La Casa de Windsor

Confrontados por la apabullante popularidad de la monarquía, no es suficiente atorarse con indignación y desprecio, o consolarse a uno mismo con cuentos de uno o dos honestos haters de la Reina en un pub la noche de un domingo. Tales actitudes llevan, o al tipo de disgusto con la sinrazón popular—las masas que se dejan engañar por un espectáculo vacuo—, o a nociones románticas de un pueblo que realmente no se deja engañar por todo esto y permanece secretamente consensuado detrás de la fachada de la bandera británica. Ambas nociones son peligrosas para el socialismo. Es mucho más importante preguntarse cuáles son las razones históricas del carácter especial de la monarquía británica. Estas no pueden ser reducidas a consideraciones abstractas de ideología y clase. Es más, son estas mismas características las que nos deben ayudar a comprender las causas de la popularidad de esta institución.

por Tom Nairn

Traducción de Afshin Irani / Texto original publicado en New Left Review 127 (junio 1981)

Imagen / La corona real británica, 2012. Fuente: UK Parliament.


Los socialistas genuinos siempre han detestado a los monarcas de la familia Windsor. Ellos aparecen para confrontar a una nación absorbida por un penoso culto a la corona, sin ninguna pizca de un republicanismo decente en su composición. Mientras sueñan con el comunismo, el país no ha avanzado de su vieja rapsodia feudal. Los periódicos dominicales ‘serios’ de la burguesía llevan a sus primos sanguinarios a nuevos niveles de histeria. Si tienen la oportunidad, los concejales laboristas babean sobre los dedos reales y pies dinásticos. Las enormes multitudes y las fêtes callejeras en el año de jubileo[1] atestiguan la permanente popularidad de la monarquía.

Sin embargo, el reto de los socialistas ante este verdadero hechizo es, a menudo, notablemente endeble. ‘Parásitos y Gorriones’, dice un reciente panfleto izquierdista anti-jubileo, y que ha sido repartido por una agrupación. ¡Vaya costo de toda esta chuchería! como tienden a decir William Hamilton y otros miembros del desvanecido segmento tradicional del movimiento obrero no-conformista. Los marxistas a veces van más allá de estas prédicas, pero normalmente lo hacen para dar un estándar, un cierto despacho mecánico al asunto en sus propios términos: la monarquía es una ilusión deliberadamente mantenida, una clase opiácea destinada a aburrir y/o distraer a la conciencia de clase obrera. Nuestra clase dominante siempre ha sido fuerte en el terreno de la ideología, mucho más superior que en el de la coerción como método de dominación cuando puede hacerlo funcionar; esta es una de sus armas ideológicas más fuertes y, ciertamente, funcional.

Este relato es satisfactorio para algunos. Sin embargo, pocos realmente sienten que sea lo suficientemente profundo. Confrontados por la apabullante popularidad de la monarquía, no es suficiente atorarse con indignación y desprecio, o consolarse a uno mismo con cuentos de uno o dos honestos haters de la Reina en un pub la noche de un domingo. Tales actitudes llevan, o al tipo de disgusto con la sinrazón popular—las masas que se dejan engañar por un espectáculo vacuo—, o a nociones románticas de un pueblo que realmente no se deja engañar por todo esto y permanece secretamente consensuado detrás de la fachada de la bandera británica.

Ambas nociones son peligrosas para el socialismo. Es mucho más importante preguntarse cuáles son las razones históricas del carácter especial de la monarquía británica. Estas no pueden ser reducidas a consideraciones abstractas de ideología y clase. Es más, son estas mismas características las que nos deben ayudar a comprender las causas de la popularidad de esta institución. El pueblo británico no es estúpido por adorar a una cabeza coronada, pero es víctima de una cultura política que, en ciertos aspectos definidos, es retardada y limitada. Estas peculiares limitaciones llegan de las experiencias imperiales, y están enraizadas en la naturaleza del Estado existente. Es inútil criticar a la monarquía si está aislada de estas cosas. En la muerte de la Reina Ana en 1714, la clase dominante británica invitó al monarca de un obscuro principado alemán a ponerse los zapatos de Rey. Ellos hicieron esto para asegurar la preservación del orden social establecido por la limitada burguesía revolucionaria del siglo previo—1640 y 1688. Fue esencial que la nueva dinastía pueda ser controlada y protestante. Ninguna otra fórmula les hubiese garantizado la Carta de Derechos en 1689, y la unión con una Escocia mayoritariamente presbiteriana, formada solo siete años antes.

