La inconsistencia en la voz del narrador, los frecuentes deslices en que incurre, las disonancias en su tono. Lejos de deberse solo a la falta de pericia del autor, la inconsistencia de la voz narrativa revela algo importante sobre la interpretación, entre aterrada y delirante, que la derecha ha elaborado sobre el octubre chileno. Y más allá de esa coyuntura específica, revela algo sobre el profundo proceso de descomposición política e intelectual en que se encuentran sumidos los sectores dominantes en Chile y en otras regiones del mundo, que también hacen el tránsito esperpéntico hacia la extrema derecha.
de Eduardo Vergara Torres
Imagen / Director de la CIA y Secretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo, se reúne con el Ministro de Relaciones Exteriores, Roberto Ampuero, 12 de abril 2019, Santiago, Chile. Fotografía de Ron Przysucha.
La distancia ya nos permite hacer un diagnóstico frío de lo que ocurrió en Chile en octubre de 2019: lo que pasó fue que un grupo organizado y poderoso de seiscientos terroristas mapuche entrenados en Colombia por comandos cubanos vinculados al narcotráfico se coordinó a través de videojuegos para quemar el metro disfrazados de barras bravas y así facilitar la invasión extraterrestre que perpetraría el golpe de Estado anarco-chavista liderado por los millenials anómicos del Frente Amplio y el Partido Comunista. O al menos esta es, punto por punto, la conclusión a la que llegaron una serie de respetables analistas, representantes, funcionarios e intelectuales de derecha. Punto por punto, es también la versión de los hechos que Roberto Ampuero despliega en Demonio (2021), su última novela.
Frente a una revuelta el discurso de la reacción suele seguir dos caminos: o bien afirma que se trata de un arrebato carente de sentido político, ciego como un desastre natural, o bien afirma que todo responde a un complot cuidadosamente orquestado en oscuros círculos. Ambos caminos desestiman el pensamiento y la praxis de los sujetos, a quienes pintan como criaturas incapaces de raciocinio o como agentes de potencias foráneas y hostiles. Ambos caminos justifican la represión más violenta. La intelectualidad de derecha tiene el mérito de haber integrado los dos.
Sus manera de encarar el proceso político es de una exuberancia exquisita que no reconoce normas, proporciones ni límites. A veces son capaces de comparar el movimiento de los ciclistas con el fundamentalismo religioso, o les parece que la presencia de Giovanna Grandón en la Constituyente equivale al asalto del Capitolio por milicias neofascistas. Se podría argumentar, incluso, que este esfuerzo intelectual colectivo de nuestra clase dominante ha llegado a ser una de las cumbres de nuestra literatura. En este campo el audio de Cecilia Morel es, como dijera Ortega del Quijote, el primero “en el orden del tiempo y del valor”. Sus alienígenas superan a cualquier fantasía de Elena Aldunate o de Álvaro Bisama. La columna en que Adolfo Ibáñez atribuye todo a nuestro “mestizaje barroco” es digna de un capítulo apócrifo, si se puede, de La literatura nazi en América. La Fundación Jaime Guzmán dio con un concepto a medio camino entre la filosofía francesa y un comercial de detergente: esta era una “revolución molecular disipada[1]”. Como parte de su Cruzada Anticomunista, cada semana los Reaccionarios del Sagrado Corazón de Jesús (sic) practican exorcismos en latín afuera del metro El Golf o de la Escuela Militar.
Y así, mientras académicos como Hugo Herrera se esfuerzan por desenterrar con delicados instrumentos algo que pueda asemejarse a una tradición intelectual para la derecha chilena, esta comparsa oscurantista desfila por encima con un repertorio estridente de disparates y terrores atávicos. Su registro es amplio y colorido: pueden ir de las teorías racistas del siglo XIX a los delirios conspirativos de la alt-right, del conflicto generacional a la doctrina de contrainsurgencia, de la psicología de las masas al catolicismo ultramontano. De esperpento en esperpento, esta conjura de los necios hace reventar nuestra imaginación política, y también la literaria.
No es que sea un fenómeno reciente[2]. Pero, aunque el delirio venga de lejos, hoy estos discursos tienen al menos dos características nuevas. En primer lugar, dejaron de ser anécdotas sin importancia para convertirse en su versión oficial sobre la realidad chilena. Sus voceros ya no son los personajes pintorescos de ayer; hoy operan en sus ministerios, en sus medios de comunicación, en los servicios de inteligencia, en la diplomacia, en gremios empresariales o en enclaves doctrinarios como Libertad y Desarrollo o la Fundación para el Progreso. No sería raro encontrar almirantes terraplanistas navegando alrededor del globo en buques de la Armada.
