¿Cómo resolver la inmovilidad del Gobierno? ¿Cómo hacer frente al acoso constante de la derecha y a su trabajo global que es la obstrucción y la producción de desorden?¿De qué forma se podría revertir la parálisis intelectual de las izquierdas, el entumecimiento de sus cuadros más preparados y la desmoralización constante que provoca protagonizar y después tener que defender una estrategia política que consiste solo en ceder y retroceder?
por Comité Editor Revista ROSA
Imagen / Imagen editorial.
En la izquierda chilena, dentro y fuera del Gobierno, habita un problema que es anterior a cualquier otro problema. Se trata de uno tan desconocido como evidente, y que en su expresión cotidiana impide avanzar en respuestas sustantivas a los errores y crisis que han definido este primer año de gobierno de izquierda en Chile. El asunto es como sigue: al hacer juicio de las fallas y posibilidades, la crítica que permitiría destrabar y superarlos se ve inutilizada porque está erigida sobre falacias. En vez de partir por lo real, por “lo que es”, sin adornos ni edulcorantes, se comienza por la voluntad mezclada con deseo y de ahí se desemboca en el deber ser. Como el deber ser no existe, entonces se cae en la frustración, y lo que podía ser crítica y elaboración política, pasa a ser mero atrincheramiento miedoso en soluciones verbales para la política espectáculo. Pero el conflicto no abordado, las derrotas sin lucha, y los fracasos autoinflingidos por esa terrible mezcla de soberbia y amateurismo, son más poderosos que el verbo. Y así enteramos un año.
El problema es que estamos atrapados en dos formas falaces de la crítica. Primero está una crítica que desconoce cualquier idea de correlaciones de fuerza, y que desde ahí exige testimonios y consignas radicales en política, demandando acciones unilaterales y frontales contra el enemigo, a veces más cercanas a la idea de venganza que de justicia. Al exigir lo imposible, deriva en la crítica veleidosa por lo que se formaliza como fracaso o traición. Esto explica la intrascendencia de los sectores más a la izquierda de la coalición gobernante, y da cuenta de su impotencia casi absoluta. En este encuadre no hay más plan que acusar las renuncias del Gobierno, aunque no se tenga idea alguna de cómo evitarlas. El que la pronuncia es una especie de consumidor izquierdista de mercancías políticas, un agente infantil molesto porque no obtiene aquello que quiere y no sabe cómo producir. Es la indiferencia ignorante ante la más mínima idea de política, la indiferencia a las necesidades y potencias de la fuerza política en una coyuntura determinada.
Pero frente a este sujeto, surge la segunda forma de la crítica. En defensa del Gobierno se alza un látigo que reprime a la interna cualquier disidencia o cuestionamiento a las acciones de la izquierda en La Moneda. En la empuñadura del látigo hay una posición sobreideologizada de apaciguamiento político, de pactismo trágico con la oligarquía, de lo que ya sin ambages podemos llamar “aylwinismo”, y que apenas esconde la mediocridad de sus intenciones. Los llamados a la lealtad a todo evento, momento y lugar, esconde en su severidad la opción permanente y conscientemente asumida de prescindir de la conflictividad social como motor político; conflictividad que existe, es odiosa y no espera órdenes de partido para suspenderse o desaparecer de escena. Es una crítica que en su ridículo tono de suficiencia cree tener autoridad para explicar la inmovilidad, el defensismo y la ausencia de estrategia de avance, como si todo fuera parte de una inteligente decisión táctica. Pero se trata de una decisión a la que cualquier recién iniciado en la política le puede ver las canillas descubiertas y las hebras descosidas. Así, en vez de pensar y elaborar políticas de ofensiva en el complicado escenario, esta crítica se salta los pasos difíciles y renuncia al más mínimo antagonismo político. Se argumenta la imposibilidad de cualquier avance político en correlaciones de fuerza negativas, argumentando como si toda la política democrática posible se redujera al pirquineo miserable de votos en el parlamento, a la vez que se demoniza cualquier alternativa como populismo o autoritarismo.
Si la primera forma es impotencia, y así intrascendencia, la segunda es la hegemonía de las fuerzas políticas oficialistas. Se evade el principal problema de este tiempo, que ya no se supo cómo hacer posible una política socialista en democracia. Tampoco –y esto por decisión del mismo Gobierno de no cuidar ni hacer efectivas a sus bases de apoyo– hay fuerzas sociales que obliguen a ir más allá, a empujar más. Para peor, y como ocurrió en la versión original del aylwinismo trágico, el lugar de la ideología que quedó vaciada de esas obligaciones de lealtad de clase, comienza a ser desplazada por el ideologismo más fuerte de las clases medias profesionales y estatalistas, donde campea la premisa de que lo importante es mantener el control del Gobierno y que el barómetro del éxito es permanecer. ¿Permanecer para qué? Para ver si en otro ciclo, con otro parlamento, se puede, ahora sí, avanzar, como dicen los más resignados optimistas; los más cínicos responden la pregunta señalando que eso ya ni importa mucho.