El pretexto dinástico para el cambio yace en la distante conexión sanguínea de los hanoverianos con el antiguo linaje Estuardo[2]. Como sea, esta fue (aunque importante) una cuestión técnica y secundaria. Su distancia, su protestantismo y el hecho que fuesen extranjeros, era lo que contaba. En su país, los electores de Hannover eran pequeños gobernantes absolutistas del tipo que aún dominaba el panorama político europeo. Pero la elite británica calculó, con bastante acierto, que el choque cultural del trasplante de su pequeña patria a un gran estado mercantil los mantendría tranquilos.

Aquí estaba en juego mucho más que el deseo de una vida tranquila. La casta gobernante de terratenientes y comerciantes posterior a 1688 temía el regreso de la realeza absolutista, que seguía siendo la forma normal de gobierno en casi cualquier otro lugar. Para hacerse una idea del universo de la reacción momificada que representaba la realeza en aquella época, basta con consultar el análisis de Perry Anderson sobre el periodo en su Lineages of the Absolutist State[3]. Seguía siendo un mundo de déspotas ignorantes, que mostraba pocos signos de seguir el camino holandés o británico hacia la revolución. Los pretendientes Estuardos más cercanos -con un reclamo de sangre al trono mucho mejor que el de Jorge I- se encargaron de devolver a las Islas Británicas a ese mundo de tradicionalismo santificado. Debemos recordar que la amenaza no se disipó definitivamente hasta treinta y dos años después de la llegada de Jorge, con la derrota de la rebelión de Carlos Eduardo Estuardo en Culloden en 1746.

Este fue el lado negativo de la instalación de la Casa de Hannover (que sólo en 1917, cuando se vio impulsada por una ola de sentimiento anti alemán, fue rebautizada como Casa de Windsor).  Pero el aspecto positivo de esta operación fue mucho más importante. Además de evitar el regreso del absolutismo católico, la nueva familia se vio obligada a adaptarse al carácter del Estado posterior a 1688. Este fue —y todavía sigue siendo— el punto crucial. Desde el principio, la monarquía moderna del Reino Unido ha sido una parte de un sistema estatal distintivo.

 

Traicionando a la Revolución

En el mundo feudal tardío, el Estado británico era, por supuesto, una fuerza revolucionaria.  Fue el primer gran logro de la revolución burguesa, superando los límites de la ciudad-estado de las formas previas de poder de la clase media. El enorme ímpetu que adquirió con esta ruptura lo llevaría, en poco tiempo, a derrotar a Francia y a una carrera vertiginosa de expansión colonial.

Y, sin embargo, esta asombrosa creación seguía llevando inevitablemente las marcas de su época. Este primogénito Estado capitalista -como los Estados socialistas primogénitos del siglo XX- sufrió profundas deformaciones que reflejaban su lucha contra el entorno mundial hostil. Hasta 1746 su propia existencia estuvo en duda. Los Borbones y los Habsburgo estaban esperando un movimiento en falso de los advenedizos. Contaban con poderosos aliados internos aún deseosos de deshacer el Acuerdo de la Revolución, no todos ellos en Irlanda o en las Tierras Altas de Escocia.

La monarquía fue una parte importante del modelo de traición de la revolución. El castigo de ser los primeros en el nuevo universo político fue que la camarilla gobernante tuvo que tantear su camino hacia la hegemonía permanente, a través de un largo proceso de cambios y estrategias. Juzgadas a la luz del republicanismo radical que había florecido durante las propias revoluciones, estas eran concesiones vergonzosas. El escurridizo empirismo del Estado del siglo XVIII podría representarse fácilmente —y lo fue— como una abyecta rendición a la época. Al igual que la Rusia soviética puede ser caricaturizada como un zarismo renacido, la Vieja Corrupción de Walpole y Pitt[4] podría considerarse igual que los otros regímenes antiguos del continente.

