Progresismo autoritario y gobierno woke

A un día de que la ministra Izkia Siches saliera a respaldar a carabineros con una parquedad intolerable para la izquierda tradicional, Boric publica una foto asistiendo en solitario al monumento a los profesores comunistas degollados en 1985. Las masas no van a resistir por mucho esta forma de responder, esta ambigüedad y este tránsito burdo del autoritarismo y la violencia de las clases medias al simbolismo buenaondista del gobierno woke. No porque tengan una memoria intachable en torno a la dictadura, o sean adictas al día del joven combatiente. Es posible que sea más bien lo contrario, y que las nuevas irrupciones populares estén llenas de una profunda rabia conservadora anti-institucional contra el simbolismo progresista y su reverso autoritario.

por Claudio Aguayo Bórquez

Imagen / Gabriel Boric firma el compromiso “Gobierno Constituyente” con candidatos a constituyente del Frente Amplio, 13 de mayo 2021. Fuente: Mediabanco.


En una de sus bromas más conocidas, Slavoj Žižek establece una diferencia entre dos tipos de padres: el padre posmoderno, liberal y condescendiente y el viejo padre autoritario. Mientras que el padre autoritario enuncia la ley de modo transparente (“hijo, prepárate, tenemos que ir a ver a tu abuela”), el padre posmoderno la oculta mediante una conminación a la libertad de elegir: “hijo, tú sabes que tu abuela está ya vieja y necesita afecto, ¿te gustaría ir a verla conmigo?, recuerda que es tu decisión, yo no te puedo imponer nada”. La diferencia entre el primer modelo de autoridad y expresión de la ley paterna y el segundo es que, bajo el disfraz de una conminación a la libertad, se esconde un imperativo aún más violento. El mensaje “te gustaría” ya incluye ese resto obsceno de autoridad que puede volverse asfixiante: no sólo se nos exige cumplir con la ley paterna, sino que también desearla. “No solo tienes que ir a ver a tu abuela, sino que también tienes que desear hacerlo”.

Esta conminación paternal amigable está en el corazón del autoritarismo progresista. Lo que se nos exige, como en los imperativos “ama tu trabajo”, es no sólo un sacrificio negativo por el gobierno democrático-progresista de turno, sino también una dosis de amor y deseo por ese acto de sacrificio: “ama a Gabriel Boric como a ti mismo”. Los múltiples lugares en que este imperativo de gozar muestra su obscenidad son innumerables: cuando, por ejemplo, Boric hacía el corte radical entre los que “dialogan con todos” y los que “no dialogan” (para excluir autoritariamente a los últimos de cualquier diálogo) o cuando se pide paciencia con los niños de bien que han asumido la dura tarea de gobernar. Sin duda uno de los momentos más aberrantes de esta ética depravada es el “cállate Jadue” que funciona como hashtag del progresismo de izquierda afín al gobierno chileno. Sucede a otra forma aun más obscena que no oculta el fundamento racial de la violencia progresista: los llamados a “esconder a Alf” y el epíteto “Epidemia”. Cuando la coalición del diálogo y el “socialismo democrático” enarbola la frase “cállate Jadue”, ¿qué otra cosa quiere decir ese “cállate” sino el deseo de que el otro no diga su verdad, una reducción al silencio, una invitación al ostracismo, un paso al acto sádico del “buenaondismo”? En el límite, el liberalismo siempre funciona censurando a los parias. Precisamente por ello, el jefe que invita a sus empleados las cervezas y se vuelve partner de una relación de subordinación estructural es más peligroso que el antiguo burgués autoritario que espera de sus subordinados un cumplimiento estricto de la obediencia.

En Chile conocemos muy bien este procedimiento mediante el cual una idea conservadora se hace saber por medio del tolerantismo. En particular, por un sketch de humor televisivo de los 90’, la década ganada de la transición neoliberal: “El cura buena onda” de Plan Z, protagonizado por un joven Rafael Gumucio. El cura buena onda es un personaje que invita a los valores católicos reaccionarios a través de métodos poco episcopales: llama a los jóvenes a tener una “relación sexual” con Dios y deja claro que “Dios es una onda, es la mejor onda que puede haber en el mundo, ¿tú me cachai?”. El cura buena onda invita al conservantismo en un lenguaje juvenil absurdo, evidentemente maqueteado. Un poco como esa once con sopaipillas espontánea que determinó tantas cosas para Paula Narváez. ¿No representa este tipo de gesto el republicanismo millenial al que asistimos tan embobados por un presidente que se despide de su perro, que hace bailes en el palacio presidencial y se sale de protocolo para saludar a los niños de la patria a los que ha convertido en fans? ¿No es Boric el cura buena onda del progresismo contemporáneo? No planteo la pregunta para denostar al gobierno, sino como una preocupación por ese procedimiento que hace que el núcleo del autoritarismo aparezca como esta envoltura “buena onda”. Mediante un fanatismo superficial por la simpatía y la tolerancia, se promueve de hecho un lenguaje político autoritario, excluyente y regresivo. El acopio simbólico del gobierno, en otros términos, expresa directamente un reverso autoritario.

