Testigo de la revuelta social que llevó a la izquierda al poder en Chile, el filósofo Pierre Dardot saca lecciones de sus observaciones en un ensayo. A pesar del fracaso de la Constituyente, hace un balance optimista de esta experiencia que debería nutrir las reflexiones de la izquierda francesa.
por Mathieu Dejean
Traducción de Pablo Pinto (artículo publicado originalmente en Mediapart)
Imagen / Portada de “La Mémoire du Futur” (Lux, 2023). Fuente.
El fracaso del proceso de cambio constitucional en Chile ha dejado un sabor amargo. Tras la revuelta de octubre de 2019, la elección del presidente de izquierda Gabriel Boric y el paciente trabajo de la Convención Constituyente que hizo de la Carta Magna la más democrática y avanzada que existe, su rechazo por el 62% de los votos emitidos el 4 de septiembre de 2022, sonó la sentencia de muerte para una salida del sistema neoliberal, mantenido desde el fin de la dictadura de Pinochet.
En su ensayo La Mémoire du futur. Chili 2019-2022 (Lux, 2023), el filósofo Pierre Dardot analiza con rigor las razones de este fiasco, desde los errores de la propia Convención hasta el peso de la “experiencia neoliberal”, sin olvidar la “derrota política” del Gobierno cuya “única virtud es haber protegido con su existencia el espacio de la Convención”. Sin embargo, no se muestra desencantado.
Centrándose en tres componentes de la explosión social, el movimiento mapuche, el movimiento estudiantil y el movimiento feminista, este especialista del neoliberalismo, coautor con el sociólogo Christian Laval de varios libros de referencia (el más reciente Dominer – Enquête sur la souveraineté de l’État en Occident, La Découverte / Dominar : estudio sobre la soberanía del Estado de Occidente, Gedisa), muestra cómo es posible una política emancipadora en una sociedad marcada por el neoliberalismo, a pesar de la debilidad estructural de las organizaciones del movimiento obrero.
Aunque se convocaran símbolos de la Unidad Popular, el Octubre chileno fue cualquier cosa menos una repetición. “Es la irrupción de lo nuevo lo que da retrospectivamente sentido al pasado actualizando la continuidad de una política”, escribe Pierre Dardot. Las lecciones de la revuelta son, pues, fecundas para la izquierda, mucho más allá de las fronteras chilenas. En Chile, un comité de expertos debe redactar una nueva Constitución de aquí a finales de año, lejos de la experiencia democrática radical del año pasado, explica el filósofo.
Mediapart: El experimento chileno de 2019 a 2022 suscitó inmensas esperanzas, frustradas por el rechazo de la nueva Constitución en el referéndum del 4 de septiembre de 2022. ¿Salió Chile transformado de esta secuencia?
Pierre Dardot: Sí, sin duda. Algo irreversible se produjo en la reconfiguración de las relaciones dentro de la llamada izquierda “inorgánica”. La izquierda parlamentaria tendía a denigrarla atribuyéndole un rechazo a organizarse. En realidad, inorgánica no significa desorganizada, sino articulación insuficiente entre organizaciones.
Aunque los movimientos sociales se hayan ralentizado desde el fracaso del 4 de septiembre, queda algo que no puede perderse, como demuestra la energía del movimiento feminista en la organización de la huelga general del 8 de marzo. La capacidad colectiva de representarse a sí mismo, de rechazar la delegación de poder o la representación por un partido político sigue siendo un logro. Esta capacidad madurará, se renovará, pero es demasiado profunda para desaparecer.
Estuve en Chile a principios de noviembre de 2019, y este movimiento me transportó, su dinamismo, la alegría de estar juntos que era palpable en las manifestaciones. Una de las lecciones que podemos sacar de este proceso es que la fractura entre movimientos sociales y partidos políticos nunca es buena. La nueva izquierda parlamentaria surgida del movimiento estudiantil de 2011 en Chile tiene una responsabilidad en el estancamiento actual.
No podemos conformarnos con un reparto tácito del trabajo entre esta izquierda, que se limitó a las instituciones del Estado, y los movimientos sociales que lucharon por nuevos derechos. Esta reparto siempre es perjudicial.
En las manifestaciones resurgieron referencias a la Unidad Popular: el rostro de Allende, de la militante comunista Gladys Marín, las canciones de Víctor Jara… Pero usted explica que estos símbolos no tenían nada de nostálgicos, y que este movimiento no tenia nada de una repetición.
Este es el sentido del título de mi libro, “la memoria del futuro”, una expresión que tomé prestada de Karina Nohales, una de las portavoces de la Coordinadora 8M, y que va en contra de la tendencia a fetichizar la historia de la Unidad Popular. Lo importante, en la referencia a Allende por ejemplo, no es el pasado que resurge, sino la irrupción de lo nuevo en el presente de la acción colectiva, que lleva a reconsiderar el pasado a la luz de las tareas por venir.
