El Rechazo como psicosis

La tendencia reciente de una parte de la institucionalidad a reconocer públicamente la posibilidad de un triunfo del Rechazo –coronada con las declaraciones recientes del presidente Gabriel Boric– no corresponde a una crítica genuina a la “tendencia a disminuir al adversario” y el narcisismo patológico denunciado por Gramsci. Sobre todo, porque tal crítica no es útil ni productiva cuando se realiza como acto de inmolación público. Tampoco es, desde luego, el deseo melancólico por la derrota de la izquierda histérica, abocada en la actual coyuntura a defender el abstencionismo y el voto nulo. Se trata más bien de una continuidad burocrática de la psicosis del Rechazo, que reactiva –quiéralo o no– los deseos de orden y de una clausura conservadora del proceso constituyente, desde luego en los términos de un nuevo acuerdo nacional transversal de todo lo que se llama clase política.

por Claudio Aguayo Bórquez

Imagen / Psycho, Alfred Hitchcock.


“La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar conciencia de su propio contenido. Allí, la frase desbordaba el contenido; aquí, el contenido desborda la frase”

K. Marx

 

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En el plano del plebiscito, asistimos a una auténtica psicosis del “Rechazo”. El “Rechazo” significa sobretodo la posibilidad de que el objeto central del proceso constituyente, la constitución, quede para siempre en falta, desaparezca del mapa. Los medios de comunicación han contribuido cuidadosamente a la creación de esta psicosis. Las encuestas, fidedignas o no, ayudan otro poco, generando una sensación de desazón y de derrota –o de pérdida. Un objeto perdido, para siempre en falta, surgiría de ese momento eventual en el que el proceso constituyente llegue a un cierre negativo, reaccionario.

Lo que la ideología de la derecha chilena y parte del centro neoliberal quieren fabricar, en otros términos, es un cuadro delirante de toda la institucionalidad política. Ante la convicción de que el Rechazo tiene un triunfo asegurado, será necesario un nuevo tipo de ordenamiento. En otros términos, lo que requiere toda psicosis: un parche simbólico. La pérdida de un proceso constituyente cuya génesis es ubicada en el estallido de octubre de 2019, resulta una posibilidad demasiado traumática para ser aceptada. Paradójicamente, la derecha y el neoliberalismo juegan una vez más con el inmenso poder del trauma en la política y la lucha de clases. Todo el desorden, la violencia social, la falta de horizontes, son puestos en ambos lados de la ecuación: en el proceso constituyente, objeto de una campaña rampante e incesante de desprestigio y difamación, y en el plebiscito mismo con sus dos opciones.

La campaña del Rechazo no consiste, de este modo, tanto en ganar como en profundizar esta imagen de catástrofe social y política. Ricardo Lagos ha dicho consecuentemente que este proceso termina con todos más “desunidos”, con una constitución “partisana”. Los viejos rumiantes de la Concertación denuncian que la constitución compromete la “paz, la prosperidad y el desarrollo”, como dijo otro expresidente, Eduardo Frei. Se trata de lo que Rodrigo Karmy ha llamado correctamente un “golpe portaliano”, la creación de una necesidad (psicótica) del estado en forma y del báculo monárquico del presidencialismo chileno. ¿Qué permitiría este terrible fantasma del desastre institucional, sino la necesidad de un nuevo Orden, diseñado por las fuerzas políticas moderadas, parcas, defensoras del amor a la república neoliberal?

 

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¿No ha sido precisamente esta la forma en que los intelectuales de derecha han presentado el estallido de 2019, como una revuelta de crímenes, como un “hundimiento de Chile en una última oscuridad”, al decir de Lucy Oporto?

Saqueadores anónimos realizando sus violentos deseos, lumpenfascistas destruyendo Santiago, agentes de la psicopatía estructural de la sociedad: epítetos con los que una capa importante de los estratos bien pensantes del neoliberalismo tardío inician un reemplazo cuidadoso, rimbombante, de cualquier análisis del conflicto de clases de la sociedad chilena y la irrupción popular, por una piscología de masas prefreudiana, afincada en la vieja fantasía sostenida por Gustav Le Bon –las aglomeraciones son siempre degradaciones de la conciencia, formas de neurosis colectiva y de histeria. Carlos Peña llegó a atribuir, recordémoslo, toda la furia material del estallido a un tipo de insatisfacción existencial de las clases medias –para él constituidas por el 60% de chilenos con acceso al consumo, en un país donde el 50% de la población percibe salarios menores a 420 dólares. Clases medias consumidoras, decía Peña, que “reclaman la posibilidad de definirse a sí mismos” y salen a la calle a pedir cosas absurdas (“Piñera a la horca; los árboles serán liberados”, etc.). Es como si el bienestar material de esta clase media inventada contuviera, como dice Peña, un malestar soterrado, una furia escondida, que sólo pudo hacerse explícita en un acto de violencia inaudita.

Asimismo, Hugo Herrera, historiador de las ideas y filósofo cercano a Renovación Nacional, ha hablado del dios silente, de un deus absconditus violento que ha irrumpido con su caos y su furia para mostrar las grietas inherentes de la sociedad chilena –todo ello para terminar reclamando, a la postre, una nueva fidelidad espiritual, el renacimiento del catolicismo que reclama Pablo Ortúzar. La psicosis del Rechazo es la continuación pública y amplificada de este retrato esquizofrénico de las masas como afectadas por un almabellismo contagioso, por una histeria viral que habría de terminar necesariamente con la destrucción de las grandes ciudades y el desplome de la tradición. La Convención Constitucional ha sido cuidadosamente presentada en los medios –no sin el apoyo de este panel de intelectuales constituidos en la vanguardia del reaccionarismo– como el reflejo de una pérdida distópica de sentido común. Como continuidad estallidista de una subversión delirante.