En la necesidad de superar las falacias de la crítica es que emergen las que creemos son las preguntas de fondo. ¿Cómo resolver la inmovilidad del Gobierno? ¿Cómo hacer frente al acoso constante de la derecha y a su trabajo global que es la obstrucción y la producción de desorden?¿De qué forma se podría revertir la parálisis intelectual de las izquierdas, el entumecimiento de sus cuadros más preparados y la desmoralización constante que provoca protagonizar y después tener que defender una estrategia política que consiste solo en ceder y retroceder? Sostenemos que estas son las preguntas que debemos comenzar a responder en colectivo, y es con ese propósito que identificamos algunas escenas donde se expresan los nudos: la inmovilidad ante el acoso, el entumecimiento ante la neurosis y la frustración que alimenta las arterias del fascismo.
1. El ataque total de la derecha en los medios: desde el bloqueo institucional al cierre político.
En estas páginas (donde también se recogen conversaciones nocturnas que la militancia oficialista niega a la mañana siguiente), nos hemos cansado de insistir en la necesidad de una plataforma mediática propia de la izquierda, un espacio de producción de discurso leal a los objetivos que articularon el proyecto de Gobierno, un espacio que permita incidir en el debate, disputar la mente y los corazones de las masas, incidiendo en la forja de un sentido común que hoy casi exclusivamente es controlado por la derecha.
El proyecto “Gobierno Informa” parece por lo pronto limitado y probablemente llegue tarde. Limitado, porque un canal de Youtube es algo que la derecha ha cultivado por montones y con más pericia; algo que el movimiento popular ya produjo por sí solo, también por cantidades, y cuyos alcances por lado y lado ya fueron observados. Tarde, porque llega por lo menos seis años después del Frente Amplio, y tras uno en el Gobierno, cuando los costos de no poseer una maquinaria mediática propia ya son inmensos.
Ahora, es cierto que la historia reciente nos ha enseñado a cuidar los juicios tajantes y evitar las sentencias definitivas. En materia comunicacional nos ha mostrado la importancia de contar con instrumentos activos, pues somos incapaces de prever el valor que pueden adquirir cuando las circunstancias cambian de signo. Por eso, y a falta de otra herramienta, lo que corresponde es preservar esta iniciativa y apostar a su crecimiento. Sabemos que no resuelve los problemas de fondo, conocemos los riesgos de confundir la política con un mero problema comunicacional, pero por ahora es el laboratorio más prometedor en la mesa. Probablemente deba derivar hacia una plataforma multimediática, con una maquinaria de prensa que informe y guíe la discusión en los términos que la izquierda necesita, y que contenga o al menos dificulte el despliegue sin límites del discurso reaccionario, sostenido hoy por esa argamasa que hoy emparenta la fenecida derecha liberal con la reemergencia de lo peor del pinochetismo.
2. El normalizado descontrol de “los mercados” o el sino la economía liberal desatada al laissez-faire.
Esta es una situación que el Gobierno parece asumir como naturaleza, con bolsones en su interior que están embriagados de neoliberalismo y de la hegemonía del capital financiero en la economía. No tiene otra política más que servir de guía y mínima contención frente a la banca local y global, frente a los especuladores y a los prestamistas furtivos. De ahí que las lógicas destructivas y antisociales de la economía financiera no sean asumidas como problemas a resolver, sino como límites naturales que respetar. De ahí que la inflación sea tratada como el azote de un huracán o la calamidad de un terremoto, una catástrofe imposible de detener. A la vez, los sacerdotes de la doxa reprimen con velocidad cualquier intento de comprender la inflación como algo más que un oscuro demonio solo contenible y contentable, impidiendo algo tan obvio como tratar la inflación como lo que es, como una unidad de medida de una serie de problemas más políticos que económicos.
En lo simple, esto deviene en que es la clase trabajadora la que paga el costo de los safaris de la banca y de problemas políticos que nadie quiere darse la molestia de comprender bien. Mientras danza el guarismo de la inflación, el gobierno de izquierdas de Chile le hace reverencias y sacrificios para calmarlo. Estamos lejos de la verdad cuando decimos que la inflación es un problema, pues es confundir los grados Richter con el terremoto mismo. El problema no se nombra: es el autoritarismo financiero de las clases capitalistas ligadas a la banca. Estamos lejos de la modernidad y de la libertad. Estamos todavía más lejos de la creación heroica de condiciones políticas y económicas propicias para el desarrollo del país.