El movimiento feminista expresó esta idea en una hermosa fórmula en la síntesis del “V Encuentro Plurinacional de Mujeres y Disidencias en Lucha”: “Por las de ayer, somos hoy, y por las de hoy, seguiremos siendo mañana”. En mi opinión, esta fórmula condensa una nueva relación entre la acción colectiva y el tiempo.
Lo que también llama la atención en tu análisis de los movimientos feminista, estudiantil y mapuche, y que contrasta con otros ayer, es que los partidos políticos están ausentes de la revuelta. ¿Es esto un efecto de la experiencia neoliberal?
En efecto, y esto se debe al papel histórico que han jugado estos partidos desde el fin de la dictadura. El estallido social chileno es un desafío al sistema establecido por la Concertación, que alimento un gran rechazo hacia los partidos políticos.
El papel de la Concertación durante el movimiento estudiantil de 2006 contra una ley que delegaba la responsabilidad de la educación a empresas privadas fue muy mal recibido. Tras manifestaciones históricas, la Concertación se limitó a cambiar el nombre de la ley para celebrarlo en una ceremonia de “manos alzadas” cuidadosamente orquestada para dar la ilusión de un acuerdo con los estudiantes.
Entre 2006 y el movimiento estudiantil de 2011, hubo una transformación en la forma en que los actores de los movimientos sociales veían a los partidos políticos. Para la gran mayoría de los manifestantes de 2019, los partidos ya no debían ejercer su nefasta influencia. No se trataba de prohibir los partidos, sino de cuestionar su pretensión de monopolio de la actividad política afirmando que la actividad de los movimientos independientes de los partidos era plenamente política.
El presidente elegido en 2021, Gabriel Boric, fue dirigente estudiantil durante el movimiento de 2011 y posteriormente fue elegido diputado del partido Izquierda Autónoma (IA) junto a otros compañeros. Él encarnaba esta idea de que los movimientos sociales podían cambiar el campo político. Y, sin embargo, decepcionó. ¿A qué se debió?
Hubo un debate muy fuerte dentro de Izquierda Autónoma a mediados de los años 2010. Había una profunda divergencia entre los partidarios del partido-movimiento, como Francisco Figueroa, y los partidarios del populismo a la española, inspirado en Podemos, como Gabriel Boric o el joven alcalde de Valparaíso, Jorge Sharp. Boric estaba muy influido por la teoría de Ernesto Laclau, quería unificar demandas populares heterogéneas apostando por la identificación del pueblo con un líder. Por ello concebía el partido como una máquina electoral tendente a la conquista del poder.
Pero Boric ha evolucionado desde la victoria del “rechazo” del 4 de septiembre de 2022. Ahora dice que la Constitución no debe avalar y consagrar demandas sociales, lo que sería un factor de división. Según él, la Constitución debe ser “muy general”. Esta devaluación de las reivindicaciones sociales va incluso más allá del acuerdo del 15 de noviembre de 2019 por la “paz social”, que había firmado y por el que había sido suspendido de militancia por su partido, Convergencia Social.
De hecho, desde 2017, él y otros del movimiento estudiantil han tendido a reducir los movimientos sociales a un rol de apoyo a determinadas posiciones en el parlamento. Como escribe el politólogo Luis Thielemann: “Las masas en lucha empezaron a ser percibidas como un público que apoyaba o rechazaba la política, pero nunca la decidía o determinaba.”
Convertidos en políticos profesionales, los Boric y Jackson, olvidaron finalmente a quién debían su propia existencia. El horizonte de esta izquierda se estrechó finalmente a las relaciones interpartidistas en el ámbito parlamentario. Perdieron de vista la posibilidad de que los movimientos sociales desempeñaran un papel autónomo, lo que no hizo sino acentuar la brecha entre ellos y los partidos.
¿Fue ésta una de las razones por las que no se aprobó el texto surgido de los trabajos de la Asamblea Constituyente? ¿Se consideró demasiado influenciado por los movimientos sociales como para que el gobierno se arriesgara a apoyarlo plenamente?
En parte. Los desacuerdos entre el gobierno, los partidos de la nueva izquierda parlamentaria y los movimientos sociales no permitieron una campaña estratégicamente unificada. Sin embargo, no se puede afirmar que, de haber existido esta unidad, habría ganado el “sí”. Sin duda, la diferencia habría sido mucho menor, como esperaban muchos en la izquierda.
Sin embargo, aunque veo que en Chile, Boric es odiado por una parte del movimiento social, no creo que deba ser considerado el único responsable del rechazo. Simplemente nos encontramos con el mismo problema que con Syriza en Grecia: la izquierda parlamentaria se encierra muy fácilmente en un diálogo con la derecha, del que automáticamente sale perdiendo.
Así que tenemos que ver las cosas de otra manera, intentar cambiar el equilibrio de poder apoyándonos en los movimientos sociales en lugar de pedirles su apoyo electoral cuando “las cosas van mal”. A partir de ahora, mientras que en el momento de su elección aparecía como un joven presidente que rompía con la política de la Concertación, Boric parece seguir sus pasos.