 

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Gramsci señala en sus famosos Cuadernos que la tendencia a disminuir al adversario, “para poder creer que se le vencerá sin ninguna duda” lleva aparejada oscuramente un juicio sobre la propia incapacidad y la debilidad, una autocrítica abyecta que “se avergüenza de sí misma, que tiene miedo de manifestarse explícitamente y con coherencia sistemática”. Gramsci parece criticar en este punto una de las características del comunismo alemán en la época inmediatamente anterior al ascenso del fascismo. Como señalaba Trotsky en su famoso artículo “La tragedia del proletariado alemán” de 1933, la subestimación del fascismo y la asunción de una actitud temeraria en períodos de reflujo político parece ser la característica de las organizaciones políticas que no saben asumir el “momento de peligro”. Para Gramsci, esta tendencia a disminuir al adversario no es una mera subestimación. Es la presentación del adversario en el marco de una ideología impotente del “orgullo de partido”, como históricamente destinado a perder. Es, en otros términos, una hinchazón del “yo ideal” de las fuerzas emancipatorias.

Desde luego, esta ideología de autoafirmación narcisista y disminución del adversario reemplaza cualquier experiencia de la autocrítica. Pero, ¿qué hay de esa izquierda histérica, como la bautiza Slavoj Zizek, que quiere permanecer siempre en una situación de derrota porque es precisamente esa derrota la que le proporciona una fuente de goce? A diferencia del sujeto denunciado por Gramsci, que disminuye al adversario y ensancha la actividad del “orgullo de partido”, la izquierda histérica encuentra en el deseo de derrota un modo genuino de mantener su pureza: en la medida en que no accede a la victoria como experiencia histórica –que en términos políticos no es otra cosa que la conquista del poder– puede sostener sus reclamos, sus quejidos, su estructura psicológica oposicional. En la medida en que accede al poder, la izquierda histérica tendría que renunciar a esta formulación quejumbrosa-oposicional de la cultura política, porque se vería obligada a defender un nuevo orden, un nuevo gran Otro: el estado, el gobierno, etc.

La psicosis del Rechazo parece haber activado simultáneamente ambas tendencias, una tendencia propiamente disminuyente que se convence de la completa imposibilidad de un triunfo del fascismo en el plebiscito, y una izquierda que desea el triunfo del Rechazo para sostener su posición de insatisfacción histérica con el orden existente.

 

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La tendencia reciente de una parte de la institucionalidad a reconocer públicamente la posibilidad de un triunfo del Rechazo –coronada con las declaraciones recientes del presidente Gabriel Boric– no corresponde a una crítica genuina a la “tendencia a disminuir al adversario” y el narcisismo patológico denunciado por Gramsci. Sobre todo, porque tal crítica no es útil ni productiva cuando se realiza como acto de inmolación público. Tampoco es, desde luego, el deseo melancólico por la derrota de la izquierda histérica, abocada en la actual coyuntura a defender el abstencionismo y el voto nulo. Se trata más bien de una continuidad burocrática de la psicosis del Rechazo, que reactiva –quiéralo o no– los deseos de orden y de una clausura conservadora del proceso constituyente, desde luego en los términos de un nuevo acuerdo nacional transversal de todo lo que se llama clase política.

En términos lacanianos, la psicosis del Rechazo efectúa una forclusión de la lucha de clases, produciendo un nuevo delirio de orden y de violencia conservadora. Frente a ello, la opción por el Apruebo debe enfatizar su conexión con las fuerzas transformadoras y las clases populares. Debe ser, en otros términos, una traducción positiva y constituyente de las luchas que hicieron posible el plebiscito. Un triunfo contundente para el Apruebo es también un hundimiento de las ilusiones autocomplacientes del centrismo. Porque la autocrítica o la objetividad no significan una renuncia a la confianza en las masas.

La periodista Alejandra Matus ha señalado un rasgo llamativo de nuestros eventos electorales recientes en Chile: el triunfalismo de la derecha y la transferencia de este triunfalismo a las audiencias de masas. Es este triunfalismo de derecha amplificado por los medios de comunicación el que obliga a una solución centrista de la coyuntura electoral. Al mismo tiempo, reactiva el deseo y la pasión por la derrota.

Es muy elocuente, al respecto, el enfrentamiento en segunda vuelta entre José Kast y Gabriel Boric: la propagación del terror al fascismo sirvió, en los hechos, para un giro hacia el centro “pragmático” destinado a evitar un retroceso autoritario. Este es quizás el resultado estratégico de la psicosis del Rechazo, la de obligar a las fuerzas transformadoras dentro y fuera del gobierno, a una recomposición de ese fantasma de la política chilena, el “centro” y la política de los acuerdos. Contra esa psicosis y sus portavoces, desde la parsimonia republicana de Ricardo Lagos hasta el griterío neurótico-fascistoide de Teresa Marinovic, no queda más que repetir la frase del evangelio tan maravillosamente reapropiada por Marx en el 18 Brumario: “Sígueme, deja que los muertos entierren a sus muertos” (Mt 8, 22-23).

Claudio Aguayo Bórquez
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Profesor y Magíster en Filosofía, Ph.D. en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Michigan. Profesor de la Universidad Estatal de Fort Hays en Kansas.