¿Gobiernos de una izquierda post-radical? Los ecos de Atenas 2015 en Santiago 2022

Todo eso se acabó. Prometer nuevos estallidos sociales solo da miedo a los carcamales, no a la gente seria. No se terminó de súbito, por supuesto, sino que en algún punto en el último tercio del siglo XX. De aquello se ha escrito suficiente. En cambio, de cómo se extingue ese fantasma, y no tanto en sus enemigos, sino entre sus incómodos aliados demócratas e institucionalistas, que hoy son toda la izquierda, entendemos poco. Su canto de cisne moribundo es la ausencia de alternativa de orden social y de la producción, de la vida toda, que no sean distintas versiones del capitalismo. La parálisis estratégica del gobierno chileno actual, su frivolidad y hasta ridiculez al intentar conciliar impostada radicalidad con obligada moderación, da cuenta de esos problemas más de fondo.

por Luis Thielemann H.

Imagen / Rayado a favor del “no” en el plebisicto griego, 2015, Atenas, Grecia. Fotografía de Julia Tulke.


I.

La radicalidad derrotada del siglo pasado era una materia prima, un recurso fundamental para los progresismos del siglo XXI. Eran una mezcla de orgullo de parte, rebeldía devenida en gesto chic, una garantía de historia y una promesa de anclaje. Aunque no fuese real, era necesario como símbolo. En Syriza estaban una serie de grupos ex-comunistas y que provenían del entorno anarquista y autonomista, formados entre luchas callejeras, sindicalismo rojo y cargados de la memoria del partisanismo y el revolucionarismo armado del siglo pasado. En el Labour, los grupos trotskistas y del obrerismo mantenían una llama radical viva en un sector del socialismo inglés. Incluso entre los demócratas norteamericanos, el relanzamiento de los Socialdemócratas de América (SDA) en EEUU parecía que redibujaba el ala sindicalista y antioligárquica del viejo partido del New Deal. En España, desde sus líderes hasta sus bases, Podemos mostraba a estudiantes y activistas radicales –que apenas habían dejado las Okupas y asambleas barriales para convertirse en diputados–, y a su alianza con Comunistas y los filo-trotskistas de Anticapitalistas, que conservaban la radicalidad a pesar del ingreso a la institucionalidad parlamentaria. Pero en ninguna parte como en la izquierda latinoamericana, la promesa revolucionaria había sobrevivido tanto tiempo como fundamento de su ser. El chavismo se nutría de viejas vanguardias guerrilleras del Caribe, combinados con militares nacionalistas y emborrachados del mito de la Independencia, crecieron mirando y admirando a los barbudos de Fidel. El PT brasileño tenía al obrerista Lula a la cabeza y al sindicalismo paulista como su brazo plebeyo amenazante en la ciudad, y a los del Movimiento Sin Tierra (MST) en el campo, dispuestos al asalto –literal– de los territorios oligárquicos. Evo y el MAS eran la fuerza de un sindicalismo que tenía por tradición la rebelión y cuyo máximo referente era el mismo Evo Morales, y que se veían acompañados de ex guerrilleros como el mismo Álvaro García Linera. El Kirchnerismo se mostraba en sus inicios, por allá por el 2003, como un antro de ex Montoneros y uno que otro heredero del ala más radical del sindicalismo peronista; y la sombra de la lucha armada fue un flanco que la derecha no dudó en usar para atemorizar a los electores. Incluso, en Chile, el bacheletismo, heredero directo de la renovación socialista y la Concertación neoliberal, integró al Partido Comunista a su coalición, partido de la lucha armada contra la Dictadura, y honroso ausente de los pactos de la Transición. Casos similares son los ecuatorianos, paraguayos, o el uruguayo con los ex guerrilleros Tupamaros liderando el Frente Amplio. En todas partes, la moderación progresista llevaba siempre dentro, a modo de amenaza, de referencia de identidad política histórica, o ambas a la vez, un brazo radical, rupturista.

El polo radical era un aliado imprescindible. A veces por su peso de masas, la mayoría por su peso simbólico. Eran los viejos que bendecían a los jóvenes, y para éstos, los oropeles y medallas de los viejos, también sus banderas, los bañaban de legitimidad, los integraban a una historia honrosa.

 

II.

Se abre, ahora en Santiago, lo que empezó en Atenas en 2015. El débil muro de miedo o respeto a las viejas radicalidades del pasado, encarnadas en personas, promesas o partidos, se derriba y la moderación avanza sin trabas. Ni siquiera es moderación, pues ya ni siquiera se fue radical, simplemente es el abandono de los símbolos. La postradicalidad es el fin de la purga de los miedos anticomunistas mediante un socialismo mínimal y una normalidad de mercado inalterada; y el paso de lleno a la simple administración piadosa y de buenos modales del capitalismo. Un laissez faire con conciencia social. De Syriza a Boric, está un largo funeral para enterrar, por fin, al muerto. El fantasma que recorría el mundo era realmente el de la ruptura popular, el socialismo hecho sin pedir permiso ni perdón, y que tuvo en el plebiscito griego de junio de 2015 su momento de renovada promesa, y de inmediato de exorcismo final. En Chile, fue el tránsito de junio de 2011 a septiembre de 2022, pasando espectacularmente por octubre de 2019.

