¡Adiós causa liberal!

No habiendo elecciones, no hay para qué buscar ideas liberales; andan en la hacienda, en las minas; duermen por ahí como picaflores en el invierno o quizás no están en ninguna parte. Pero apenas calienta el sol electoral ¡Dios nos proteja! las ideas, principios y fines liberales nos invaden en enjambre, por regiones y en una fermentación infernalmente bullidora. Entonces cada cabeza liberal es un jardín en el aire de bellos y patrióticos pensamientos […]. Declarada la patria en peligro, viene el estado de sitio y se van los liberales a tomar aires marítimos y a publicar sus manifiestos a otra parte. ¡Adiós causa liberal!

por José Joaquín Vallejo, “Jotabeche”

Imagen / Reunión Familiar, 1867, Frédéric Bazille. Fuente: Wikimedia.


Poco demoró el liberalismo local en rendir sus escudos ante los cantos del neo-pinochetismo. Eso que los medios insisten en llamar “la derecha liberal” terminó en menos de una semana alzando sus plumeros a favor de una candidatura fraguada en las antípodas de sus elevados principios. El desenlace fue tan grotesco que el único simulacro de resistencia quedó en manos de una advenediza. A esta hora ya circulan explicaciones fantasiosas de ese giro. Las huestes de la derecha moderna han perdido, nos explican, pero haciendo alta política y salvando sus piadosas almas y con ellas los pilares de la civilización. Por fortuna tenemos a mano la historia y su carcajada amarga nos recuerda que todo liberalismo en la derecha no es más que una broma de mal gusto. Ni siquiera el liberalismo económico pueden tomarse en serio. Para condimentar este festín mediático y dotar de espesor a los malabares retóricos de los involucrados, en ROSA recuperamos un viejo escrito de José Joaquín Vallejo que retrata a cuerpo completo la impostura liberal.

 

“El liberal”
Jotabeche. El Copiapino, Copiapó, 9 de julio de 1846

 

[…] El liberalismo, si es una virtud, es una virtud de nuestros días; es el roto que hace furor en este siglo, como lo hizo el de tomar la cruz en tiempo de las Cruzadas. En aquel entonces juraban los hombres degollar turcos, visitar los santos lugares, la tierra de los milagros. Hoy los liberales no nos proponemos fines tan cristianos, es verdad; pero más humanitarios y socialistas, sí. Juramos atacar a los pelucones, a esos turcos ceñudos y renegados que están en posesión de mil preciosas reliquias; las cuales si parasen en nuestro poder, redundaría en honra y gloria del progreso, que es la vida perdurable que buscamos en la guerra santa que sostenemos.

En aquellos tiempos el mundo cristiano se conmovía y alborotaba cuando los papas o sus legados predicaban una nueva cruzada, por diabólicamente mal que hubiese salido el cristianismo en la anterior campaña; en los tiempos de ahora, el mundo liberal se agita y conmueve cuando, en cada época electoral, algún Bernardo o L’Ermite les muestra el estandarte de la cruz del año 28, en que fueron crucificados los pelucones para resucitar poco después, y dominarnos hasta la consumación de los siglos, por lo visto.

El liberalismo es una virtud que profesamos como los hermanos franciscos profesan las de mendicidad y pobreza, mientras no alcanzan una guardianía o el provincialato. Es un voto temporal que hacemos, a manera de esas promesas de los beatos por las cuales se obligan a vestir de jerga o de sayal, hasta obtener la sanidad de alguna dolencia. Por lo común, la dolencia de que queremos sanar vistiendo de liberales, es el deseo de servir al país en un empleo, y otras dolamas, que, por pertenecer al linaje de las enfermedades secretas, tenemos rubor de confesarlas.

El liberal y el empleado se excluyen uno a otro, como se excluyen las partes de una disyuntiva, son un vél vél sin medio. El empleo mata las ideas liberales como la uña mata a la pulga, la trampa al ratón y el pecado mortal al alma.

Y sin embargo, semejante a la mariposa que gira alrededor de la llama hasta morir en ella, el liberalismo revolotea cacareando alrededor del empleo hasta que cae en él y se consume.

Es el empleo al liberal lo que el matrimonio al calavera, su reforma, su asentar de juicio, su muerte […].

Vuelvo a mi asunto. Las ideas liberales tan lejos están de ser ideas innatas, que vienen y se van de nuestras cabezas según las épocas, lo mismo que las golondrinas emigran o vuelven a los tejados, según las estaciones. No habiendo elecciones, no hay para qué buscar ideas liberales; andan en la hacienda, en las minas; duermen por ahí como picaflores en el invierno o quizás no están en ninguna parte. Pero apenas calienta el sol electoral ¡Dios nos proteja! Las ideas, principios y fines liberales nos invaden en enjambre, por regiones y en una fermentación infernalmente bullidora. Entonces cada cabeza liberal es un jardín en el aire de bellos y patrióticos pensamientos. La libertad en todas sus advocaciones, los héroes de la independencia, la democracia, el progreso, la sangre de Chacabuco, las masas del pueblo; este pueblo víctima de la gendarmería, este pueblo que nada tiene que envidiar (en punto de honradez sobre todo) a los fundadores de la antigua Roma; la ilustración y cuanto hay de grande, de eminente y de moda para la prosperidad de las sociedades, todo, todo se nos mete en el cráneo, y hace el diablo con nosotros de las suyas. Hasta el clero y la religión católica-apostólica-romana tocan algo, y se pone con ellos a partir de un confite el liberalismo, no obstante la preocupación de tenerlos por inamalgamables.

