Guerra en Ucrania, la trampa del campismo y la izquierda. Ideas para una política por la paz

Desde el inicio de la invasión rusa a Ucrania han sido múltiples las voces que han buscado disciplinar a los distintos países con la posición de la OTAN, no sólo condenando la agresión sino alineando a los Estados con las sanciones que buscan aislar a Moscú, estableciendo la idea de que existen dos bloques enfrentados, uno “bueno” y civilizado, y otro “malo” y salvaje. Un fuerte compromiso con los Derechos Humanos nos obliga a ir más allá, identificando el carácter de este conflicto –iniciado en 2014 con las violentas protestas pro-europeas y anti-rusas en el Maidán y el Golpe de Estado–, y estableciendo una política por la paz que junto a condenar la invasión rechace también la política agresiva de la OTAN, una línea que permitiría al gobierno chileno tomar la iniciativa en línea con los DD.HH., la no subordinación a potencias y la defensa del multilateralismo.

por Felipe Ramírez

Imagen / Presidente Gabriel Boric y Canciller Antonia Urrejola firman el Acuerdo de Escazú, 18 de marzo 2022, Santiago, Chile. Fuente.


“Si la política lleva el carácter imperialista, es decir, la política aboga por los intereses de los imperialistas saqueadores y opresores de los pueblos de los países subdesarrollados, la guerra nacida de esa política es una guerra imperialista”
Vo Nguyen Giap, “El hombre y el arma” (1965)

 

La destrucción no termina en las llanuras ucranianas y las imágenes de la devastación producida por la invasión rusa en las ciudades del este y el centro del país generan amplias corrientes de solidaridad en todo el mundo, incluido el gobierno chileno, que anunció el envío de 100 mil dólares provenientes del Fondo Chile contra el Hambre y la Pobreza (que posee un ítem de ayuda humanitaria), canalizados a través de la Cruz Roja.

Las numerosas sanciones en contra del gobierno, el Estado y la población rusa se multiplican, alcanzando no sólo a la industria militar, los bancos o los intereses de empresarios y personeros de la administración Putin, sino también a la población civil rusa, abarcando, con contundencia, la cultura, el deporte y la educación. Estudiantes rusos de intercambio han sido “invitados” a regresar a su país, cátedras relacionadas con Rusia han sido canceladas y deportistas han sido obligados a “renegar” de su país para poder continuar participando en eventos internacionales.

Los efectos globales de esta situación son innegables: la economía sufre las consecuencias con alzas en los precios de los combustibles y los cereales (Rusia y Ucrania son de los principales productores de estos últimos), pero también se da la paradoja de que Europa es el principal cliente del gas ruso. Cuando el mundo no ha terminado de recuperarse de la pandemia por COVID-19, la guerra profundiza la crisis, provocando preocupación en numerosos analistas que vaticinan el fin de la globalización como la conocíamos.

Ante este duro escenario las discusiones no han faltado. En redes sociales y medios de comunicación se multiplican los debates, artículos y columnas de opinión con una cobertura diaria de los hechos y una innegable y creciente presión para simplificar la situación y forzar la instalación de una visión “campista”, esto es, la división del mundo en dos campos: el “occidental” –el “bueno” –, del lado de Ucrania, y el “autoritario” –el “malo”–, del lado ruso.

Esta contemporánea adaptación del discurso levantado por George Bush en los albores de la desastrosa “guerra contra el terrorismo” en 2001, que tantos miles de muertos y devastación generara en Medio Oriente –y que el año pasado tuvo un triste capítulo con el retorno de los talibanes al poder en Afganistán, con miles de personas abandonadas por Occidente en las calles y pistas de aterrizaje de Kabul–, reduce el espacio para el análisis crítico y favorece la pulsión, muy cómoda por cierto, de adherir al “campismo” para revisar los hechos actuales en función de categorías propias de la Guerra Fría.