En segundo lugar, este cuerpo de pensamiento es enteramente circular, lo que representa una innovación en el terreno de la ideología. El fenómeno de la cámara de eco ha sido elevado al rango de política de Estado. Obsérvese en este sentido la revelación de Mario Desbordes, que en marzo pasado señaló a Cristián Larroulet como editor en las sombras de El Líbero: “Él idea algo, lo manda al diario (él es de las personas que decide qué se publica ahí), luego ve el artículo que él mandó, pero escrito por otra persona y se convence a sí mismo”. A fines de octubre de 2019 El Líbero responsabilizaba a una serie de grupúsculos de haber planificado atentados terroristas contra el metro al menos desde 2014. Todos tenían nombres coloridos como “Cómplices Sediciosos/Fracción por la Venganza”. Estos se sumaban a los ya clásicos “Individualistas Tendiendo a lo Salvaje”, con sus células “Sureños Incivilizados”, “Horda Mística del Bosque” y “Banda Inquisidora Vengativa”[3] —nombres que, por cierto, parecen ideados en cuarteles policiales antes que en reuniones clandestinas. Ahora, es notable que la última publicación sobre Chile de Individualistas Tendiendo a lo Salvaje sea en realidad… una copia textual de un artículo —sin firma— publicado en El Líbero[4].
El testimonio de Desbordes hace pensar que son los propios asesores de La Moneda quienes siembran la evidencia, elaboran las teorías conspirativas que la explican, y proceden a convencerse de su propia fantasía. Es como si ya no buscaran persuadir a la opinión pública, ni manipularla siquiera, sino solo divulgar historias creadas para engañarse entre sí. El círculo paranoico se muerde la cola.
Esta es, grosso modo, la situación en que aparece Demonio (2021), la última incursión de Roberto Ampuero en la literatura. El terreno en que se mueve su protagonista, el detective Cayetano Brulé, ha sido trastocado radicalmente por esta perturbación en el campo ideológico de la derecha. Digamos de partida que el relato policial clásico indaga en los vericuetos inciertos del poder, en las zonas grises en que se confunden la ley y el crimen, la buena sociedad y los bajos fondos, la verdad oficial y la descarnada. De ese modo, el relato policial comporta un elemento crítico, se sitúa a distancia de los discursos aceptados.
En Demonio, sin embargo, la figura del detective aparece en una constelación diferente, pues ahora gravita en un espacio perturbado por la descomposición política e intelectual en que se han sumido los sectores dominantes en Chile. Cayetano Brulé cae por la madriguera del conejo hacia el centro de la teoría de la conspiración, la forma paradigmática del pensamiento de la extrema derecha actual. Ya no se trata entonces, como en el policial clásico, del cuestionamiento a las instituciones, al orden social ni a las convenciones establecidas, ni tampoco de una versión alternativa de los hechos, contraria a la oficial de los medios o el gobierno. Esto por una sencilla razón: la teoría de la conspiración es la versión oficial del gobierno, elaborada por sus asesores políticos, sus partidarios en el empresariado, sus medios afines y sus aparatos de inteligencia.
La narrativa que Ampuero elabora aquí es la del audio de Cecilia Morel, que Sebastián Piñera adoptó como política de Estado al declarar la guerra la noche del 21 de octubre de 2019: Chile estaba siendo atacado por una fuerza militar extranjera. Hoy sabemos que las bases de esa afirmación estaban en un informe de la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE) que su Director el General Paiva y el Ministro de Defensa Alberto Espina hicieron llegar a Piñera la tarde del día anterior, 20 de octubre. El informe decía más o menos así: seiscientos agentes clandestinos expertos en guerrilla urbana, con formación en la escuela cubana de Punto Cero, habían ingresado a Chile como refugiados para ejecutar una ofensiva insurreccional bajo las órdenes del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN), que no sería sino una célula del G2 (Servicio de Inteligencia de Cuba). Uno de los líderes habría sido Pedro Carvajalino, a cargo de la organización Zurda Konducta y agente de alto rango del SEBIN/G2.