En efecto, el sistema político posterior a 1688 no podía dejar de ser una forma bastarda.  Abrió el camino hacia el igualitarismo burgués, el orden constitucional más racional del siglo XIX, pero nunca llegó a ese nuevo mundo. El estado capitalista original nunca llegó a ser un estado típico.  La clase dirigente cayó en su propio pragmatismo y se encerró en la bizarra ilógica de su política de transición. Para empezar, con los reyes hannoverianos sólo fueron una parte de esa extraña posición de compromiso. Temerosa de un retorno al Derecho Divino, la clase gobernante no se sentía capaz de prescindir totalmente de la realeza. Con toda razón, pensaron que el espectáculo de una corona les ayudaría a mantener la autoridad, tanto en el interior como en los asuntos exteriores. Una monarquía ‘escénica’ o “constitucional” de este tipo podría ayudar a sobrecoger a un pueblo aún no politizado, y mantener su objetivo en las transacciones con los déspotas continentales. Para ello, la oligarquía se embarcó en un poderoso programa de espectáculo cuyos frutos aún están entre nosotros. Les ayudó la revuelta de 1745 y los paroxismos del alivio burgués que siguieron a su derrota.

Sin embargo, esta versión primitiva de la société du spectacle registró un éxito bastante limitado. De hecho, no fue sencillo transfigurar a los “pequeños terratenientes alemanes” en un simulacro aceptable de la monarquía de las grandes potencias, y -como demostró la historia radical de principios del siglo XIX- el escepticismo popular sobre la institución siguió siendo bastante fuerte. Las limitaciones personales de los primeros ejemplares de la familia habían constreñido la campaña; la demencia de Jorge III y el libertinaje del Príncipe Regente amenazaban con paralizarla por completo. En el Pabellón Real de Brighton, el verdadero espíritu de la realeza absoluta se vengó cómicamente de sus falsos sucesores.

El mito habitual es que la reina Victoria curó todo eso, gracias al carisma personal de una monarca genuinamente burguesa: mojigata, sobria, tacaña y deferente con las normas de un Estado de clase media. Los libros de texto escolares siempre han dejado caer un velo de decencia sobre las décadas anteriores, con sospechosa despreocupación (por cierto, ésta es una de las razones por las que la Regencia se ha calificado tan notablemente como un período para la ficción histórica romántica). Se reconoce aquí una típica inversión idealista del proceso histórico: se hace responsable del cambio a una personalidad, en lugar de un cambio material que afecta a dicha personalidad.  En realidad, fueron los éxitos militares y coloniales los que transfiguraron la estirada monarquía británica en la farsa tipo Disney de los tiempos modernos. La victoria del Estado británico sobre la revolución burguesa más radical en Francia había sido la clave. Es como si -siguiendo la analogía con los estados socialistas antes mencionada- el régimen de Brezhnev llevara a cabo una conquista exitosa de China y se repartiera después todo el continente asiático. Incluso el más doliente y reptiliano de los sistemas difícilmente podría dejar de adquirir un nuevo impulso.

En el contexto de la época, los éxitos del régimen de Windsor si fueron algo, fueron mayores. Durante un tiempo, prácticamente “ocupó” el mundo. Los avances de su revolución industrial entregaron continentes en sus garras, de una manera que ningún estado posterior sería capaz de emular. Al rico linaje se le precipitó a la cabeza la riqueza de un mundo, otorgando una nueva magnificencia y significado a su mediocre dinastía. Es cierto que sólo un estilo de vida claramente más pequeñoburgués en la Casa Real lo hizo bastante aceptable para las nuevas clases medias ricas; sin embargo, esto fue sólo la condición necesaria de la apoteosis, no su causa. El recorte moral era un precio insignificante por la gloria externa; y la gloria se reflejaba desde la posición de primacía y dominio imperial del Estado.

 

Contrarrevolución imperial

Fue la dominación imperial la que proporcionó a la Corona su joya más brillante en el sentido figurado y literal de la palabra. La India proporcionó la base material para envolver a la clase obrera en la mitología burguesa. También proporcionó el Koh-i-noor, la mayor joya en bruto del mundo, que hoy en día se encuentra montada en la Corona ceremonial.

Un éxito externo tan notable tuvo profundas repercusiones internas. Sirvió para fijar la vieja política de transición de Inglaterra en una cáscara irrompible. ¿Qué puede haber de malo en una sociedad que ha obtenido estos triunfos? La nueva burguesía de un siglo industrial fue ganada, primero a la tolerancia y luego al amor por el Estado bastardo. Todas las marcas del cripto-feudalismo se convirtieron en virtudes supremas. Ese carácter generalmente retrógrado y simulador que le infligió el aislamiento histórico se convirtió en una manifestación de sabiduría racial: el don británico para el cambio pacífico y no radical.