En un mundo multipolar, en el que una potencia en decadencia busca desesperadamente proteger sus privilegios como hegemón y otras potencias pretenden consolidar su ascenso (China) o sus proyectos capitalistas particulares (Rusia, India, Unión Europea), el campismo es una trampa que nos impide tomar una posición política –y por ende, acciones– acorde a nuestros intereses como partidos de izquierda y como gobierno.

Ante esta crítica, los adalides del campismo agitan la bandera de los Derechos Humanos alegando una supuesta defensa de la invasión rusa, como si no fuera posible adoptar una visión crítica de ella sin adherir a la posición de la OTAN. Lo cierto es que la guerra es el triste corolario de un conflicto que se arrastra al menos desde el Golpe de Estado de 2014, que ha acumulado más de 14 mil muertos, ante el que la negativa a respaldar a uno u otro bando no sólo es una posibilidad, si no que es la única alternativa para quienes defendemos la paz y los intereses de las víctimas civiles de esta matanza.

 

El carácter de la guerra: ¿hay “buenos” en el conflicto?

En el texto de donde viene nuestro epígrafe, el general Vo Nguyen Giap, uno de los más destacados líderes políticos y militares durante la lucha de liberación vietnamita en el siglo XX, alerta sobre la necesidad de revisar los intereses detrás de un conflicto, para poder determinar el carácter del mismo.

“Si se quiere conocer una guerra deben señalarse claramente las condiciones concretas que la originaron, aclarar cuáles son las clases que la prepararon y llevaron a cabo, y el objetivo seguido por esa clase. No se puede analizar el carácter de una guerra sin subrayar las estrechas relaciones entre esa guerra y la pasada línea política de la clase política de los países beligerantes. No existe ninguna guerra que no tenga objetivo político”, afirmaba el general Giap, indicando un ejercicio analítico mínimo para poder trabajar políticamente sobre hechos tan dramáticos como lo es una guerra.

En este sentido, el dirigente vietnamita identificaba dos posibilidades en un contexto marcado por el enfrentamiento entre el socialismo y el capitalismo, y en medio de las luchas de los países colonizados por conseguir la independencia de los antiguos poderes coloniales y el imperialismo estadounidense: una guerra imperialista, o una guerra de liberación nacional, dependiendo de los intereses de clase defendidos por la política que sustenta el conflicto armado.

En el caso de la guerra en Ucrania, no existiría una guerra de liberación nacional ya que ambos bandos sustentan los intereses de distintas facciones del capital internacional, ya sea ligado al proyecto de la “Unión Euroasiática” sustentada por Moscú, que busca desarrollarse sin la tutela estadounidense, o a Estados Unidos y un sector del gran empresariado europeo. Entre ambos quedan atrapados los civiles rusos y ucranianos, víctimas y peones de una lucha en la que poco tienen que ganar y mucho que perder. Por el contrario, es posible catalogar el conflicto como uno de carácter “inter imperialista”, en la medida en que ambos bandos representan los intereses ya sea de la oligarquía rusa o la europea y el empresariado estadounidense.

Ante esa definición, no hay por qué tomar partido por uno u otro bando, a pesar de que el sentido común presiona, sobre todo en aras de la defensa de los DD.HH., por el apoyo a las sanciones contra Rusia y un ensalzamiento de Zelenski y del gobierno de Kiev, obviando los crímenes cometidos por el gobierno ucraniano durante los últimos 8 años en la guerra en el Donbás.

Una defensa irrestricta de los Derechos Humanos implica no sólo la condena a la invasión rusa, si no también a la permanente agresión de Kiev en contra de un sector específico de la sociedad ucraniana entre 2014 y 2022, negándose al cumplimiento de los acuerdos de Minsk como camino a la paz, y forzando el quiebre de la sociedad ucraniana atrapada en la lucha geopolítica entre Rusia y la OTAN.

 

Ni Moscú ni la OTAN. ¿Y ahora qué?