No importaba que Pedro Carvajalino fuese en realidad un youtuber, que Zurda Konducta fuese su canal, ni que la prueba de su presencia en Chile fuese la captura de una imagen cómicamente trucada con Photoshop. A partir de ese momento el gobierno dio un giro brusco: sus discursos y proyectos de ley abandonaron el lenguaje de los problemas sociales y políticos de una democracia y pasaron a emplear los términos de los conflictos armados entre fuerzas beligerantes. La militarización se volvió la norma hasta hoy. Como observó Karl Marx en El 18 brumario de Luis Bonaparte, lo único que faltaba para consumar la verdadera faz de esta república era “sustituir su lema de Liberté, égalité, fraternité, por estas palabras inequívocas: ¡Infantería, caballería, artillería!”. Cuando el gobierno dio ese paso definitivo lo hizo amparado por la hipótesis de la invasión extranjera, fabricada en sus propias oficinas. Fue meses después que Andrónico Luksic, buscando enmendar el rumbo, hizo fabricar un informe que atribuía todo a las influencias del K-Pop.
La trama de Demonio es sencilla: un misterioso asesinato en los cerros de Valparaíso lleva a Cayetano Brulé, el carismático detective, a descubrir una organización secreta que estaría detrás no solo de ese crimen sino de una serie de atentados contra la seguridad interior del Estado cometidos desde octubre de 2019. La movilización social se habría confundido con los planes terroristas de la entidad clandestina. Esa organización se hace llamar “Pentarquía”, y es una “estructura hermética con siniestros vínculos nacionales y extranjeros” (359).
La Pentarquía, liderada por “Demonio”, se ha fijado cinco objetivos: incendiar las iglesias de Chiloé, envenenar el agua potable de San Pedro de Atacama, sustraer documentos históricos, derribar un avión militar y asaltar el Congreso nacional. Todo esto con el propósito de despejar una ruta segura para el tráfico de drogas. Con la ayuda de la PDI, de colaboradores en la inteligencia militar y de algunos informantes al interior de la izquierda, Cayetano Brulé logrará frustrar los perversos planes de la Pentarquía. La novela está, por demás, salpicada con las subtramas eróticas de rigor y con toques ocasionales de un humor dudoso.
Por eso Demonio ostenta los rasgos que describimos arriba: la imaginación desatada y la circularidad paranoica. Aunque aquí no hay Illuminatis, reptilianos, filtraciones de Qanon ni un Nuevo Orden Mundial, estamos en la misma atmósfera ideológica. Cayetano Brulé va detrás de una intriga cuyo origen está en los pasillos de La Moneda, y que ha sido ideada para convencer a su propio sector de la existencia de una conspiración mundial en su contra.
Quisiera centrarme aquí en un aspecto particular de la novela: la inconsistencia en la voz del narrador, los frecuentes deslices en que incurre, las disonancias en su tono. Lejos de deberse solo a la falta de pericia del autor, la inconsistencia de la voz narrativa revela algo importante sobre la interpretación, entre aterrada y delirante, que la derecha ha elaborado sobre el octubre chileno. Y más allá de esa coyuntura específica, revela algo sobre el profundo proceso de descomposición política e intelectual en que se encuentran sumidos los sectores dominantes en Chile y en otras regiones del mundo, que también hacen el tránsito esperpéntico hacia la extrema derecha.
El narrador de Demonio puede ser descrito como un señor cosmopolita entrado en sus sesenta, amante de la alta cultura, supuesto conocedor de izquierdas y derechas, simpatizante de un liberalismo difuso y propenso a la enumeración cansadora de postres y aperitivos. Sin embargo, su tono de voz es profundamente ambiguo: oscila entre la afirmación de valores liberales clásicos y el despliegue de la más brutal paranoia oligárquica. No se trata, dijimos, de una simple limitación en el manejo de la técnica narrativa. Este vaivén apunta a un impasse político real, proyectado sobre la escritura literaria: el desfonde de la posición liberal, que a cada momento se revela como una entelequia y cae en la espiral alucinada de la reacción. La trama, la voz y el discurrir del relato responden a esa dinámica.
Observemos, en primer lugar, que el relato confunde constantemente las partes del narrador y de los personajes, como si los materiales se traspapelaran sobre el escritorio del autor. Por ejemplo, es plausible que el capitán Osorio lamente que tras la dictadura se haya despojado “a las agencias de inteligencia de la atribución de recolectar información sobre el mundo civil” (151). Menos plausible es que la “legendaria comandante Marcia”, líder de un grupo de izquierda revolucionaria, afirme exactamente lo mismo tres capítulos después, cuando alega que la democracia “le cortó las alas a la ANI” y exija el retorno de “La Oficina” para finiquitar “lo que les quedó pendiente” (161-3).