La nueva burguesía anglo-escocesa, que se regodeaba en su “edad de oro” de depredación colonial, no sentía ninguna necesidad especial de reformar y modernizar su sistema estatal.  La destartalada maquinaria fue simplemente parchada y ampliada cuando fue necesario. Dinastía y todo eso. La pereza política se justificó como laissez-faire; la somnolencia ideológica fue sub-escrita por el nuevo y romántico mito de los orígenes, una enfermiza parodia de la que se escurrió por completo la Revolución, y donde Carlos I se convirtió en un héroe trágico. En el núcleo de este sistema, todos los rasgos vitales del compromiso del siglo XVIII permanecieron intactos (al igual que en la actualidad): jerarquía, deferencia, un elitismo de base civil, secreto caballeresco en el gobierno, administración “amateur”, etc. Este es el contexto que explica el nuevo papel de la monarquía en la Gran Bretaña moderna -o, es más exacto decir, en una Gran Bretaña que se ha negado a convertirse en “moderna” durante tanto tiempo que ahora es incapaz de dar el salto sin una revolución.  A partir de mediados de la época victoriana, a medida que la política de Westminster se hundía en una inercia y una autosatisfacción cada vez más convencidas, los asuntos dinásticos cobraron una importancia cada vez mayor. Bajo el Imperio, el conservadurismo sociopolítico registraba un éxito sin precedentes. La realeza se convirtió en la poderosa expresión de esta tendencia -una tendencia que, por supuesto, no podía dejar de ser de naturaleza realmente popular, y que afectaba básicamente al desarrollo de los movimientos de la clase obrera británica

Los monarcas británicos no están solos en el Olimpo social (como pretenden los relatos de los cuentos de hadas). Están rodeados de un orden estatal necrófilo que gime con reliquias embellecidas, talismanes oxidados y precedentes místicos.  La reconstrucción de esta tumba fue una de las primeras prioridades del gobierno laborista posterior a 1945. La Corona descansa, como lo ha hecho desde la Revolución, en una estrecha pero decidida élite civil dedicada a la gestión sapiente de esa pasividad de masas ligada al imperio. Es toda la hegemonía premoderna la que suministra el clima de la realeza británica. Sin la primera, la segunda perdería de inmediato el peculiar poder ideal y la popularidad de la que aún goza.

Por eso es bastante engañoso comparar a los Windsor con otras formas de monarquía supervivientes Es cierto que algunos Estados modernos (como Dinamarca o Suecia) han mantenido una dinastía ceremonial en lugar de un presidente elegido. Pero esto es lo contrario de lo que ocurrió en el Reino Unido.  En este caso, un orden estatal arcaico ha empleado -podría decirse que sobre utilizado- el simbolismo de la monarquía para evitar la modernización. Los Windsor no son realmente reyes y reinas ciclistas, monarcas igualitarios. Son las herramientas esenciales de un conservadurismo social que ha logrado desactivar tanto el igualitarismo como la democracia política.

 

Compensación por la derrota

A medida que el imperialismo británico se reducía y el régimen se tambaleaba en el largo curso descendente, la Corona aumentaba su importancia. Cada nueva retirada iba acompañada de salvas reales más ruidosas, esclavitudes más obsequiosas por parte del grupo de poder de la alta burguesía y más agitación histérica de las banderas de abajo. En general, se supone que una Cabeza Coronada funciona como una imagen palpable de continuidad y tranquilidad; aquí, actúa como una poderosa garantía de sofocación de la sobre continuidad y la complacencia al estilo del Imperio.

La situación sería mucho más feliz si la reina Isabel funcionara como un opiáceo para prevenir la revolución socialista que se avecina. La verdad es muchos grados más funesta. Ella y su pirámide de lacayos constituyen un peso muerto que reprime, por así decirlo, la revolución antepasada en Gran Bretaña. Su fuerza ideológica se basa en una ya vieja pérdida de valor por parte de la propia burguesía, en la capitulación interna del siglo pasado, expresada de forma más llamativa para nosotros por la virtual desaparición del republicanismo de clase media en el reinado de Victoria. La “magia” de nuestros monarcas es el dulce olor de la decadencia que surge de este estercolero montañoso de asuntos burgueses inconclusos.