Llegados a este punto, es posible cuestionarse la real utilidad de toda esta discusión. ¿A alguien le importa, fuera de nuestros egos, la discusión que pueda darse en Chile sobre lo que sucede en Ucrania desde el 2014, o desde la invasión rusa? La verdad es que muy poco, pero eso no quiere decir que la discusión no sea importante. A diferencia de antes, ahora la izquierda está en el gobierno y por lo tanto estos debates podrían en determinado momento entregar ideas o propuestas a la política internacional que desde ahí se despliega.

Lo primero que cabe despejar es, nuevamente, el fantasma del campismo. La condena del régimen ucraniano y sus institucionalizados fascistas –entrenados, armados, pagados y protegidos por el Estado y sustentados abiertamente por la OTAN en términos militares desde el inicio del conflicto– no implica un apoyo a la política de Putin, ni la condena de la invasión y sus sangrientas y devastadoras consecuencias significan un apoyo a la OTAN.

Por el contrario, nuestra posición de condena a ambos sectores implica una defensa de los civiles de ambos países y un llamado a la paz y a la cordura, en un escenario en el que el autoritarismo del gobierno ruso ya es indisimulable, y en el que el racismo y el cinismo de europeos y estadounidenses es abierto y franco a la hora de justificar el apoyo a Kiev (basta recordar las alusiones a Ucrania como “país civilizado” y al fenotipo de sus habitantes, en contraposición al respaldo dado a gobiernos y operaciones militares criminales en Palestina, Yemen o Libia, por citar sólo tres ejemplos).

Esta apuesta por la paz debe tener su correlato en acciones concretas por parte de los gobiernos de izquierda para articular un amplio frente internacional que busque un alto al fuego efectivo, propicie la apertura de vías para ayuda humanitaria a los civiles necesitados en Ucrania y el Donbás a cargo de Naciones Unidas, y promueva el paso a negociaciones que permitan detener el derramamiento de sangre y llegar a una pronta solución política. Ello implica resistir las fuertes presiones de ambos bandos, en especial de parte de la OTAN, por sumarse a las sanciones que se están aplicando. Ello implicaría perder la capacidad de influir positivamente en la situación y terminar respaldando una política agresiva que en gran medida es responsable de fracturar la sociedad ucraniana desde 2014.

El bloque de países latinoamericanos tiene la oportunidad de levantar una política distinta a la que ofrecen OTAN y Rusia. Esa política debe estar basada en los Derechos Humanos, en la solución pacífica de las controversias y en la defensa del multilateralismo, en particular en una época en que algunas potencias parecen creer que pueden imponer sus intereses sin contrapeso, ya sea con mecanismos de presión unilaterales, o mediante agresiones militares.

El nuevo gobierno, encabezado por el presidente Gabriel Boric, proclamó desde La Moneda su compromiso de promoción y defensa del respeto a los DD.HH., el encuentro y colaboración entre los países de la región, y la autonomía internacional sin subordinación a ninguna potencia. Esta es la oportunidad para aplicar esos principios.

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Activista sindical, militante de Convergencia Social, e integrante del Comité Editorial de Revista ROSA. Periodista especialista en temas internacionales, y miembro del Grupo de Estudio sobre Seguridad, Defensa y RR.II. (GESDRI).

Un Comentario

  1. Pero si Boric y Urrejola son peones de EEUU. No defendemos a Putin, pero Rusia también quería una “solución pacífica de las controversias” (Acuerdos de Minsk) una y “defensa del multilateralismo”. Deben leer los análisis de gente tan profunda como Boaventura de Sousa o Michael Hudson, ser sinceros con respecto al papel de “Occidente” en provocar la guerra (no dejar otra alternativa), el plan de la Rand Corp. (con personeros en el gobierno chileno), y no invocar los DDHH que se violan todos los días aquí por los pacos y el gran capital. Izkia apoyando a los criminales Carabineros el Dia del Joven Combatiente. Enfrenten las cosas con sinceridad…

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