladores o como organización estudiantil- y desde allí incidían en la política, también en las elecciones. La lucha de clases no se abandonaba, se practicaba civilizadamente a través y más allá de las instituciones. Por poco más de una década, la democracia fue decidir y algo mucho más grande que votar. Eso es lo que se perdió en el entremedio, y no es posible recuperarlo solo con reformas electorales. Más que de ciudadanos a consumidores, hemos pasado de “patoteros civilizados” a consumidores apenas opinantes, y eso ha sido una desgracia para la democracia.
III.
Otro hecho difícil de digerir, y en este caso solo es una hipótesis, es que el voto obligatorio no ha repuesto el interés por votar. Realmente no se participa, solo se vota. Luego de la década de voluntariedad en el voto de 2012 a 2022, y que sinceró tanto lo escaso del interés por la política, como su carácter de clase (es algo que crece a medida que crece la renta), se re implantó el voto obligatorio. En ese sentido, la democracia está más desactivada que antes. Por último, al final del día, la abstención era una luz de alerta de un problema que así se hacía ineludible. Ahora ese problema se ha reducido a multas, mismas que probablemente tengan poca o nula aplicación. El desinterés persiste. En las próximas elecciones para convencionales en Chile, el interés que entregan encuestas y que se puede observar en los medios, es escaso, nulo. Hay una especie de agotamiento electoral, pero no es solo la coyuntura, aunque también. El diseño mismo del proceso, con comisiones designadas y pocos convencionales en distritos gigantes, da a entender que es poca la incidencia que tiene cada voto de cada persona, individualizada y “despatotizada” hace décadas. Más todavía, la elaboración de una Constitución en un contexto en que todas las fuerzas prometen moderación o conservadurismo, y cuya naturaleza no puede producir cambios en el corto plazo, hace que el votar parezca hacer algo que no tiene mucho sentido sobre temas que se entienden poco e importan menos, en la vida cotidiana de los millones. Es la democracia desactivada de siempre, otra vez. Su normalidad.
En ese sentido es posible leer el masivo voto “rechazo” en septiembre de 2022: como una protesta contra lo que se percibe como una pérdida de tiempo de la clase política. Buena parte de las fuerzas de derecha que promovieron tal opción hacia el plebiscito, argumentaron precisamente la inutilidad del proceso para las necesidades urgentes –o lo que ellas entendían como tales– de las clases populares de Chile. Algo parecido a lo ocurrido en 1952, cuando un inédito aumento de la participación popular, y la suma de un breve momento de sinceridad del populismo obrero, hicieron ganar a Ibáñez como rechazo a todo el arco de partidos políticos. El “rechazo” masivo, entonces, puede ser comprendido también como pariente de la abstención, una práctica que traslada el viejo desinterés por el voto a la renuencia activa a tener que hacerlo obligado, en ambos casos por opciones que no generan lealtad ni parecen útiles. De no votar por lo que sea a votar en contra de lo que sea. Así, siempre, se impone la noción segura de mejor decir que no, antes que aceptar cambios sospechosos y que no parecen traer beneficios.
IV.
Por supuesto, por ese camino de creciente y masivo rechazo a la política en su totalidad, sin intervenciones y observado con condescendencia por las franjas progresistas y de izquierda, puede terminar en el rechazo general a los progresos de la modernidad, a la idea de república, al aislamiento neofeudal y, así, al ascenso del fascismo. Es evidente que algo de eso ya ocurre en todas las grandes ciudades y es un fenómeno potente. El fascismo –o neo fascismo– como vía rápida y brutal a la paz privada, un camino que surge en la historia utilizando como base el fracaso de la democracia como consenso, para de ahí proponer el fracaso de la sociedad, y en el fondo de la idea de especie humana.