La particular y exagerada popularidad de la que goza la realeza es la voz de un conservadurismo social aún activo. Es una manifestación de una nación que dio la espalda a los dolores del progreso hace generaciones, y luego se volvió incapaz de hacer otra cosa. Ahora, cada nuevo fracaso a medias y de rodillas para “volver a poner a Gran Bretaña en pie” va seguido de una recaída en los ensueños de compensación al estilo de Tolkien.  La dinastía es esencial para esto. Así, el Partido Laborista lanzó su última revolución indolora en 1964-67; una década después presidió el Jubileo de Plata y rezó abiertamente para que el petróleo del Mar del Norte hiciera posible el acontecimiento dorado de 2002.  El petróleo mantendrá el carro de los inválidos como lo hizo el imperio. Al final, el Gobierno de Sir David Owen montará un espectáculo del siglo XXI que hará que el Jubileo parezca una fiesta de pueblo.

Es odioso, pero no sorprendente, que gran parte de la clase trabajadora de cuatro países siga cautivada por este simbolismo geriátrico. El conservadurismo social en cuestión no es un truco practicado sobre ellos por los gobernantes (aunque, por supuesto, hay elementos de esto en la gestión escénica de la realeza). Se trata de una mentalidad muy arraigada, que aún no ha sido destruida por la experiencia de las masas. El imperialismo ha dejado tras de sí un detritus mucho mayor de lo que admiten los juicios superficiales de la izquierda, y varias generaciones han exprimido esta sustancia en forma compacta y resistente. Se transmite de mil maneras a través de los vasos capilares de la cultura popular, así como azotada por los ministros y barones de la prensa.

Por esta razón, la contra-histeria contra la Reina tiene poco efecto.  Las denuncias de lo que cuesta, o de cuántas hectáreas posee, son un desvío inútil. Esto no es en absoluto un consuelo ante la desesperación. No hace falta decir que un republicanismo intransigente seguirá siendo el centro de todas las formas no laboristas de socialismo en Gran Bretaña. Sin embargo, de poco sirve abusar de la propia Monarca, aislada de la decrépita Catedral-Estado donde está entronizada. Cuando este edificio se derrumbe por fin, enterrará a su dinastía entre sus ruinas. Los socialistas, incapaces de levantar muchas protestas públicas contra estas orgías, pueden consolarse con el hecho de que la clase dominante está perdiendo las canicas. A medida que una piedra tras otra caiga sobre la cabeza de la vieja pagoda en ruinas, la antigua Weltanschaung de Windsor también cederá. El Observer y la BBC seguirán metiendo polifilia monárquica en las grietas mientras puedan. Pero los propios cimientos se están derrumbando bajo las tensiones añadidas de la recesión mundial, las divisiones políticas y la agitación nacionalista en Irlanda, Escocia y Gales. En lugar de retorcerse, los socialistas deberían planificar -espero que al menos con una pizca de optimismo- el día en que los gobernantes admitan que el viejo edificio es inhabitable, y salgan de él luchando.[5]

 

Notas

[1] N. Del T.  Un año de jubileo es el nombre con el que se asigna un aniversario del reino de un monarca.

[2] N. del T. En inglés, el linaje de la Casa de Stuart.

[3] N. Del T. Anderson, Perry. El Estado absolutista. Siglo XXI. 2016.

[4] Robert Walpole (1676 – 1745), es considerado de facto como la primera persona en ocupar el cargo de primer ministro del Reino Unido de Gran Bretaña. William Pitt (1708-1778) Defendió la formación de un Imperio británico en ultramar. Fue rival político de Walpole y participó en la caída de este. Fue secretario de Estado con Jorge II y llegó al cargo de primer ministro de Gran Bretaña bajo el reinado de Jorge III.

[5] Publicado originalmente en Socialist Challenge, en junio del año 1977. Esta traducción está hecha sobre la base de la republicación del escrito en el número 127 de la New Left Review, en junio del año 1981.

Afshin Irani
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Licenciado en filosofía y estudiante del Magíster en Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile.

Tom Nairn

Académico y teórico político escocés, investigador de la Escuela de Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad de Durham. Conocido ensayista y partidario de la Independencia de Escocia, Nairn es considerado uno de los principales intelectuales de la Nueva Izquierda británica, a pesar de que también ha criticado a este grupo por su nostalgia nacionalista.