Ampuero ha asegurado que la novela intenta dar cuenta de la diversidad de posiciones de cara al proceso social, abarcando todo el espectro político[5]. Parte de la riqueza del detective como figura literaria radica precisamente en su capacidad de explorar todos los recovecos de la sociedad, en un arco que va de los líderes políticos a los bajos fondos criminales, y de los bastidores del poder al cotidiano de las organizaciones clandestinas. En ese trayecto queda plasmada la diversidad de destinos que el mundo ofrece, con sus contradicciones y ambigüedades profundas. Y, sin embargo, gran parte de los personajes de Ampuero hablan igual y piensan exactamente lo mismo. Y cuando no lo hacen, aparecen como caricaturas sin sustancia propia. Así, la misma posición conservadora puede saltar del narrador a los personajes y de un personaje a otro sin solución de continuidad.
Esto ocurre también con “El Escorpión”, prefecto jubilado de la Policía de Investigaciones y casi un coprotagonista. Primero tenemos al narrador describiendo la situación del país en octubre de esta forma: “Por un lado, la ciudadanía marchaba indignada en las calles, y por otro, vándalos, narcos y anarquistas se infiltraban entre la gente diseminando la violencia mientras el gobierno se paralizaba y la oposición moderada guardaba silencio, desconcertada” (25). Tres capítulos más adelante, es El Escorpión quien afirma: “anarkos [sic], ultras y narcos se infiltran en las manifestaciones ciudadanas inyectándoles violencia… todo eso mientras el gobierno vacila y trastabilla y la oposición moderada calla ante el vandalismo y la radical lo justifica” (48). Es como si al narrador se le hubieran confundido las minutas del área de comunicaciones y las hubiera repetido casi idénticas por descuido. El mismo tono se encuentra cuando Cayetano Brulé reflexiona: “Más que un estallido social… se había producido un estallido delincuencial” (124). El coro de voces diversas que el autor buscaba entretejer degenera rápidamente en una cacofonía que aporrea siempre la misma tecla. Por eso a ratos Demonio da la impresión de haber sido compuesta como un cadáver exquisito en el segundo piso de La Moneda.
Claro que esta no es la única fuente espuria a la que el autor echa mano. Recordemos que en cierto momento gobierno y oficialismo comenzaron a comparar “el que baila, pasa”, una forma de manifestación esencialmente pacífica, con los crímenes contra la humanidad perpetrados por el régimen nazi. A un año de la revuelta, un documento de la Fundación Jaime Guzmán lo reitera al hablar de “la captura de Plaza Baquedano por grupos violentos que llegaron incluso a cobrar peajes de humillación replicando prácticas ejercidas por el nacionalsocialismo alemán[6]”. Aparentemente a Ampuero la analogía le pareció pertinente, pues en su relato el profesor Max Zille la reproduce textual y sin pestañear: “yo trato de comprender qué ocurrió para que llegáramos a estos excesos. Le diré una cosa —hizo una pausa para mirar a la calle, donde la horda imponía otro ‘el que baila, pasa’—, lo que usted sufrió me recordó el nacionalsocialismo” (58).
El resultado de esta analogía, por otro lado, no es tanto la condena de una forma específica de protesta; al comparar lo que no tiene comparación, los horrores del fascismo quedan rebajados al nivel de lo banal, lo que solo contribuye a habilitarlos. Hoy parece ocurrir lo mismo con El Mercurio, que publica perfiles de criminales nazi como si se tratara de onomásticos y efemérides de rutina. Hay que notar que este episodio en que a Cayetano le hacen “el que baila, pasa” fue destacado por El Líbero como “uno de los capítulos más emotivos” de la novela.
En cuanto a su visión de la cultura, el narrador de Demonio se complace en el elogio de las Bellas Artes, de los clásicos de la Antigüedad griega y latina (especialmente Séneca y Epicuro), la sabiduría tranquila de Montaigne, la voz de María Callas y las Variaciones Goldberg interpretadas por Glenn Gould. Contemplando la bahía de Valparaíso, que se llena de bombos y silbido durante una protesta, un personaje comenta con sorna: “Si estuviésemos en Salzburgo, los tipos abajo llevarían violines y tocarían algo de Mozart o Bach… Pero hay lo que hay” (45). El narrador parece compartir plenamente esa sensibilidad, donde la adoración por el gran arte se confunde con el menosprecio por sus conciudadanos. Una suerte de esnobismo oligárquico, diríamos.
