Que Gustavo Petro, un exguerrillero del M19 –guerrilla con la cual el Estado colombiano firmó un acuerdo en 1990–, haya alcanzado la presidencia de la república convirtiéndose en el primer presidente de izquierda en la historia del país, y que Francia Márquez, una mujer, lideresa ambiental y afrodescendiente, haya ganado la vicepresidencia, nos habla no solo de los logros futuros de procesos de desarme, diálogo y paz, sino también de formas de emergencia de lo popular que aunque a primera vista parecen inusitadas, han venido fraguándose en décadas de lucha frente al olvido y la ceguera estatal.
por Natalia López[1]
Imagen / Lucioles, 2008. Renata Siqueira Bueno.
En Supervivencia de las luciérnagas (2009), un bello y pequeño libro dedicado a Pasolini, Didi-Huberman se pregunta por qué el poeta-cineasta –gran apasionado del pueblo y el proletariado italiano, al que veía brillar como luciérnagas en su fragilidad e inocencia y en su vocación para la sobrevivencia–, desistió de su encanto hasta llegar a decretar su desaparición e inexistencia. Un cambio intermediado por apenas dos décadas: del amor por el pueblo profesado en sus textos de los 50’ y sus películas de los 60’ (Accattone, Mamma Roma o Pajaritos y pajarracos), a la franca desilusión a mediados de la década de los 70. La claudicación se da frente a la estridencia de los reflectores impuestos por un fascismo triunfante, desdoblado, según Pasolini, en su más sofisticada forma: una industria cultural –genocidio en ña cultura, en palabras del cineasta– que se habría tomado las almas, el lenguaje, los gestos y el cuerpo del pueblo, aniquilando así su deseo, su capacidad de resistencia, y apagando cualquier posible luminosidad mínima, aunque brillar fuera un último impulso de la naturaleza instintiva.
Didi-Huberman lanza entonces un reproche a Pasolini (y de paso a Agamben, por llevar en Infancia e historia la crisis de la experiencia a un apocalipsis latente que destierra y desestima los conflictos del presente), por su desesperación política traducida en parálisis, confundiendo el apagamiento de su propio deseo con el apagamiento de su capacidad de ver las aperturas de lo posible, de lo que se muestra y aparece “a pesar de todo”. Y termina preguntándose ¿a qué parte de la realidad se puede dirigir la imagen de las luciérnagas? O, acaso tendremos que aceptarlo, ¿desaparecieron las luciérnagas?
No es el momento de poner en duda cómo algunas formas de mitificación del pueblo y lo popular, con su particular figuración y constitución estética, han sufrido una estocada mortal e irreversible, pero quizá sea el momento de pensar que al parecer se trata de una estocada necesaria para que nuevas formas del pueblo y lo popular emerjan en otros campos de lo político y lo social. Una operación que no necesita decretar la destrucción radical para que algo así como una revelación ocurra, sino más bien pensar en formas de destrucción o de fin inacabadas, no cerradas, porque no se trata de una sobrevivencia después de haber muerto, es un “a pesar de todo” que reafirma la vida sobre las políticas de muerte y destrucción que se ciernen desde siempre contra los pueblos y sus territorios en América Latina. Esta parece ser una de las caras para algunos más inesperadas, y para otros, más obvias, de las recientes elecciones en Colombia. Que Gustavo Petro, un exguerrillero del M19 –guerrilla con la cual el Estado colombiano firmó un acuerdo en 1990–, haya alcanzado la presidencia de la república convirtiéndose en el primer presidente de izquierda en la historia del país, y que Francia Márquez, una mujer, lideresa ambiental y afrodescendiente, haya ganado la vicepresidencia, nos habla no solo de los logros futuros de procesos de desarme, diálogo y paz, sino también de formas de emergencia de lo popular que aunque a primera vista parecen inusitadas, han venido fraguándose en décadas de lucha frente al olvido y la ceguera estatal e institucional.
Francia Márquez Mina nació en 1981 en el suroccidente del país, en Suárez, Cauca, una de las regiones más empobrecidas y golpeadas por las diversas modalidades de violencia que han arrasado a Colombia: la violencia colonial, la violencia política partidista, la violencia guerrillera, la violencia paramilitar, la violencia del narcotráfico, la violencia del extractivismo, la violencia de la exclusión racial y la violencia patriarcal. En la lucha por defender el territorio de la minería a gran escala de las multinacionales y de sus prácticas necropolíticas y de despojo, Márquez ha sido constantemente blanco de amenazas de muerte e incluso de atentados que llegaron a perpetrarse y de los cuales salió ilesa. En su férrea defensa por preservar el territorio, vital para la permanencia de los pueblos que lo habitan, Francia se convirtió en una lideresa ambiental fundamental no solo para su región sino para todo el Pacífico colombiano, poblado en su mayoría por comunidades indígenas y afrodescendientes palenqueras y raizales. Es decir, un territorio históricamente habitado por comunidades que se encontraban allí mucho antes de la llegada de los colonizadores, muchísimo antes del Estado, y por esclavos y esclavas que huyeron de las manos sádicas del amo para convertir las espesas selvas del pacífico colombiano en su refugio. Es también una zona largamente disputada por poderes económicos de todo tipo, dadas las sobradas y conocidas riquezas de su suelo y de sus aguas.
