Jadue ha perdido, en parte, porque la identidad del Partido Comunista experimenta la memoria del país de manera distinta a como el país se experimenta a sí mismo. Y esto acusa un hecho difícil de tragar y es que la memoria, a pesar del dolor y la rabia que conlleva, cuenta con un egoísmo fundamental; aquel que, negativamente, hace del ‘mesianismo’ una fuerza que solo se activa, en principio, por los relatos que ciertas personas hicieron sobre un pasado, unas personas y algunos acontecimientos particulares de la historia. Ello no descarta que el mesianismo no tenga un carácter universal; el problema estriba, antes bien, en que su potencia se habilita una vez que su secreto ha sido desenmascarado y hecho vida, cosa que compete a grupos específicos y que necesita de un proceso distinto al que las condiciones de los últimos treinta años han permitido en el país.
por Rodrigo Barra Valenzuela
Imagen / Rayado callejero del Partido Comunista. Fuente: Pedro Encina.
I.
El triunfo en las urnas ha abierto, en cierta medida, la renovación de las condiciones en que se desarrollará la política futura de Chile. Y aunque Gabriel Boric no haya aún asumido el mando, comienzan desde ya a correr vientos distintos, del cual la celebración de la victoria solo fue el puntapié inicial. No siendo en primer orden de Boric el triunfo, la victoria ha sido popular y de masas y ha quedado en evidencia no solo en una masiva celebración en las calles, sino también en la consolidación de una voluntad política que -con pandemia y todo- regenera su situación después y a partir de la revuelta.
Afirmaciones y contradicciones abundan el panorama intelectual y de discusión de la izquierda: aquel que había hecho un torniquete a la revuelta popular, terminó poniendo en la palestra de la institución (incluso ante ciertas voluntades) la fuerza que las masas políticas no habían podido ordenar en estrategia concreta, dada la ausencia de una organización fuerte y cohesionada tanto de la violencia como de las demandas sociales. Aunque aún se trata de apariencias irresueltas, las contradicciones entre pueblo e institución poco a poco parecen perder su carácter binario. Con todo, analistas, periodistas y personas comunes coinciden, quizás por primera vez desde el fin de la dictadura, en una apreciación al menos “neutra” y realmente expectante sobre el futuro del país (no siendo esto un caso universal pero si mediático y colectivo). La moral oligárquica que abundaba en los medios, cuya defensa y ofensiva se caracterizaba por fijaciones anti izquierdas y anticomunistas traídas de la dictadura, se ha visto silenciada probablemente por la masividad del voto y la figura que de los votantes nace como un nuevo actor político primordial; grupo cuya identidad, aún difusa y poco unitaria, demuestra una fuerza y capacidad organizativa propia de rasgo proletario, feminista y popular. Es la derrota que ha significado el silencio de Kast y que está llevando a la derecha a replantear -ya que con el plebiscito no les fue suficiente- su orgánica.
Pero sería ilusorio pensar que esa moral no se pondrá nuevamente en escena tarde o temprano. Antes y después de las elecciones presidenciales -ahora de forma un tanto más subrepticia-, el comunismo fue erigido como el gran fantasma y enemigo, como siempre. Los medios y grupos de poder han insistido en tematizar la victoria como causa de una “moderación” y “ampliación” del programa y la visión política de Apruebo Dignidad, moderación cuya peligrosidad se encuentra aún demasiado relativa a la posición que el Partido Comunista podrá o no tomar en el gobierno. Daniel Jadue es hoy, quizás, un referente principal de este peligro: cada uno de sus comentarios son una posibilidad expiatoria para hablar no solo del PC, sino también de Apruebo Dignidad y de una primera incertidumbre del futuro gobierno. Cuando Jadue dijo que “hoy el Partido Comunista, le duela a quien le duela, es el partido más grande de esta gran coalición”, no tardaron en saltar las reacciones aparentemente temerosas, secundadas por el secretario general de la DC quien consideró “provocadoras” las palabra de Jadue y que él se queda “con la declaración de Boric en las distintas líneas”. De ello Camila Vallejo declaró que el PC no tiene “ánimos hegemonizadores” y también Gonzalo Winter consideró “un pelín intrascendente” la declaración pues se trataría de “discusiones numéricas”. Tanto Vallejo como Winter son conscientes de este asecho que provoca el comunismo. Pero esta consciencia del asecho no sería de un verdadero peligro que da el PC a la gubernamentalidad (latente como cualquier fuerza política pero poco esperable de las acciones del PC), sino del verdadero peligro que es la fuerza que los medios y los grupos de poder siguen teniendo por su capacidad económica y por tanto ideológica, capaz de desestabilizar al gobierno con sus propios medios. Es el provecho que el imperialismo logró imponer en el siglo XX: el comunismo como, probablemente, la palabra y el tipo de organización más peligrosa para cualquier Estado, pero en realidad la puesta en escena de un mecanismo capaz de, eventualmente, acabar con él y su arraigo en la lucha de clases. Y que Jadue sea el referente no es tanto por condiciones aleatorias como bien concretas: su actitud, su ofensiva, su masculinidad, la defensa a rajatabla del PC, etc. son figuras básicas y efectivas para rápidamente emitir juicios particulares al partido, silenciosos a la coalición y universales al país.