Esta forma de entender la cultura apunta al corazón de la especie de liberalismo a la que Ampuero, como Mauricio Rojas el breve, su compañero de ruta, dice adherir. Aunque ellos se lo imaginan como un sólido edificio político e intelectual, a cada paso éste se revela como un delgado barniz sobre las vigas del viejo orden patricio. Cuando se miran al espejo creen ver al individuo libre y racional, sujeto pleno de derechos, según la noble tradición de John Locke. Pero esa imagen depende, paradójicamente, de una visión de la sociedad incapaz de reconocer nada fuera de las formas más tradicionales de jerarquía, autoridad y pertenencia. De modo que al contemplar por la ventana el desarrollo de la lucha colectiva solo ven la acción anómica de partículas aisladas, la agitación de meros átomos carentes de verdadera existencia social.
Consecuentemente, la alta cultura no es concebida aquí como un patrimonio común de la humanidad, acervo de valores universales a los que todes han de tener acceso por igual. Es vista en cambio como un elemento decorativo, como una marca de distinción de clase y como un instrumento de exclusión. La prosa desmiente en el mismo gesto lo que finge defender. Vaciadas de contenido por las pretensiones ramplonas del narrador, las Bellas Artes dejan de cumplir cualquier papel auténticamente humanista o ilustrado y pasan más bien a desempeñar el mismo rol que la policía: el de aplastar las aspiraciones emancipatorias de los subalternos.
A esta voz narrativa tampoco le falta autocompasión. Ampuero, ahora hablando derechamente a través de la novela, no deja pasar la oportunidad de exculparse por el bochorno internacional que significó la intervención musical-militar de Cúcuta, un espectáculo tan lamentable que hasta Jair Bolsonaro lo rechazó. Tal vez quede en la memoria como el mayor legado de su Cancillería. Cayetano Brulé encuentra en España a Padrón, quien indica a Nicolás Maduro como el organizador de la insurrección, en represalia por Cúcuta. Como en otras ocasiones, el autor descuida aquí las convenciones narrativas y degenera en ventrílocuo: Padrón parece adquirir la voz de Ampuero en persona y se refiere al viaje a Cúcuta como “la única vez, desde Bernardo O’Higgins, que un presidente chileno tuvo huevos para jugarse por la libertad de otro pueblo latinoamericano” (242). El hecho que se trate de su propia actuación como Canciller le otorga al episodio, carente de pudor, un tono autoindulgente que raya en lo inconcebible.
Lo mismo en el caso de Puig, un ex detective que insiste en la misma versión: el SEBIN y el G2, el Foro de São Paulo, la ruta de la droga. Puig sostiene que el objetivo del plan macabro era impedir que se realizaran ese año la APEC y la COP25. Ampuero se sitúa de nuevo en el centro de los hechos con el solo propósito de ejercitar su autoindulgencia en público: ambas cumbres caían bajo su responsabilidad como Canciller. Florencia, una desencantada a la que Brulé entrevista en España, insiste en la hipótesis: el objetivo era “sabotear las cumbres mundiales que tendrían lugar en Chile. Si el país lograba celebrarlas, era un desastre para la izquierda” (267). Claro que, al mismo tiempo, ese sofisticado acto de sabotaje internacional habría sido obra de “anarquistas, orkos [sic] y narcos”, descritos como grupos de escasa preparación y carentes de “líder, discurso, referentes reales ni teóricos, ni tampoco un proyecto de país” (267).
Hasta donde sabemos, los analistas y diplomáticos extranjeros interpretaron Cúcuta y la cancelación de estos eventos no como triunfos de Nicolás Maduro y su poderoso servicio secreto, sino como muestras de la incompetencia de la Cancillería y del gobierno en general. Tal vez por eso Ampuero se esfuerza por enumerar enemigos internos y externos sin orden ni concierto: los movimientos indígenas y el comandante Ramiro Valdés, el Frente Amplio y Pyongyang, el Foro de São Paulo y los hackers de Moscú, las barricadas en Puente Alto y el Grupo de Puebla, las FARC y los anarquistas de Matucana con Mapocho. Más grande y difuso el enemigo, menor el daño al amor propio. Curiosamente, un personaje se refiere a esta operación de alcance global con el nombre clave de “Huracán bolivariano” (268), un eco de la “Operación Huracán” que, en la realidad y mucho antes de la revuelta de octubre, humilló a las policías y a la entera comunidad de inteligencia en Chile. Aunque el autor quisiera imaginarse como un heredero de John le Carré, sobre Demonio ronda más bien el fantasma de “El Profesor” Alex Smith.