El liberal es rigurosamente ortodoxo: adora a alguna imagen, idolatra en algún principio de carne y hueso. Un liberal sin su candidato es un ente de razón; no puede haberlo, como no puede haber portugués sin su San Antón, cuerpo sin alma, ni beata sin padre de espíritu. Bien es cierto también que hay liberales que se tienen a sí mismos por candidatos; pero lo esencial es que desde un principio digamos, yo soy de D. Fulano, yo trabajo por don Mengano, viva D. Juan de los palotes. Esto es lo que se llama reconocer bandera. Regularmente los candidatos de los liberales son algunos personajes que fueron santos milagrosos en un tiempo; que sufrieron el martirio en la administración de los diez años: pero que, en el día, más bien son hombres para Plutarco que para nuestra época.

No es indispensable que el liberal sea pobre: hay liberales ricos. Pero el pobre ha de ser liberal indefectiblemente; y de aquí viene nuestro descrédito, de aquí resulta también que el partido no se acabará nunca, por desgracia. ¿Se arruina un comerciante? Se echa en nuestros brazos. ¿Arrojan a un empleado de su puesto por sospechas de que es un pícaro? Se hace un liberal ipso facto. ¿Le quitan los galones a un militar, por mala cabeza? Le tendremos de liberal frenético. ¿Hay un fraile corrompido? Se declara capellán nuestro, en el momento. ¿Tiene usted algún hijo calavera? Nosotros tendremos un predicador de los derechos del hombre. En suma, nuestro partido es el rendez vous de todos los desgraciados, es una colección completa de todo género de averías humanas.

Felizmente, en esta última crisis electoral mucha parte de esta honrada gente se ha alistado entre los hombres de orden, razón por la cual ha sido tan numerosa en todas partes la sociedad de este nombre.

El fuerte del liberal es la prensa: su pluma hace destrozos. Por lo común abre la campaña desarrollando sus principios y teorías en largos y sempiternos artículos, los cuales no son leídos por los que lo entienden, ni entendidos por los que nos hacemos un deber de deletrearlos. Esto empieza así un año antes de las elecciones. Luego después ataca el liberal directamente las arbitrariedades del ministerio, y la persona de algún ministro, que está cometiendo la bárbara tiranía de sostenerse en su puesto jugando a todas malicias, ni más ni menos que lo haría el ministro más liberal del mundo, si hay ministros liberales en el mundo.

La lucha se encarniza con los escritores ministeriales sobre infracción más o menos del código fundamental y sobre la influencia indebida que la autoridad ejerce en las elecciones. Pero hasta aquí la victoria no se decide por uno ni otro bando; ambos tienen razón, ambos la sostienen: porque así se los está asegurando tarde y mañana a los dos, la coqueta opinión pública.

Tal incertidumbre no conviene al ministerio; es preciso sacar al liberalismo de este campo, y atraerle a otro, que le aproxime más al convencimiento, y a la cárcel. Al efecto, cualquier campeón ministerial toma la pluma y dice en el diario de más crédito, que el escritor fulano, anarquista de profesión, es un ladrón; que tal día robó en tal parte esto, aquello y lo otro de más allá.

¡Adiós causa liberal! Ya con esto nuestro escritor pierde el rumbo, y no se contrae sino a la vindicación de su nombre. Los principios, la libertad, el pueblo y la iglesia católica van a un rincón, para ocupar la prensa con las biografías del patriota del año diez y del hombre honrado a todas luces.

Esta diversión ministerial trae las represalias, y hay la de Dios es Cristo. Publícanse vida y milagros de los escritores del gobierno, vida y milagros de los ministros, horrores y blasfemias contra la tiranía del poder. Aquí se los quería ver el ministerio.

Es espantosa la licencia de la prensa. Los pelucones se asustan. La sociedad del orden se reúne. El pueblo silba. El diablo mete la pata; y la mañana menos pensada amanecen los escritores liberales en la cárcel cuyas puertas, en tales épocas, se mantienen de par en par, como la del templo de Jano en los tiempos de guerra y zafarrancho.

Declarada la patria en peligro, viene el estado de sitio y se van los liberales a tomar aires marítimos y a publicar sus manifiestos a otra parte […].

José Joaquín Vallejo, "Jotabeche"

(1811-1858). Escritor, académico y parlamentario copiapino.