II.
La posibilidad de poner en discusión (no solo valórica sino estratégica) aquello que podríamos llamar una “fabulación comunista” de la que el PC es víctima, necesita de pensar entre sus términos la identidad del partido y su práctica, a modo de no ser una mera exposición de los “hechos” que le ocurren, cuya sola constatación dificulta si es que no hace imposible una crítica o defensa real; ello pues solo reproduciría la imagen ante la cual una militancia debe anteponerse para defender su partido, visibiliza la otra vereda y, por tendencia, se victimiza ante la impotencia de obrar. Esta identidad entre partido y práctica política se pregunta a su vez por la manera de plantear las condiciones en que se desenvolverá el mismo gesto comunista, más allá del partido y como denominador de una función anticapitalista.
Volvamos una vez más a la declaración de Jadue: al final, el alcalde afirma que “todo quien quiera inventar mitos o infundir temor sobre la participación nuestra, tiene que mirar la historia del PC en Chile”. ¿Qué puede expresar esto? En parte, algo cierto: el partido ha secundado importantes gobiernos desde la transición, y desde la revuelta que su fuerza institucional -que es su representación de masas-, ha ido en evidente aumento. De la historia del PC se puede deducir tanto la seguridad necesaria para ser una coalición orgánica, como también su capacidad para ser parte del gobierno sin necesariamente estar a la cabeza. Pero algo resuena, con cierta distorsión, en la apelación histórica (del pasado), que no es única de Jadue y que parece fundamentar parte de la discursividad política del PC. Hay una constante en su discurso que se caracteriza por defender al PC “históricamente”: una defensa, a lo menos mediática, que se lleva a cabo no solo apelando a la capacidad histórica del PC sino que vivificando el trauma que fue la destrucción de su base militante vivida en dictadura. Dentro de esta memoria del partido, decir que el PC es “el partido más grande” no solo es una verdad por ser el segundo partido con más militantes activos en Chile (recientemente superado por el Partido de la Gente) o por la fuerza creciente que han tenido en el gobierno los últimos 30 años; el PC sufrió el asesinato y la desaparición de más de 500 de sus militantes, hombres y mujeres brillantes, que evidencian la imposibilidad de medir la grandeza del partido únicamente por sus números o técnica de gobierno. Por esto, la capacidad y fuerza humana actual del Partido Comunista es, hoy, virtualmente una fuerza que comporta cierto “mesianismo”: su tarea y su proyecto están fecundados por su historia y su pasado, sus muertos y su debilidad ante el poder militar, que hace imposible saber con justicia qué es lo que el Partido Comunista sería hoy si no fuese por ser el partido de las represalias y la persecución. Pero con todo, esta imposibilidad no es sino mediática y técnica: sus militantes realizan el partido más allá de esta tragedia de su pasado (pues un partido no es una pieza de museo sino una fuerza constantemente actualizada por su practicidad) y organizan mediante la militancia tanto su pasado y presente; ellos cargan realmente a sus muertos mediante la organización y dimensionan el partido en su fuerza y tamaño.