Pero tal vez el tropiezo más significativo del narrador tenga que ver con su pretensión de conocer en profundidad la vida interna y la cultura política de la izquierda latinoamericana y mundial, un atributo sobre el que Ampuero ha construido gran parte de su carrera. Los problemas comienzan ya con los epígrafes. Uno atribuye a Bertolt Brecht la sentencia “La crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer” (9), en circunstancias que ésta se encuentra en los Cuadernos de la cárcel de Antonio Gramsci. Otro, el apotegma “La única iglesia que ilumina es la que arde”, aparece aquí firmado por Piotr Kropotkin, atribución que no pasa de ser más que un equívoco muy difundido.
Del mismo modo, hemos visto que en Demonio una serie de personajes supuestamente de izquierda se refieren a ciertos grupos como “anarkos” (sic), “orkos” (sic) o “ultras”, términos que nadie salvo la extrema derecha utiliza con seriedad. Estos términos pueden aparecer en boca de Marcia, la líder revolucionaria, o de Florencia, una ex “izquierdista radical” que además —como ocurre con otros personajes— abandonó la militancia inspirada por anodinos sentimientos patrióticos. A su vez, los temidos “ultras” son identificados reiteradamente con… los parlamentarios del Frente Amplio, cuyo fin último sería el rescate de la revolución cubana y bolivariana (216). En este ámbito, sin embargo, el momento más revelador ocurre cerca del clímax de la novela, en una nueva confusión entre el discurso del narrador y el de sus personajes, en este caso el protagonista.
Cayetano Brulé está cerca de frustrar los planes de la Pentarquía. En el instante de mayor tensión reflexiona: “¿Quién hubiese vaticinado la división y el desplome gradual del país, la acelerada erosión del estado de derecho, el fracaso de la clase política en su conjunto?” El narrador entonces agrega: “creyó recordar que Karl Marx decía que las revoluciones ocurren cuando los de abajo ya no están dispuestos a obedecer y los de arriba ya no se atreven a dirigir. Y eso era precisamente lo que estaba ocurriendo” (410). Hay que leer con detención para captar todos los matices de este pasaje. En primer término, la cita es flagrantemente falsa y no se encuentra por ninguna parte en la obra de Marx —es posible hallarla, sin embargo, con ligeras variaciones, en algunos textos escolares.
Pero más allá de esto, importa su sentido global. La idea de que los de arriba ya no se atreven a dirigir supone que el mando es un derecho que les pertenece de suyo, sea por nacimiento o por voluntad divina, quién sabe, y el narrador sugiere que las sociedades descarrilan cuando éstos rehúsan hacerlo valer. Se combinan en la misma frase la cita apócrifa y las prerrogativas autoritarias del Antiguo Régimen. El perfil que se deja ver aquí no es el de Karl Marx, que solo es mencionado para despistar al incauto, sino el del narrador, que ahora hace las veces de falsario y de reaccionario. Por un lado, pretende pasar por conocedor de la historia y cultura de la izquierda mundial, lo que su vocabulario confuso y su cita falsa desmienten; por otro, parece comprender la política como la mera imposición de los de arriba sobre los de abajo, a la que los primeros tendrían un derecho incuestionado. El liberal elegante de las primeras páginas, escandalizado con la violencia, aparece transfigurado en las últimas como un aristócrata dispuesto a todo.
El final de la novela apunta en la misma dirección. Hay un elemento de melodrama en la relación entre Cayetano Brulé y su esposa Margarita de las Flores. El melodrama, sabemos, es hijo de tiempos revolucionarios, pero está orientado a afirmar el statu quo. Su forma típica es el reencuentro de los amantes tras incontables peripecias, lo que traduce el anhelo de volver a imponer orden, el orden, en el mundo. Es lo que ocurre con la pareja de Cayetano y Margarita tras negociar fatigosamente los términos de su reconciliación. Las últimas líneas del libro no temen la cursilería: “por el pasillo del carro, radiante, vestida de verano y sonriendo, venía Margarita de las Flores” (425).