En tu libro, respondes al historiador chileno Gabriel Salazar, antiguo militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), muy escéptico desde el principio con Boric, y que tiene una concepción maximalista de la Constituyente, como siguiendo necesariamente una inversión del orden establecido. ¿Por qué no le convence esta solución?
Para mí, forma parte de una vieja mitología muy anticuada, la de la constituyente soberana que, por el mero hecho de existir, derrocará al gobierno establecido. Eso siempre me ha parecido políticamente estéril. Yo diferencio entre una constituyente soberana (por encima de todos los poderes) y una constituyente libre (no limitada por reglas a priori).
Tal como surgió de los acuerdos del 15 de noviembre, los poderes de la Constituyente chilena estaban limitados por la Constitución de 1980. Condeno estas limitaciones, pero no me importó que coexistiera con un gobierno que procedía de la antigua Constitución. La cuestión era qué saldría de ahí.
La Asamblea Constituyente también se liberó de la lógica estricta de los acuerdos del 15 de noviembre. Para mí, el proyecto de Constitución es un hito en la historia del constitucionalismo chileno. Era muy prometedor y podría haber ayudado a toda la izquierda, no sólo en América Latina, sino también en Francia.
En el postfacio de la edición española de su libro, de próxima publicación, usted califica de “parodia” el nuevo proceso constitucional en Chile. En efecto, parece mucho menos democrático. ¿Es para usted un retorno del “concertacionismo”?
En efecto, es muy importante. Inicialmente, cuando Boric tomó nota del rechazo, no era partidario del “Congreso Constituyente” (que reúne a senadores y diputados) exigido por la derecha. El mandato del referéndum del 25 de octubre de 2020 era que una constituyente elegida directamente trabajara en un nuevo texto. Pero la derecha, mayoritaria en el Parlamento, ejerció una presión terrible y sus posiciones prevalecieron.
Ya no se habla de Congreso constituyente, sino de tres órganos: una comisión de expertos nombrada por los senadores y diputados, una comisión técnica de admisibilidad nombrada por los senadores y, por último, un Consejo Constitucional que se constituirá en abril-mayo, único órgano elegido, encargado de redactar la nueva Constitución.
El predominio de los partidos queda así ampliamente establecido, según la más pura lógica del concertacionismo. Los ciudadanos no participan en el proceso. Sólo participarán en el momento de la ratificación. Esto es deplorable, después de todo lo que ha pasado.
Puede que la anterior Constitución se adelantara demasiado al resto de la sociedad, pero la nueva corre el riesgo de representar a una clase política desconectada. En estas condiciones, ¿el próximo texto podría a su vez ser rechazado?
Sí, es posible un “rechazo de la izquierda”. Todo es muy incierto. El hecho más notable es el dominio de la burocracia parlamentaria sobre todo el proceso. El texto no se redactará bajo la presión de los movimientos sociales. Esta es una gran diferencia.
Este verano, Jean-Luc Mélenchon, que tiene un tropismo por América Latina, fue a México, Honduras y Colombia, donde también están en el poder gobiernos de izquierdas. ¿Por qué la experiencia chilena no le llama la atención?
La experiencia chilena fue instrumentalizada por algunos miembros de La France Insoumise (LFI), que tradujeron el discurso de apertura de la presidenta de la Convención Constitucional, Elisa Loncón. Su idea era que este proceso podría alimentar la campaña por una Sexta República. Sin embargo, el discurso de Elisa Loncón fue la antítesis del discurso de la “república una e indivisible” llevado en Chile por la derecha. La Asamblea Constituyente cuestionó directamente el Estado-nación en nombre del reconocimiento de los derechos colectivos de los pueblos indígenas.
Entonces hubo un malentendido, porque en Chile la voluntad era romper con la continuidad de la historia nacional. Había conciencia de que era necesario superar lo que siempre había dominado: la ficción del Estado-nación que condenaba a los pueblos indígenas al silencio. Los miembros de la Asamblea Constituyente demostraron un valor saludable, a pesar del rechazo final. Es una lección fundamental.
En cuanto a Mélenchon, hay una lógica política en este desinterés. Si se refiere de buen grado a Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, es porque este último encarna una variante del populismo autoritario, la de la “democracia hegemónica” (Alain Rouquié) que pretende modificar la estructura del Estado en una dirección autoritaria.
En Francia debemos ser claros al respecto. El valor de la experiencia chilena es que se basó en una reinvención radical de la democracia. No en nombre del populismo, no en nombre del neoliberalismo, sino a favor de una reinvención de la democracia. Esta inspiración debe aplicarse tanto a los movimientos sociales como a los partidos y a la relación del gobierno con sus propios ciudadanos.
Es a la luz de este objetivo democrático radical que debemos reinventar el lugar de los movimientos sociales y el papel de los partidos en Francia. Si lo conseguimos, habremos aprendido las lecciones de la experiencia chilena a nuestra propia escala y para nuestros propios fines.