Pero si la política es, fundamentalmente, asunto de estrategia y táctica, entonces esa irrealidad mediática antepuesta a la realidad militante del PC y su historia deben verse, antes bien, como un aspecto esencialmente problemático cuando se piensa en hacer una defensa memorial del partido. Actualmente, la memoria histórica del PC es desconocida en la escala de definiciones políticas tan fundamentales como la elección de gobierno. La “espontaneidad política”, esa que ha traído 2.800.000 millones de votantes nuevos y que ha dado el triunfo a Apruebo Dignidad y Gabriel Boric, cuenta entre sus problemas y preguntas antes con el futuro que con el pasado. Aunque la historia del PC, de la izquierda y del pueblo en dictadura sea vivida o reconocida en la población, su poder en las decisiones políticas no está identificado a la manera en que para el PC tal fuerza histórica se materializa, y demuestra que la concientización votante e incluso militante toma trazos del pasado completamente distintos y los dispone hacia el futuro a su manera: unos con plena significancia y otros solo con imágenes, pocas, de causación entre su actividad y la historia. Esto no descarta el anti-pinochetismo de la población, que sin duda también ha llevado a Boric al triunfo. El problema está, antes bien, en que ese anti-pinochetismo parece apelar antes a la patria que al partido, y probablemente esto tenga que ver con la “falta de representación” de la que se les acusa y que interiormente son, también, las contradicciones entre partido y patria que involucran de una u otra forma a la memoria. Hay una mirada interior en algunos de los grandes discursos del PC, aquellos que lo forjan como partido actual, que no es efectiva a “la patria” y que se demuestra, por ejemplo, a pesar de su carácter popular, en la imposibilidad de Jadue de levantar un discurso así de consistente como para ganar las primarias. La diferencia con Boric recaería así, negativamente, en la ausencia de ese pasado memorial en Convergencia Social, en el sentido de una memoria combatiente y militante cercana marcada por el dolor y la impotencia radical, que termina por identificarse a la par con el discurso. Esa ausencia de memoria histórica y también de pasado traumático, habilita un pensamiento partidista “abierto” (palabra que Boric usa reiteradamente) toda vez que hace de la memoria no una repetición (Verdad, Memoria y Justicia), sino un franco abierto y posible de ser sanado por la renovación de la política. Es la capacidad del Frente Amplio de ser una novedad. La política es, en primera instancia y obligadamente por las personas, una cuestión de futuro: incluso a veces el pasado parece espantar una realidad que ya ha insistido demasiado años con una rehabilitación de la dictadura y que se ha caracterizado por ser demasiado irregular y ella misma combativa. A su vez, los debates, las cuñas, las imágenes y los medios con los que cuentan la información hoy, a nivel general, para transmitirse y dar contenido al voto, hace de la memoria más de una problemática (dada su poca posibilidad representacional) y necesita, antes bien, de la contingencia para producir e “informar”. Jadue ha perdido, en parte, porque la identidad del Partido Comunista experimenta la memoria del país de manera distinta a como el país se experimenta a sí mismo. Y esto acusa un hecho difícil de tragar y es que la memoria, a pesar del dolor y la rabia que conlleva, cuenta con un egoísmo fundamental; aquel que, negativamente, hace del ‘mesianismo’ una fuerza que solo se activa, en principio, por los relatos que ciertas personas hicieron sobre un pasado, unas personas y algunos acontecimientos particulares de la historia. Ello no descarta que el mesianismo no tenga un carácter universal; el problema estriba, antes bien, en que su potencia se habilita una vez que su secreto ha sido desenmascarado y hecho vida, cosa que compete a grupos específicos y que necesita de un proceso distinto al que las condiciones de los últimos treinta años han permitido en el país.
III.
Con todo, si la memoria del Partido Comunista puede ser también una “memoria comunista”, una que apela más bien a una razón de ser partidista y que es la verdadera memoria de un pueblo que se hace comunista, entonces esta equivocación entre el discurso defensivo y la memoria traumática no es una constatación que pueda servir para echar a andar otra estrategia, sin antes producir una acción comunista sobre la memoria; aquella que afirma en primer orden las condiciones reales del comunismo y que activa, en primera instancia, la prioridad del horizonte de dominio de las masas sobre sus vidas, como imperativo de una vida asociativa libre, emancipada de todo principio de autoridad capitalista. En este sentido, ¿sería posible “liberarse” del problema del pasado del PC -que, en realidad, para afuera es un problema de máscaras, y solo en cuyo interior requiere de una verdadera discusión-, y preguntar por el comunismo a secas y la necesidad de un Partido Comunista?
Si el desaprovecho de una oportunidad de gobierno se debió en parte a una dificultad esencial al partido de universalizar correctamente su motivo, aún demasiado fijado en esa memoria histórica, entonces la posibilidad de aprovechar la situación actual del PC en el gobierno necesitaría de una nueva constatación de aquello que los militantes, las dirigencias, la historia y los militantes históricos del PC vienen a recordar, cuya realidad hoy es insuficiente ante un pensamiento político de masas que espera una acción novedosa con motivaciones arraigadas al presente. La memoria histórica y política tiene la fuerza de movilizar energías emancipadoras mediante la simple identificación con experiencias humanas, cuyo anonimato incluso da consistencia a la compasión y que las mueve a realizar una justicia que no se queda únicamente en los tribunales y los juicios históricos, una capacidad mesiánica de la memoria. Pero aun siendo movilizadora, ella no cuenta con el favor de la espontaneidad y pocas veces con un arraigo popular. Hay antes un imperativo, bien humano, que combate constantemente a la memoria en función de hacer de la vida algo actualmente mejor mediante fórmulas efectivas, una economía de la acción, y ese imperativo fácilmente puede olvidar (o ser despojado) de las fuerzas vivas y combatientes que ese pasado realizó. Pero la defensa real y contemporánea del comunismo en Chile necesita, además, de una fuerza social activa que planteé el comunismo a modo general, incluso ante el escenario favorable de la izquierda. Esencialmente, la necesidad de radicalizar la realidad común sigue latente y sabemos bien que por las propias condiciones que el capitalismo ha desarrollado, toda acción política que no planteé con pies y cabeza su superación será insuficiente para el deseo de futuro y de emancipación que se trabaja en Chile. Quizás, el poder mesiánico de la memoria sea determinante para esta superación, y en ello el Partido Comunista puede tener mucho que hacer.