Son tiempos del fin del fantasma de la radicalidad, de la transformación vía ruptura y saltándose los procesos institucionales, de la movilización de masas para trastornar la movilización de los políticos, el fantasma de la violencia popular como ganzúa que hace saltar el candado de la violencia capitalista. Todo eso se acabó. Prometer nuevos estallidos sociales solo da miedo a los carcamales, no a la gente seria. No se terminó de súbito, por supuesto, sino que en algún punto en el último tercio del siglo XX. De aquello se ha escrito suficiente. En cambio, de cómo se extingue ese fantasma, y no tanto en sus enemigos, sino entre sus incómodos aliados demócratas e institucionalistas, que hoy son toda la izquierda, entendemos poco. Su canto de cisne moribundo es la ausencia de alternativa de orden social y de la producción, de la vida toda, que no sean distintas versiones del capitalismo. La parálisis estratégica del gobierno chileno actual, su frivolidad y hasta ridiculez al intentar conciliar impostada radicalidad con obligada moderación, da cuenta de esos problemas más de fondo. Ha sido evidente, como fue en Grecia en 2015, que en Chile 2022 no existen técnicos con métodos o estrategias alternativas a la búsqueda de la ganancia capitalista –ya sea en forma de ingresos de las empresas estatales o subiéndole impuestos a las privadas–, con fines y objetivos radicales y a la vez posibles (la pregunta por la libertad se la llevaron los derechistas más delirantes y nadie parece desesperado por ello); y que son posibles porque se han elaborado medios racionales para alcanzarlos. Solo hay charlatanes. En las filas de la izquierda post-radical se carecen de caminos políticos socialistas posibles y realizables en las condiciones actuales, y ya no hay anhelos revolucionarios que los picaneen para continuar la búsqueda. Así las cosas, seguimos dependiendo de la versión piadosa del capitalismo.

 

III.

Pero no es que la izquierda haya soltado una radicalidad muy profunda, ni que la promesa revolucionaria haya perdido por sus propios méritos una credibilidad de la que gozó en otras épocas. La pérdida real, el agujero del desfonde, está en el fin del “mito revolución” entre las clases populares del capitalismo actual. Ya nadie recuerda ni conoce una ruptura estratégica como para desearla sin recurrir a la abstracción. No es un fantasma, es una fantasía. Así, la pérdida de los objetivos radicales es el reflejo ineludible, aunque los vanguardismos siempre lo hayan porfiado, de la ausencia natural de disposición masiva a la ruptura, de la obligación de construir una clase dispuesta a la política radical. Desde las grandes crisis económicas de 2008 a las revueltas andinas de 2019, la presencia del pueblo en lucha ha sido tan espectacular y masiva, como notoria es su carencia de promesa radical. Es el pueblo, sí; pero no es el pueblo antagonista, tal vez ni siquiera agonista, sino que simplemente una congregación en torno al clasismo intuitivo que sostiene como deseos candentes las promesas imposibles del progresismo. Es el saldo de cuatro décadas de despolitización asistida, de expulsión de las mayorías populares de la política: la ausencia allí de una comprensión materialista, desilusionada y conspirativa –moderna, a fin de cuentas– de la política.

Es una fantasía y no un fantasma porque no evoca ninguna muerte, sino lo que falta. La ausencia, también, de mapas para estas situaciones. Otros se sentirán cómodos, tal vez, pero la izquierda no debería. No saber maniobrar en un escenario post-radical, pero cargado de lucha de clases, es declararse inútil. No se sabe producir lucha política dentro del Estado y en el Gobierno sin que de inmediato signifique conflicto fratricida. El populismo identificó, en la práctica, el agonismo democrático con el simple parlamentarismo y la burocracia administrativa, bañado de agitacionismo pop. Y eso es el agonismo democrático desanclado de economía política, ciego a propósito ante la lucha de clases.

Entonces, una pregunta puede abrir caminos de salida: ¿cómo producir estrategias democráticas y a la vez clasistas y de clase, en un escenario en que la izquierda es gobierno a través de las clases medias profesionales, incidiendo en el Estado con audacia y decisión pero sin quebrar la alianza de gobierno? Es un puzle difícil, pero esto nunca ha sido simple y materiales para elaborar sobran. Porque sigue habiendo un pueblo. Sigue habiendo una lucha de clases donde crecientemente se identifica como una parte, una obligada a la pelea. Incluso en la oposición popular a la clase que gobierna hay claves de sentido sobre dónde apoyar el fulcro de una futura apuesta radical. Algo hay en las bromas sobre Ñuñoa que los derechistas y ricos no pueden entender, ni reír, sino que les indica que deben temer. En toda época histórica el clasismo es anterior a la formación de clases. Hay una falla que atraviesa todo el arco de la alianza social que eligió al actual gobierno de Chile, y es la que separa a una clase histórica e ideológicamente compuesta de una enorme masa todavía fragmentada, pero con intuiciones de su diferencia y de su potencia política. Aprenderá de la política, de sus tiempos, de las dificultades y posibilidades. Y aprenderá más rápido que la vez anterior. Para ese pueblo, hay que producir una nueva radicalidad, anclada en la historia y asumiendo la necesidad de superarla.

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Historiador, académico y parte del Comité Editor de revista ROSA.