El tono idílico no sería estremecedor si no fuese porque desde un inicio Margarita se ha limitado a exigir un nuevo golpe de Estado y una nueva dictadura. Se trata del mismo personaje que reiteradamente clama: “solo los militares pueden salvarnos” (62) o “lo único que quiero es irme ahora mismo de este país de flaites” (142), entre otras interjecciones militaristas y/o ultracatólicas. El hecho que Cayetano Brulé la reciba en sus brazos en una última y edulcorada escena hace pensar en el giro que los sectores dominantes han dado hoy en Chile: previendo un mal resultado en las elecciones presidenciales y parlamentarias, se disponen a abrazar sin contemplaciones la barbarie fascista, que avanza hacia ellos con una sonrisa.
Llegados ya a este punto quisiera proponer, aunque de modo provisional, una solución alternativa al enigma policial que la novela plantea. Al inicio de su investigación, Cayetano Brulé examina en caleta El Membrillo el departamento del pintor Edmundo Galaz Expósito, cuyo asesinato gatilla la trama. Su biblioteca contiene “novelas de Graham Greene, Somerset Maugham y Patricia Highsmith”, junto con libros de historia y de arte, incluyendo uno “sobre la isla de Chiloé” que anuncia uno de los planes siniestros de la Pentarquía. El detective encuentra sobre un velador “libros de Edward Hopper, Gerhard Richter y Antonio Gisbert”. Venciendo el pudor, Cayetano Brulé abre el cajón del velador y en su interior encuentra “un mazo de naipes atado con elástico, una Mont Blanc sin tinta, un volumen de El Principito, y una agenda que capturó su atención” (39). Le extraña —nos advierte el narrador— la disparidad de lecturas, entre novelas policiales y libros de arte.
Pensando en la economía de recursos de un relato, Anton Chéjov recomendaba “eliminar todo lo que no tenga relevancia en la historia. Si dijiste en el primer capítulo que había un rifle colgado en la pared, en el segundo o tercero este debe ser descolgado inevitablemente. Si no va a ser disparado, no debería haber sido puesto ahí”. Algo similar se desprende del famoso estudio de Roland Barthes sobre la estructura del relato, que no por nada se basa en Goldfinger (1959), la novela de Ian Fleming protagonizada por James Bond. Con esto en consideración, salta a la vista que la “disparidad de lecturas” que Brulé capta, entre el arte y el policial, pasa por alto un libro en particular. ¿Qué función podría cumplir aquí ese irrelevante ejemplar de El Principito oculto en el cajón del velador?
Aunque estamos en un terreno altamente especulativo, a mi modo de ver este indicio no apunta a una conspiración de la extrema izquierda, como pretende el autor. Más bien lo contrario. Es común que los medios, ya sea por ocasión del Día Mundial del Libro o por trazar su perfil humano, consulten a destacadas figuras políticas sus lecturas predilectas. Por motivos oscuros que demandan mayor investigación, los personeros de la derecha criolla mencionan sistemáticamente El Principito entre sus favoritos. Tanto Marcela Cubillos como Andrés Allamand han asegurado que El principito es su libro de cabecera. Andrés Chadwick, ministro depuesto por su complicidad en violaciones a los Derechos Humanos, sostiene que El Principito es el libro que ha leído más veces en su vida. Lo mismo han declarado la actual Ministra de las Culturas Consuelo Valdés, la exministra Cecilia Pérez, y hasta el mismísimo Presidente de la República, Sebastián Piñera. Cuando el ex Ministro de Educación Gerardo Varela, un neoliberal duro, recomendó que se hicieran bingos para reparar la infraestructura de las escuelas públicas, lo hizo con una figura del Principito sobre su escritorio. Las juventudes del partido le dieron de regalo una edición especial de El Principito a Ernesto Silva cuando renunció a la presidencia de la UDI por la crisis de corrupción del caso Penta. En redes sociales se ha vuelto común ver confundidas las ilustraciones y citas de El Principito con la propaganda neopinochetista de José Antonio Kast.
Supongo que esto basta para probar que el título tiene un sentido cifrado en círculos ultraconservadores. La evidencia en este sentido es abrumadora, y resulta difícil creer que Cayetano Brulé, perspicaz en el resto de la novela, haya podido pasarla por alto. Tal vez El Principito sea el verdadero secreto de Demonio. Su presencia en aquel velador podría ser prueba de que la conspiración, si existe, tendría su origen en las entrañas de este gobierno. En enero de 2020, poco antes de comenzar la redacción de esta novela, otro funcionario oficialista hizo referencia a El Principito desde su cuenta oficial como embajador de Chile en España: Roberto Ampuero[7]. A esta altura no se puede descartar que “El Principito” sea el nombre, en clave criptofascista, del “Presidente en las sombras” Cristián Larroulet.