Ese imperativo llama hoy a replantear el uso de la memoria en política que, como todas sus condiciones, están sometidas en última instancia a la realización de futuros que se necesitan pero que se hallan demasiado débiles para enfrentar las condiciones que el poder les impone. Pero sobre todo llamaría a hacer del comunismo una problemática seria. Ello tiene una implicancia directa con el discurso como también con el programa. Boric ha vencido por haber sido quien identificó de mejor manera lo dicho con “los verdaderos hechos”, que son los imperativos del presente y que componen también la identidad de partido de Convergencia Social. La memoria, enfáticamente aquella de los movimientos sociales y particularmente del movimiento estudiantil, ha sido una iniciativa importante pero no protagónica para haber logrado levantar una fuerza popular; de la dictadura, antes que la repetición de la justicia histórica, quedan sobre todo sus cimientos económicos y legales y la posibilidad de, por fin, acabar con ellos. Visto así, ese “egoísmo” de la memoria es, en realidad, la condición de que las masas puedan actualizar su estrategia acorde a la hegemonía y correlación de las fuerza políticas y de no estancarse en sus métodos. La tarea, entonces, antes que de defender un Partido Comunista, trataría de preguntar con toda seriedad por la dirección concreta de un comunismo del siglo XXI cuya función principal debiera ser, incluso ante Boric, la de insistir con que la emancipación es un proyecto no solo pos neoliberal sino radicalmente anticapitalista. La relativización, el decaimiento y la demonización de la que vive hoy el ‘comunismo’ en su pura referencialidad espontánea, no demostraría tanto la fatalidad del comunismo como la ausencia de una acción fuerte y clara que le de contenido y vigor. Esa acción, querámoslo o no, depende en gran medida de la configuración del propio Partido Comunista, que no es (ni debe ser) el partido de las cúpulas, sino de las masas.
Que una nueva izquierda haya ganado el poder por medios radicalmente democráticos habilitaría, entonces, condiciones favorables para la posición comunista. No por vaivén eleccionario el Partido Comunista está hoy en la coalición de gobierno, sino porque su fuerza ha demostrado estar viva y hoy ha sido capaz, a pesar de la carga represiva y autoritaria que tiene encima, de sobreponerse a las maniobras que la burguesía utiliza para echarlo abajo. Pero esta oportunidad debe ser aprovechada a la manera comunista, recordando y enseñando que el comunismo, antes que una historia, es el horizonte adecuado de la realidad humana y que el capitalismo, al no ser nada natural, debe ser superado por la organización autónoma de las personas. Esto con todas las maniobras, desplantes y máscaras que suponen involucrarse en el mundo y los medios. Con todo lo lamentable que es, la memoria histórica del Comunismo se encuentra hoy sujeta a las mismas condiciones que llevaron al “suicidio” histórico del comunismo, a las mismas condiciones inhumanas de desinterés y que llegan a hacer de la defensa histórica una insuficiencia política. Pero, entonces, la fuerza estribaría en que esta fatalidad en realidad compete solo, en tanto fatalidad, a la memoria, y hacer de la memoria un singular es ya una apariencia o un método. Si la memoria no es un objeto de museo a su vez, sino más bien una puesta en escena siempre en disputa, tanto sus imágenes como sus condiciones pueden ser libremente discutidas y replanteadas en favor de una nueva memoria patriótica capaz de incentivar con fuerza un comunismo de siglo XXI. Solo así, llevando a sus puntos más radicales el problema comunista (que, como defendemos acá, tiene mucho que ver con la memoria histórica), se podrá preguntar con toda claridad por la necesidad de un Partido Comunista, sus alcances y su potencia real, más allá de quienes, con apuro, prefieren desechar cualquier “comunismo” dando cuerpo y alma a lo que antaño fuera un fantasma en las mentes de las clases dominantes.
Rodrigo Barra Valenzuela
Tesista en Filosofía por la Universidad de Chile.