Alguien puede decir que no hay ninguna razón para decir que hay autoritarismo “buena onda” en el gobierno del Frente Amplio. En realidad, a casi tres semanas de gobierno, los incidentes de violencia policial, el rechazo del quinto retiro de fondos previsionales y los candados gradualistas instalados por el ministro Mario Marcel a las reformas, dan cuenta de una sorprendente confianza en el bagaje simbólico por parte de un nuevo gobierno centrista. Se piensa, en otros términos, que lo simbólico podría recubrir lo real, que podría cerrarlo de una buena vez por todas. Que la memoria social y política del estallido puede ser enterrada para siempre, o que Gabriel Boric es su consumación hegeliana y populista, a la que por lo demás habría que ser leal. Esta obsesión por lo simbólico funciona como una verdadera neurosis destinada a esconder el conflicto de clases del Chile actual debajo de la alfombra. De hecho, la confianza desmedida por lo simbólico muestra una y otra vez su trasfondo traumático, haciendo reaparecer un resto real que irrumpe con violencia: balazos en Ercilla, estudiantes linchados, manifestantes en riesgo vital, carabineros reprimiendo amparados por el apoyo institucional.

El reciente coqueteo con el orden policial, el mismo día en que se conmemoran sus cruentas masacres, da cuenta de una seductora absorción en el republicanismo neoliberal y el orden portaliano multicolor. El gobierno woke en este sentido repite una tendencia común en la cultura política estadounidense: el reemplazo de la crítica del capitalismo por la veneración cuidadosa de la ética de la diferencia y la inclusión, la transformación de demandas sociales cuyo contenido fue alguna vez anticapitalista, en marcas registradas de una poderosa industria del progresismo mediático con sede en Silicon Valley y las universidades de la elite norteamericana. En 2020, Jamie Demon, CEO de uno de los bancos más grandes del mundo y millonario estadounidense, difundió un video en el que aparecía arrodillado dramáticamente en su oficina de JPMorgan Chase, solidarizando con el movimiento Black Lives Matter estadounidense. El mismo año, Dara Khrosrowshahi, CEO de Uber, declaraba que su compañía era “anti-racista” y escribía “déjenme hablar clara e inequívocamente: Black Lives Matter”. CEOs de Silicon Valley abren puestos y oficinas dedicadas a fomentar la diversidad racial y de género y se comprometen con un futuro verde: incluso se atreven a hablar de un “capitalismo más inclusivo”. Lo que este capitalismo woke esconde, sin embargo, sólo puede ser encontrado en la superficie de su propio funcionamiento: una forma de capitalización privada de las causas por la justicia social. La rebeldía misma es susceptible, hoy por hoy, de convertirse en una marca, en una moda woke capitalizable. Precisamente por esa burda versión capitalista de las causas de justicia social es que la derecha alternativa y los nuevos fascismos surgen como alternativa para una “rebeldía de derechas” subversiva y contestataria, como muestra Stefanoni.

La transformación del discurso público a la que asistimos estos últimos días, por otra parte, da cuenta de esta mutación que aquí sostenemos como hipótesis: de la generación impugnadora al autoritarismo progresista. Mientras que los elementos de análisis de la economía política neoliberal eran cuestionados en la fase impugnadora, hoy se sostienen como argumentos bajo la grulla del “pragmatismo” y la “gobernabilidad”, dispositivos conceptuales que en Chile tienen una larga historia al servicio del centrismo y la transición neoliberal. El quinto retiro es “indeseable” porque genera inflación—aunque hay investigaciones que sostienen lo contrario. El aumento de la tasa de interés es deseable porque sanea la economía. Los carabineros son “nuestra” institución policial democrática. El compromiso espurio con un aumento del salario mínimo a 500 mil pesos en un lapso de cuatro años es otro botón del gradualismo hiperbólico: el valor de 500 mil pesos en cuatro años va a ser equivalente al salario mínimo de hoy. Podrían multiplicarse los ejemplos. Frente a estas situaciones materiales, el gobierno woke responde con una magia corporativa que ya comienza a volverse asfixiante: el acopio simbólico. A un día de que la ministra Izkia Siches saliera a respaldar a carabineros con una parquedad intolerable para la izquierda tradicional, Boric publica una foto asistiendo en solitario al monumento a los profesores comunistas degollados en 1985. Las masas no van a resistir por mucho esta forma de responder, esta ambigüedad y este tránsito burdo del autoritarismo y la violencia de las clases medias al simbolismo buenaondista del gobierno woke. No porque tengan una memoria intachable en torno a la dictadura, o sean adictas al día del joven combatiente. Es posible que sea más bien lo contrario, y que las nuevas irrupciones populares estén llenas de una profunda rabia conservadora anti-institucional contra el simbolismo progresista y su reverso autoritario.