En fin, Demonio pertenece a ese género de novelas que fracasan en la construcción coherente de su propio mundo ficcional. Solo resta reconocerle un único mérito literario. Este descansa en el hecho que Ampuero, a pesar de sus credenciales liberales, es capaz de guardar el más absoluto silencio respecto a la violaciones a los Derechos Humanos cometidas por las policías y las Fuerzas Armadas, a instancias del Ejecutivo. Centenares de mutilados, cuerpos calcinados con heridas de bala, detenciones ilegales, persecución de opositores políticos, censura a la prensa, militarización, suspensión arbitraria de derechos constitucionales, todo esto está completamente ausente en Demonio. ¿Para qué urdir la teoría del complot si no es para facilitar ese ocultamiento? El autor ha asegurado que al componer las elucubraciones descritas aquí consideró “conversaciones con gente que se dedicó profesionalmente a esos temas” (El Mercurio, 25 abril 2021). Se refiere a la supuesta evidencia de una intervención extranjera. Es de esperar que no las haya olvidado repentinamente cuando tenga que comparecer ante los Tribunales de Justicia.
Digamos que, así como Georges Perec pudo escribir La disparition (1969), una novela que omite del todo la letra “e”, la más frecuente en el francés, Ampuero puede jactarse del raro logro de haber compuesto en lengua castiza una novela de cuatrocientas páginas sobre la revuelta chilena de 2019 sin mencionar en un solo instante la brutalidad y el alcance de la represión que su gobierno perpetró —amparado por la narrativa descabellada que aquí el autor, insidioso, fabrica y refrenda. Su lugar en la historia literaria nacional está asegurado por esta hazaña.
Notas
[1] El término reaparecería luego en Colombia, en boca del expresidente Álvaro Uribe y por vía nada menos que de un neonazi chileno, un tal Alexis López. Véase la investigación de Camila Osorio y Rocío Montes aquí: shorturl.at/npFIN
[2] Hermógenes Pérez de Arce asegura que el primero de sus cinco encuentros cercanos con seres extraterrestres tuvo lugar ya a comienzos de los años sesenta. Los describe como seres altos, rubios, gente muy dije: “Parecían austriacos”. La entrevista, originalmente otorgada a La Estrella de Valparaíso, puede encontrarse aquí: shorturl.at/estPY
[3] El reportaje aquí: shorturl.at/uwBZ8
[4] La publicación de ITS puede consultarse aquí: shorturl.at/noxOY. Compárese con el original de El Líbero: shorturl.at/jtyEY
[5] La entrevista puede consultarse en: shorturl.at/ehnEY
[6] Fundación Jaime Guzmán. Ideas & Propuestas. A un año de la insurrección. nº 308 (Oct. 2020). Disponible aquí: shorturl.at/nuKN3
[7] Para los casos de Marcela Cubillos y Cecilia Pérez, véase La Tercera: shorturl.at/sEKLY. Para Andrés Allamand, Twitter: shorturl.at/lnMN7. Andrés Chadwick menciona el libro espontáneamente en La Tercera: shorturl.at/pxAG0. Para Consuelo Valdés, que guardaba una copia de El Principito precisamente en su velador, ver Diario Financiero: shorturl.at/dqwDS. Fue un periodista el que reveló la presencia de una miniatura del Principito en el escritorio de Gerardo Varela en 2018, para Emol: shorturl.at/hBEIQ. Sebastián Piñera ha hecho referencia a El Principito en innumerables ocasiones, tal vez como parte del lenguaje cifrado de la secta. En una ocasión, en La Tercera, lo mencionó como su mayor héroe de ficción: shorturl.at/jwKN6. La cena de desagravio con el regalo especial para Ernesto Silva es relatada aquí: shorturl.at/kmxB9. La referencia del propio Ampuero a El Principito, carente de cualquier justificación diplomática o literaria, data del 12 de enero de 2020, en Twitter: shorturl.at/abuFG
Eduardo Vergara Torres
Estudiante del Doctorado en Culturas Latinoamericana e Ibérica en Columbia University.