En las últimas décadas fue claro, al menos para Colombia, que tras cientos de años de negación, exclusión y repudio institucional, las comunidades del Pacífico desarrollaron formas de vida y epistemes propias para garantizar la mantención de la vida –como en la práctica de la partería ancestral–, y una rica cultura que se reconoce (y captura) parcialmente en los decretos de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad de la música de marimba o la Fiesta de San Pancho. Pero ahora no solo Colombia sino todo el mundo sabe que se trata de pueblos indígenas y afros que no estuvieron simplemente escondidos. Lo que demuestran las recientes elecciones es cómo de la creación de una gran zona de sobrevivencia derivan las más variadas formas de resistencia y defensa, poniéndose no en un más acá sino en un más allá del Estado, en una relación con el territorio como motor de fuerza de su lucha y emancipación. En palabras de la propia Márquez, en la potencia de libertad de su territorio y en su resistencia aprendieron que no habían sido esclavos sino “pueblos libres que habían sido esclavizados”, un simple cambio en los factores gramaticales que altera por completo el producto.
Con la llegada de Márquez al terreno de la política institucional –primero como candidata presidencial dentro del Pacto Histórico y luego como fórmula vicepresidencial de Petro–, comunidades que nunca antes se habían sentido convocadas a formar parte de la política elitista y tradicional por primera vez vieron en las urnas un espacio de lucha y legitimidad, lo que quedó demostrado en la participación histórica que ascendió al 58 %, con un aumento exponencial en la zona del Pacífico, pero también en regiones donde el empobrecimiento y la violencia se han ensañado por décadas: Tumaco, Barbacoas, El Tambo, La Chorrera, La Macarena son solo algunos de los nombres de municipios donde la votación en general alcanzó máximos nunca antes vistos, y son también nombres que remiten a grandes hitos de la violencia por masacres, desposesión y desplazamiento forzado. Un dato que debería decirnos algo sobre lo que se juega en la representación política en su forma compleja de la política de la presencia, y cómo esta estriba, en una parte más que considerable, en quiénes ocupan los lugares de representación y sus demandas. En qué ocurre cuando la representación es expresión de la lucha, y la fuerza popular es capaz de reinventar el lenguaje, los sentidos y los conceptos de la política, una política que en este caso invoca la fuerza ancestral de los mayores y mayoras, y convoca a los y las “nadies” borrando a la vez nociones identitarias de un sujeto elector por posesión y pertenencia, pero creando un gran cuerpo genérico sustentado en una noción de vida digna sinestésica, porque la vida por la que luchan los nadies, quienes no han tenido parte en la repartición de lo sensible y lo vivible, es la vida que se saborea y se siente en el paladar. Lo que quieren los nadies es “vivir sabroso”, y vivir sabroso es vivir sin miedo. Es, en palabras del antropólogo Eduardo Restrepo, una forma de vida que los pueblos afrodescendientes fraguaron para instaurar su propio horizonte ético de relaciones entre cuerpos, gozo y deseos en medio de la contrariedad y el conflicto.
En mi última estadía en Colombia, en marzo de 2020, visité una zona montañosa de Antioquia donde me reencontré con la belleza inesperada de las luciérnagas que no veía desde mi infancia. Al lado de Salomé, mi sobrina de 4 años, que las veía por primera vez, reviví la alegría infantil de encontrar estas luces en la más densa oscuridad y tratar de seguir su intermitencia, intentando descubrir en los segundos de su desaparición, en qué punto de ese espacio oscuro y vacío habría un destello de luz. Y siempre destellaban en los lugares a los que no estábamos apuntando y en cada aparición soltábamos al unísono en un grito juguetón y jubiloso: ¡Ahí están, ahí están!
En Colombia el pueblo está ahí, el pueblo ya no falta, el pueblo de los nadies brilla con su luminiscencia singular, haciendo de la intermitencia de su luz frágil una comunidad incandescente de luciérnagas en resistencia.
Notas
[1] Agradezco a Alejandra Bottinelli y a Mary Luz Estupiñán sus generosas lecturas y comentarios.