Ante eso, sale a escena el doble opuesto de la normatividad democrática que no entiende que no es posible defender la pervivencia de aquello que es inútil para los problemas de su tiempo. Frente a la crisis de la democracia reducida al voto periódico, y de cómo aquello le da fuelle al auge fascista, han aparecido dos respuestas: la que llama a votar en nombre de los viejos ideales ciudadanos y la que llama a no hacerlo por el incumplimiento de tales ideales. En esta coyuntura específica, toma la forma, por un lado, de una lealtad suicida del Gobierno y los partidos progresistas al proceso, el cual se defiende únicamente en los abstractos republicanos ya sin densidad histórica o de masas alguna (“Chile merece una nueva constitución en democracia”) y que son los mismos que se usan para llamar a votar. Por otro lado, está el academicismo de tonos radicales que rechaza el voto para estas elecciones, por considerar el proceso como “antidemocrático” y no ser un camino que los convenza, lo que es cierto, pero cuyos argumentos parecen demandar la utopía que la oligarquía y la clase política les ofrezca una democracia que los convenza y que permita reformas profundas. Mientras la ciudad se incendia, sus almas esperarán una oferta digna de sus voluntades de lucha para hacer algo. El normativismo progresista olvida que con la gastadísima superchería republicana no basta, y el izquierdista que su mistificación de una arcadia ideal del voto parece bastante una excusa para no actuar ni tomar partido y así asumir costos. La comodidad inútil de ambos recuerda el meme del perro que bebe café en el incendio, mientras piensa “It’s fine”. El incendio es el fascismo.
V.
¿Qué hacer, entonces, ante una democracia desactivada pero que, a pesar de todo, sigue siendo la principal arena de disputa del poco poder político que se distribuye en la sociedad? Como siempre, hay una respuesta de manual: peor es no luchar, peor es hacer nada. Así, en esta elección, y en cualquiera, en realidad, el voto nulo, blanco o la abstención han demostrada una ineficacia total. En el mejor de los casos, han sido un problema sin urgencia para la clase política, y hasta un signo de buena salud del país para los más afiebrados neoliberales. Por el contrario, los rechazos de masas a la política se demuestran efectivos. El rechazo convocó precisamente a millones que antes decidían abstenerse y detuvo el mayor esfuerzo progresista en política en cinco décadas. No todas las elecciones son iguales, además, por lo que en estas específicas las medición de fuerzas le añade un punto de interés particular a la disputa. Votar, entonces y a pesar de todo, sigue siendo útil. Pero no mucho, y ese problema es el más acuciante, en esta coyuntura y en la historia larga de la construcción de una sociedad en democracia. Tal vez, todavía sea necesario apostar por el proyecto moderno de la emancipación humana por mano propia. Y eso significa expandir ya no el voto, sino la democracia, la posibilidad real de decidir sobre aquello sobre lo que se tiene opinión y que afecta la vida cotidiana. Significa también rechazar las mistificaciones izquierdistas del voto, que elevan su ideal al cielo utópico solo para denunciar el infierno real de su forma histórica; así como su defensa solo en retórica liberal sin historia. La defensa de la democracia debe ser de una que se haga útil, que permita resolver problemas colectivos concretos, como salarios, vivienda y vida en común. Así, es tiempo de votar, porque siempre se debe seguir peleando, porque peor es no hacerlo; y porque solo peleando en la historia se han conquistado mejores condiciones de vida, y también hay que pelear para poder seguir peleando.
Pero, para quienes siguen creyendo en este proceso, y se sienten leales a él y al Gobierno actual, tal vez es justo y, creo que, útil preguntarse ¿hasta cuándo se practica esta democracia sin reformarla y expandirla?, ¿hasta cuándo se asume este presente como tragedia y no como la realidad que se prometió cambiar?, ¿hasta dónde se cree que esta democracia impotente y despolitizada es naturaleza y no la realidad que las fuerzas conservadoras desean y promueven?, ¿cuándo se asume que la sensata y justificada crítica de masas a la política que crece entre las clases populares es una fuerza potencialmente reformista y progresista, tal vez la última garantía de la democracia, y no un enemigo que combatir? Lo cierto es que sin responder esas y otras dudas similares, se pasó alguna vez la vieja década de 1990, marchitándose todo entusiasmo.
Historiador, académico y parte del Comité Editor de revista ROSA.