3. La negativa a la movilización social propia
La ausencia de espíritu antagonista expresa una decisión política: no encender conflictos sociales de masas que remezan la cultura e impongan seriedad en el Congreso. El miedo a las clases populares es evidente en el progresismo. Esa disposición solo agudiza una desconfianza mutua, la cual hace imposible cualquier gobierno progresista. La movilización social viene de un acuerdo sobre objetivos comunes, y depende de priorizar la necesidad de la lucha extraparlamentaria para conseguir objetivos políticos.
Pero entre la Ley Antibarricadas que acompañó la ausencia de producir reformas “en caliente” durante la revuelta (junto a la obsesión por la reforma de la Constitución); y la actual tendencia a resolver cualquier problema social con represión militar y suspensión de derechos –o sea, estados de excepción–, las posibilidades de apoyarse en la movilización social se reducen.
El Gobierno de Apruebo Dignidad debe asumir que mientras más apuesta por la seguridad entendida como represión amplia a cualquier cosa que se mueva, mientras más desconfía de las clases populares y las mira con la anteojera de la derecha (que en el pueblo solo ve lumpen) más solo estará. Su único aliado de masas –porque las clases medias ni son masas ni son leales políticamente, como bien lo comprendió tardíamente Allende– es el campo popular, y allí se llega con mejores salarios, más seguridad y más organización de su clase frente a las elites.
Esto lleva al punto de inicio: aunque suene impostado, el gobierno no puede renunciar a la retórica clasista. No se trata de insistir en consignas viejas, sino de apuntar a la diferencia social real, a la desigualdad injusta que viven las mayorías, y que le dan sentido, razón de ser, a este Gobierno. La retórica clasista es más bien el lenguaje de la realidad de millones, y no frases ideológicamente vacías. Declarar esa retórica como ideológica, a la vez que se habla de “unidad nacional” en un país con pobres viviendo como en Angola y ricos viviendo como noruegos, es síntoma de sobreideologización, flojera intelectual e inocencia. De todo ello se nutre la derecha.
4. La renuncia al futuro
Un triunfo central de la oposición ha sido este: enclaustrar al Gobierno en el presente y cortar las amarras de las izquierdas con el futuro. Lo que antaño era la diferencia sustantiva de nuestro campo cultural, que era ordenar las necesidades del presente en torno a un proyecto colectivo, volcando la voluntad de las masas a la conquista del futuro, hoy se ha desactivado ante la necesidad de reducir la incertidumbre y atender las miserias del neoliberalismo. En una operación histórica brillante, los herederos de las banderas derrotadas ayer son presentados hoy como los culpables y únicos responsables de atender las consecuencias del fracaso del proyecto triunfante. Las izquierdas que ayer pusieron los cadáveres sobre los que se construyó un nuevo orden, deben hoy –en el cuerpo de sus sucesores– asumir la reparación del descalabro sistémico del capitalismo postindustrial.
Las izquierdas no pueden eludir ese desafío, porque son las condiciones concretas de su acción. La historia no espera por las escenas propicias y el triunfo agónico de proyectos que por lo menos siguen pronunciando esa palabra, la izquierda, obliga a poner las energías en disposición de lucha. Pero al asumir esa tarea, que hoy se expresa en la crisis socioambiental, en la estela de muerte del extractivismo, en los límites de un desarrollo altamente dependiente, en la agudización absurda de las desigualdades, en el estallido de la connivencia entre capitalismo y patriarcado, en la urgencia de hacer frente al crimen organizado, en la reemergencia impune de discursos excluyentes y contrarios a la emancipación universal de los proyectos revolucionarios, en la necesidad, decíamos, de asumir simultánea y sistémicamente las manifestaciones actuales de la profunda crisis del proyecto del capital, las izquierdas no pueden perder de vista la importancia de atar las respuestas de hoy a esos guiones con que los nuestros solían reclamar soberanía sobre el mañana.
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Resolver estos problemas es urgente, tanto para evitar insistir en un gobierno de izquierda que, tal vez, al negarse a ello, a esa identidad, se permite la inmovilidad justificada en falacias; como para evitar izquierdismos que insisten en soluciones imposibles, retóricas o simbólicas, a problemas que realmente no saben resolver. Así, atacar tanto la huida por la derecha de la política conflictiva, como la huida por la izquierda de la política real, son soluciones para explicar cómo se pierde. Pero son inútiles incluso para los más mínimos avances progresistas en esta administración. La incertidumbre es profunda y los instrumentos desde los que hoy se opera tienen claros límites. Pero no habrá política comunicacional, discurso económico ni movilización social que rindan si estas escenas no se ajustan a lo clásico, lo básico y lo sustantivo: convencer y convencernos que solo aquí, en las izquierdas, hay garantías de un futuro afín con el desafío de la vida en común.