Y ello porque, de cualquier manera, el antiparlamentarismo de derecha y el anti-institucionalismo fascistoide es lo único que se puede esperar de los sectores liderados por José Antonio Kast durante el próximo período. Y eso también implica un llamado de atención, al menos, a la pata izquierda del gobierno de Gabriel Boric, el Partido Comunista. No quiero insistir aquí sobre lo poco beneficioso que fue para esa organización y su raigambre la participación en el gobierno de la Nueva Mayoría hasta 2017, sino insistir sobre un hecho en el que, una vez más, el psicoanálisis puede ayudarnos a entender: la psicología de masas del anticomunismo. Los comunistas chilenos pueden interpretar la derrota de Daniel Jadue como un rechazo a la mentalidad que los caracteriza y la herencia cultural que representan, desde el socialismo soviético hasta el allendismo. Sin embargo, no hay ninguna prueba de ello. Es más, ¿no podría señalarse la hipótesis inversa?, ¿que precisamente lo que se rechaza es el camuflaje en formulaciones políticas que no son las propias?, ¿que lo que se espera de los comunistas en la clase obrera de Santiago es que sean comunistas? Realmente, el problema más grave reside, una vez más, del lado de los sectores populares y sus expectativas respecto del gobierno e incluso, del rol del PC al interior de este. Las clases medias van a exigir de Daniel Jadue y la izquierda, desde luego, un silencio sepulcral: sobre todo las capas profesionales que trabajan en el aparato de Estado—incluyendo en esto a una nueva camada de militantes del partido de Recabarren que comparten espacios de reproducción de clases evidentes con el frenteamplismo. Pero el proletariado de Santiago va a encontrarse muy pronto frente a un escenario distinto: sin bonificaciones de emergencia, con una inflación rampante y una crisis económica global en tiempos de guerra. Por una constante histórica y por la composición del Ejecutivo, estoy seguro de que los primeros damnificados de un fracaso político de este gobierno y de un posible –ya visible– giro represivo van a ser los comunistas chilenos quienes, una vez más, van a obtener a cambio de su “lealtad” con el gobierno el repudio de amplios sectores subalternos.

Si Jadue representa la melancolía de izquierda (el jaduelo), Boric representa el entusiasmo con formas simbólicas de identificación. Desde luego, como ya hace un par de siglos Marx vio en la guerra civil en Francia, y Engels en las guerras campesinas milenaristas de Alemania, los espectros, los fantasmas y los afectos –incluidos los melancólicos– no están ausentes del fervor que promueve los grandes movimientos de masas. Sin embargo, un trabajo fundamental es la exposición del sadismo ahí donde se presenta como amor. Del capitalismo ahí donde se presenta como libertad. Hay varias formas de hacerlo: me parece que la gente, por poca que sea, que enfrenta la represión de este nuevo gobierno en las calles, resquebraja las cadenas significantes del acopio simbólico del gobierno woke. Por otra parte, los que, por los motivos que sea, tenemos la oportunidad de contribuir un poco al debate, tenemos que saber enunciar que la verdad del progresismo autoritario, del woke capitalista y del buenaondismo sádico reside en esos adjetivos que cualifican. Autoritarismo, capitalismo y sadismo. El reverso de la censura que está promoviendo el lenguaje político boricista no es más que eso.

Claudio Aguayo Bórquez
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Profesor y Magíster en Filosofía, Ph.D. en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Michigan. Profesor de la Universidad Estatal de Fort Hays en Kansas.

Un Comentario

  1. Extremadamente esclarecedor y potente análisis. Sobretodo a quienes de otras tierras, Venezuela, hemos tomado interés en el devenir político de Chile y específicamente del comunismo

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